La obediencia no es una opción

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Furor en la ceremonia de consagración
Por nuestro corresponsal en la zona
Lo que tenía que ser la culminación de la consagración del nuevo santuario de Betel por parte de Su Majestad, el rey Jeroboam, pasó a un discretísimo segundo plano tras la serie de espectaculares aconte­cimientos que siguieron. La mañana de la ceremonia, mientras el rey Jeroboam estaba de pie frente al altar ofreciendo un sacrificio, al­guien que se identificó a sí mismo como «un hombre de Dios que viene de Judá» empezó a gritar. Un funcionario de la corte que ha pe­dido que mantengamos su nombre en secreto afirma que se acercó al altar y dijo que alguien de la casa de David llamado Josías profanaría el altar. También anunció que el altar sería quebrantado y las cenizas esparcidas.
Como era de esperarse, esta interrupción del programa pasó desa­percibida para los cientos de dignatarios y asistentes a la ceremonia. El rey ordenó que arrestaran al alborotador, pero antes de que pudiera ser ejecutada la orden, el brazo del rey que apuntaba hacia el profeta de Judá se atrofió. Un miembro del cuerpo de seguridad del rey declaró: «Fue increíble. Ante mis propios ojos la mano y el brazo del rey se se­caron. Estábamos atónitos. El rey se quedó mirando su brazo. No creo que pudiera creer lo que sucedía».
Para mayor confusión, el nuevo altar se resquebrajó y las cenizas que­daron vertidas por el suelo. Parece ser que, después de ser testigo de estos acontecimientos, el rey Jeroboam pidió al profeta de Judá que intercediera por él. Los testigos aseguran que tras la oración del profeta sin nombre el brazo del rey recuperó su aspecto normal. El profeta rechazó públi­camente la oferta del rey para que almorzara con él y declaró que Dios le había ordenado que no comiera en Israel, aunque algunos de los re­sidentes de Betel afirman que lo vieron aceptando una invitación para cenar en casa de un anciano residente del lugar.
Por la tarde, los viajeros informaron de un cuerpo que yacía junto a la carretera que va de Betel hacia Judá. El cuerpo fue identificado como el del hombre de Dios que venía de Judá. Parece ser que fue víctima de un extraño ataque por parte de un león. Los primeros en llegar al lugar de los hechos afirman haber visto a un león que supuestamente «vigi­laba» el cuerpo mientras el asno pacía tranquilamente por los alrededo­res. El caso sigue abierto.
Personajes
El hombre de Dios que viene de Judá: Aunque es uno de los per­sonajes principales de esta historia, no disponemos de información personal alguna sobre este hombre. Solo sabemos que procede de Judá. El título de «hombre de Dios» era una expresión común en el Antiguo Testamento para referirse a una persona reconocida como un mensaje­ro de Dios. Lo usaron Moisés (Deuteronomio 33:1) y Elías (1 Reyes 17:18) y de­mostraba que estaba relacionado con los «grandes» profetas. Por des­gracia, se equivocó.
Jeroboam: en contraste con los otros personajes de la historia, disponemos de abundante información sobre Jeroboam. Era hijo de Nebat y pertenecía a la tribu de Efraín (1 Reyes 11:26). También sabe­mos que nació en Sereda. Su madre era viuda. Fue el primer rey de Israel tras la división del reino unificado de Israel en dos reinos (versículos 26-40). Su permanencia en el trono se inició hacia el año 930 a. C. y duró aproximadamente 22 años. Fue puesto en el trono por las diez tri­bus de Israel después que el inexperto (y al parecer testarudo) Roboam, hijo de Salomón, se negó a reducir los elevados impuestos. Como re­sultado, Roboam se quedó con el reino de Judá (1 Reyes 12:20). Jero­boam, bajo el reinado de Salomón, recibió formación en el campo ad­ministrativo y fue ascendido a una posición de liderazgo desde donde supervisó las fuerzas laborales del gobierno (1 Reyes 11:28). Fue testigo de primera mano del glorioso reinado de Salomón mientras confió en Dios. También presenció cómo las consecuencias de la idolatría car­comieron el reino.
Al igual que David, Jeroboam fue llamado por Dios para que fuera rey (versículos 30-39). Como David, Jeroboam tuvo que huir y vivir exiliado en Egipto hasta la muerte de Salomón. Sin embargo, a diferencia de David, Jeroboam jamás confió plenamente en Dios y recurrió constan­temente a la política para afianzar y conservar su reino. Su cautela po­lítica lo llevó a construir y consagrar santuarios para impedir que los is­raelitas acudieran a adorar a Dios en Jerusalén (1 Reyes 12:26-29). Da­do el significativo papel que Jeroboam desempeñó en llevar a la mayor parte de la nación a la idolatría, Dios prometió que quitaría el reino de su dinastía. En cumplimiento de la profecía, su perverso hijo Nadab reinó solo dos años, tras los cuales fue asesinado y toda su familia eli­minada (1 Reyes 15:27-30).
El viejo profeta: Aunque vivió y fue enterrado en Betel, parece que procedía de Samaria. No estuvo presente en la ceremonia de con­sagración y se enteró de lo sucedido a través de sus hijos. ¿Por qué sigue al hombre de Dios y le miente? No lo sabemos. Aparentemente está ar­repentido de su engaño, pues le hace entrega de su muía al hombre de Dios para que salga. Más tarde, tras el ataque, recoge el cuerpo y lo en-tierra en su propio sepulcro. Extrañamente, parece que es el único que aprende algo sobre Dios y acepta su Palabra. Finalmente, demuestra su fe pidiendo que lo sepulten con el hombre de Dios. Este acto salva sus huesos de ser profanados (2 Reyes 23:18).
Los hijos del profeta: Ejercen las funciones de testigos, mensajeros y actores secundarios de la historia. Representan a la comunidad y su implicación en todo el asunto.
Josías: Es una de las pocas personas que son mencionadas por su nombre en las profecías bíblicas antes de que naciera. Nació cerca de tres siglos después de dada la profecía, y fue el último buen rey de Ju­dá. Por aquel entonces, el reino de Israel ya había sido barrido del mapa por los asirios. Durante la última gran reforma destruyó el altar (2 Reyes 23:16).
Información sobre el contexto
Para entender todas las implicaciones de la historia de Jeroboam es preciso examinarla en el marco de su contexto político. Durante el mandato del rey Salomón, el reino se extendía desde Egipto por el sur, hasta el Éufrates por el norte (1 Reyes 4:21, 24) y alcanzó cotas de po­der y riqueza sin precedentes. El templo de mármol y oro de Salomón se convirtió en una maravilla de la arquitectura. Israel había dejado de ser un grupo de tribus desconocidas y se había convertido en una po­tencia política digna de ser tenida en cuenta. Por desgracia, toda esa opulencia tenía un precio. En lugar de reconocer y agradecer las bendi­ciones de Dios, Salomón, a quien Dios había escogido y le había dado sabiduría y riquezas, se convirtió en un hombre seguro de sí mismo y autosuficiente. Progresivamente dejó de aferrarse a Dios. Al tomar mu­chas esposas extranjeras, abrió la puerta a la influencia de Satanás. No solo fue tolerando gradualmente el culto a los ídolos que profesaban sus esposas, sino que lo apoyó, construyendo lugares de adoración para ellas y asistiendo a sus oficios religiosos. Como consecuencia, la idola­tría se extendió por todo el reino. De ser escogido por Dios para que fuera un modelo vivo de lo que podrían llegar a ser las naciones si lo escogían como su Dios, Israel perdió rápidamente su propósito divino.
Pero había llegado el momento de despertar. Para Salomón fue el mensaje de que aquel bello reino le sería arrebatado (1 Reyes 11). Él pen­só que aún tenía tiempo de actuar y desesperadamente intentó reparar el daño causado. Durante sus años de alejamiento hubo en Israel quie­nes permanecieron fieles a Dios. Sin embargo, una gran parte de la po­blación había seguido sumisa a las modas religiosas de las naciones que rodeaban a Israel y que el sabio rey había tolerado e incluso apo­yado. Pero ni aun el penitente Salomón podía invertir la tendencia des­cendente que había adoptado la nación.
Tras la muerte de Salomón, su hijo Roboam reclamó el trono. Aun­que Salomón había intentado proporcionarle a su hijo entrenamiento intensivo en los deberes de la realeza después de su reconversión, se le hizo muy difícil contrarrestar la influencia negativa de la idolatría de su madre, así como las consecuencias de haber dejado que sus años de in­fancia y adolescencia transcurrieran sin una formación positiva y un buen modelo. Todo Israel se reunió en Siquem, donde Roboam sería coro­nado formalmente rey. Sin embargo, no parece que conociera en abso­luto a su pueblo. Durante el reinado de Salomón, el rey había manteni­do una corte muy amplia, por no mencionar un gran harén y sus mu­chos ambiciosos proyectos constructivos. Todos esos proyectos estaban financiados con impuestos. Una delegación de asistentes a la ceremo­nia de coronación se acercó a Roboam y le pidió que redujera la carga impositiva. Roboam mostró claras tendencias despóticas en su respues­ta y por muy poco escapó de la reacción de la multitud. Su ministro de finanzas no tuvo tanta suerte y fue apedreado (1 Reyes 12:18).
Después de este encuentro con Roboam, las diez tribus del norte de Israel (excepto Judá) pusieron a Jeroboam en el trono. No fue un inicio afortunado. Este acontecimiento ya había sido predicho muchos años antes por el profeta Ahías, el silonita (versículo 15).
Por desgracia, Jeroboam jamás estuvo seguro de la promesa de Dios. A él le preocupaba que los Israelitas visitasen el templo de Jerusalén, todavía bajo el control de Roboam. Jeroboam no podía dejar de pensar si en el futuro Roboam podría recuperar el voto popular. En lugar de confiar en Dios, quien lo había puesto en el trono, Jeroboam optó por las intrigas políticas y palaciegas. Si podía impedir que los israelitas se acercaran al centro de culto permanecerían bajo su firme control. Por tal motivo, creó dentro de sus fronteras dos centros de adoración: uno en Betel y otro en Dan (versículo 29). En un esfuerzo por ser más importan­te, decidió poner en los altares algo visible que pudiera representar a Dios ante el pueblo. Irónicamente, escogió unos becerros de oro, causa de tantos dolores de cabeza en los albores de su historia (versículo 28). La idolatría y el culto a Dios volvían a estar mezclados en una forma de culto sincrética y peligrosa en la que, básicamente, todo valía. Dios es­cogió revelarse en este complejo entorno político y espiritual de manera espectacular.
Acción
En esta narración las decisiones y las acciones de los seres humanos son una representación en miniatura del gran conflicto cósmico entre Dios y Satanás. No se trata de una mera historia que se desarrolla silen­ciosamente en un hogar humilde. Aunque intervengan pocos actores humanos, la historia se desarrolla en un escenario bien visible y ante cientos de testigos. Al comienzo parece muy fácil etiquetar a los distin­tos personajes. El rey Jeroboam, obviamente, está contra Dios —este consagra un santuario con la imagen de un becerro de oro—, mientras que el hombre de Dios está de parte de Dios. Sin embargo, cuando el profeta mentiroso, cuya boca también habla profecías, entra en escena, la cosa se complica. En toda la acción y reacción vemos que los carac­teres van de uno a otro bando, de manera parecida a como ocurre en el gran conflicto.
La historia se inicia con la acción del rey Jeroboam, la cual provoca una reacción por parte de Dios. En esta batalla por ganar el corazón de la nación y de los individuos, hay una gran movilización: El rey Jero­boam va a Betel con motivo de la ceremonia de consagración. El profe­ta de Dios también va a Betel, y allí ocurre el encuentro. Se pronuncia una profecía que se cumple parcialmente (la otra parte se cumplirá sig­los después). La mano del rey se seca y es restaurada. Entonces el pro­feta, tras ejecutar la acción de Dios, rechaza la oferta del rey y declara que no se detendrá en Israel ni siquiera para comer o beber, sino que regresará inmediatamente a Judá siguiendo el mandamiento de Dios.
Los hijos del anciano profeta dejan el lugar de consagración y refie­ren a su padre lo sucedido. Este decide salir tras el hombre de Dios. Da­da la naturaleza cargada de acción de la narración, esperaríamos encon­trar al hombre de Dios apresurándose para llegar a la población de Judá más cercana. Sin embargo, la historia hace un alto repentino cuan­do el anciano profeta encuentra al hombre de Dios sentado tranquila­mente bajo un árbol.
Tras un breve intercambio de palabras (en el que asombra ver la facilidad con que el hombre de Dios es engatusado) los dos hombres se diri­gen a la casa del anciano profeta en Betel. Allí comen y beben antes de que la Palabra de Dios acuda al anciano profeta. La historia no dice nada de la reacción del hombre de Dios. En cambio, el anciano profeta parece que toma decisiones de manera activa e intenta reparar parte del daño que ha causado entregándole su asno al hombre de Dios. La historia nos muestra entonces una última y extraña escena en la que el león que mata al hombre de Dios aparece haciendo guardia junto a su cuerpo mientras el asno pace en los alrededores. Cierra la historia la improbable declara­ción de fe del anciano profeta mientras da sepultura al hombre de Judá.
En profundidad
Los expertos afirman que más de la mitad de la comunicación hu­mana se produce, no a través de las palabras que pronunciamos, sino mediante el lenguaje corporal. Este incluye nuestro tono de voz; las ex­presiones de la cara; la mirada; los que hacemos con las manos, los bra­zos, las piernas y los pies; y la postura que adopta el cuerpo. En un rela­to escrito solo disponemos de las palabras o de una descripción de la acción. Esto quiere decir que cuando el relato bíblico menciona la ac­ción del cuerpo en una historia lo hace deliberadamente para llamar nuestra atención sobre algo en particular. La historia del hombre de Judá contiene varias referencias al lenguaje corporal. En esta sección nos ocuparemos de tres de ellas.
Empecemos por el rey extendiendo el brazo en 1 Reyes 13:4. El hom­bre de Dios acaba de pronunciar una profecía contra el altar que el rey acaba de inaugurar con toda la pompa. De hecho, ha proclamado el juicio de Dios sobre todo el sistema de culto que ha concebido Jeroboam. El tex­to menciona que el rey se da la vuelta, y aparte de ordenar a viva voz que arresten al hombre, extiende el brazo. En el Antiguo Testamento, extender el brazo siempre está asociado a una demostración de poder. A lo largo del relato del Éxodo, Dios ordena a Moisés y Aarón que extiendan el bra­zo en la espectacular demostración de poder ante el Faraón (Éxodo 1-14). Cada vez que se extiende un brazo, sucede algo milagroso.
En Job 1:11 encontramos otra espectacular demostración de poder en la que se extienden los brazos. Satanás desafía a Dios para que ex­tienda el brazo contra el fiel Job. Satanás quiere que Dios lo haga para llevar a la destrucción a Job y todo cuanto posee. Dios no extiende el brazo contra Job, pero autoriza a Satanás para que intente demostrar que Job ama a Dios únicamente por las bendiciones que recibe de él.
En las profecías de Jeremías, Ezequiel y Sofonías se predice que Dios extenderá su brazo para juzgar a varios reinos (Jeremías 52:25; Ezequiel 6:14; Sofonías 1:4). Si echamos un vistazo a los antecedentes de esta expresión, veremos que emergen varias cuestiones. La primera es que la acción de extender el brazo generalmente está asociada a Dios. La segunda es que a menudo tiene que ver con un juicio. Ahora quizá podamos entender algunos de los aspectos más espectaculares que intervienen en la acción de extender el brazo de Jeroboam. Este estaba a punto de instituir su propio sistema de culto desafiando directamente las instrucciones da­das por Dios. Por si eso no fuera suficiente, tuvo la audacia de juzgar al mensajero de Dios, y ultimadamente a Dios mismo. ¡No es de extrañar que se le secara! Esto hace que la segunda parte de la historia sea aún más maravillosa. Inmediatamente, Jeroboam pide al hombre de Dios que interceda en su favor. Dios, en un acto de grandeza y misericordia, perdona la rebelión de Jeroboam al escuchar la oración del profeta y restaurar el brazo del rey (1 Reyes 13:6).
Tras este espectacular giro en los acontecimientos, el autor bíblico menciona que el hombre de Dios es encontrado sentado junto a un ár­bol (1 Reyes 13:14). Después de haber declarado con tanta insistencia que para él era muy importante y urgente no comer ni beber nada en Israel y regresar a su casa, resulta extraño encontrarlo sentado junto a un árbol. Incluso en la actualidad, el acto de sentarse está relacionado con la espera o la relajación, no con una actividad urgente.
En el Antiguo Testamento encontramos gente sentada bajo un árbol en tres ocasiones. En la mayoría de ellas tiene connotaciones positivas. En un bello poema de amor del Cantar de los Cantares se describe a los aman­tes sentados bajo un manzano (Cantares 2:3). En Zacarías 3:10 y Miqueas 4:4 los profetas hablan de un mundo futuro e idílico en el que todos se sentarán bajo sus propias vides e higueras. El estado del reino de Israel dista mucho de ser idílico, especialmente tras un juicio recién pronun­ciado. Con todo, el hombre de Dios está sentado junto a un árbol. Este detalle solo puede indicar que ha caído en su propia trampa. El autor del Salmo 1:1 nos da una bella descripción de la transición hacia la ten­tación que se produce en alguien que primero anda, luego se detiene, y finalmente se sienta en el pecado. El detalle del hombre de Dios sentado junto a un árbol nos habla mucho de su falta de seriedad.
El hombre de Dios que venía de Judá encuentra su fin camino a casa, después de la comida prohibida: un león se cruza con él en el cami­no y lo mata (1 Reyes 13:24). Su cuerpo cae del asno, tras lo cual se menciona dos veces que el asno y el león permanecen junto al cuerpo. El hecho de que se den los detalles de la posición del cuerpo y de los dos animales tiene un mensaje para nosotros. No se trataba de un ata­que corriente.
Que un hombre fuera atacado por un león en un camino concurrido ya de por sí es inusual, pero que el león no comiera o mordiera el cuer­po, sino que sencillamente permaneciera junto a él, raya en lo anormal. Otra anormalidad es la descripción del asno, que se muestra ileso y no sale ni corriendo. Los animales y el cuerpo presentan una evidencia postmortem de que se trata del cumplimiento divino de una profecía que tiene como finalidad ser un recordatorio vivo para todo Israel de que Dios mantiene su palabra.
Respuestas
En esta narración tenemos al menos dos hombres que afirman ha­blar de parte de Dios. De hecho, ambos declaran ser profetas. Esta no era una afirmación extraña, ya que los profetas y los mensajes proféticos gozaban de amplio reconocimiento en todo el Antiguo Oriente Próximo, incluidos los países idólatras que rodeaban a Israel.
La palabra hebrea nabi' (o profeta) se refiere a alguien que Dios ha llamado para que hable en su nombre. Un profeta llamado por Dios para que llevara un mensaje especial era responsable ante Dios y no po­día ser empleado por nadie más. Debido a su llamamiento específico, el mensajero debía mostrar absoluta lealtad a Dios. A lo largo del pe­riodo de la monarquía, esa lealtad permitió a los profetas señalar sin temor los pecados del rey y de los pueblos de Judá e Israel. Esto hacía que los profetas de Dios fueran distintos de los profetas de otros países, donde solían ser empleados por el rey y obligados a «urdir» profecías positivas que apoyasen cualquier idea suya.
Para los mensajeros de Dios el don de profecía era realmente eso: un don. El hecho de que Dios escoja y use a alguien para que sea su men­sajero en una circunstancia determinada no significa que el profeta pue­da estar libre de cualquier falta o no goce de libre albedrío para escoger actuar por Dios o contra él. En las Escrituras, Moisés es considerado el prototipo de un profeta. Antes de morir, les dijo a los israelitas: «El Señor tu Dios levantará de entre tus hermanos un profeta como yo. A él sí lo escucharás» (Deuteronomio 18:15, NVI). Esa profecía tuvo su cumpli­miento final en Jesús, quien conduciría a su pueblo —nosotros— de la esclavitud del pecado a la Canaán celestial.
Sin embargo, aun moisés mismo desobedeció en algunas ocasiones. Por ejemplo: cuando golpeó dos veces la roca en lugar de hablarle, tal como Dios le había dicho que hiciera (Números 20:8-12). Cuando un profeta representa a Dios, hay mucho en juego. El mensajero de Dios tiene que transmitir su mensaje con claridad y sin distorsiones. Por ese acto de desobediencia, Moisés no pudo entrar en la Tierra Prometida. Pero Dios tenía preparado algo mejor para su mensajero arrepentido. Moisés fue el primero en ser resucitado de los muertos y ser llevado a la Canaán celestial (Mateo 17:3). La Biblia nos da otro ejemplo de al­guien que, habiendo recibido el don de profecía, en lugar de usarlo para servir a Dios, parecía estar más interesado en llenarse los bolsillos que en representar a Dios. Resulta trágico que la burra que montaba Balaam fuese mejor mensajera de Dios que el mismo profeta (Números 22).
En la historia del hombre de Dios que venía de Judá tenemos un ejemplo perfecto del lado humano de los profetas. Al sentarse junto al árbol, distorsiona el mensaje de Dios al seguir lo que otros dicen que está en contraste directo con lo que Dios ha dicho. Al final tenemos un anciano mentiroso que ha sido usado por Dios para dar un mensaje, tras lo cual cree en la palabra del Señor.
Reacción
Chantal: Siempre he deseado poder ver muchos más milagros espec­taculares en mi vida. Me siento tentada a pensar que tal vez así sería más fácil obedecer a Dios y dar testimonio. Con esta historia de brazos secos, altares resquebrajados y detalladas predicciones proféticas me doy cuenta de que esa teoría no es cierta. Los acontecimientos sensacio­nales se olvidan rápidamente o se explican y no compensan la sencilla fe en lo que Dios ha dicho.
Gerald: Obedecer a Dios hoy en día es visto prácticamente como una anormalidad. Los medios de comunicación de masas sugieren que te­nemos que sentirnos libres, sin límites ni restricciones para hacer lo que nos apetezca, aquí y ahora. La historia del profeta sin nombre me recuerda la importancia de la obediencia desde el punto de vista de Dios. No se trata de una característica opcional, sino de algo esencial para sobrevivir al mayor conflicto que jamás haya tenido que afrontar este planeta. ¿Cuánto pesa para nosotros un «así dice el Señor»?



Véase Iain Provan, V. Philips Long y Temper Longman III, «Solomon and His World» [Salomón y su mundo] en A Biblical History of Israel [Historia bíblica de Israel] (Louisville, Kentucky-Londres: Westminster John Knox Press [2003]), pp. 251-254. En 1 Reyes 3:34 y 1 Reyes 10 podemos darnos una idea del importante papel internacional que desempeñaba Salomón a mediados del s. X a. C.
Quizá uno de los legados más importantes que el hombre más sabio de la tierra nos dejó fue la demostra­ción del negativo poder de la influencia.
Salomón construyó un nuevo y lujoso palacio para él y para la hija del Faraón, una de sus primeras esposas extranjeras. Para una descripción de sus obras, incluido el templo, léanse 1 Reyes 6 y 7.
Parece ser que el rey Acab, siguiendo la costumbre de los países vecinos, tenía varios profetas profesionales en nómina. Evidentemente, profetizaban la victoria para los planes de guerra propuestos por el rey (1 Reyes 22).
La obediencia no es una opción La obediencia no es una opción Reviewed by FAR Ministerios on 12/06/2010 Rating: 5

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