La metáfora del vestido en el Antiguo Testamento

Si lees todas las parábolas registradas en los Evangelios, te darás cuenta de que la mayor parte concluye con una especie de amenaza en vez de terminar con una nota agradable. El mensaje de Jesús hac-ía que la gente se sintiera muy incómoda, la sacudía, cuestionaba su complacencia. En el capítulo anterior repasamos algunas de las parábolas de Jesús que hablan de un juicio final aplicable incluso a los creyentes. Anali-zamos la parábola del vestido, y vimos como ataron a un hombre y lo echa-ron a las tinieblas de afuera porque no estaba ataviado con el traje de bodas. Pero no llegamos a analizar el significado de la vestimenta. Francamente, el significado de la vestimenta no aparece en ningún lugar de la parábola. Te-nemos que preguntarnos qué interpretación le dio la audiencia a la parábola. Con el fin de entender la metáfora bíblica, es necesario que ha- gamos un rastreo de la Palabra de Dios. ¿Cuál es el contexto histórico de la parábola? Comencemos con Isaías: «En gran manera me gozaré en Jehová, mi alma se alegrará en mi Dios, porque me vistió con sus vestiduras de sal-vación, me rodeó de manto de justicia, como a novio me atavió y como a novia adornada con sus joyas» (Isaías 61:10). Las vestiduras de este pasaje obviamente tienen que ver con la justicia. Una cosa es clara: Dios es quien nos viste. Nos atavía con vestiduras de salva-ción. Cualquier tipo de justicia es un don divino, algo parecido a la parábola de la fiesta de bodas donde se provee la vestidura.
Sin embargo, incluso este pasaje habla del novio y la novia que se atavían y adornan; en contraste, Dios es quien nos viste. Otro texto que utiliza la misma metáfora relacionada con ataviarse se encuentra en Job 29:14-16: «Iba yo vestido de justicia, cubierto con ella; como manto y diadema era mi rectitud. Yo era ojos para el ciego, pies para el cojo y padre para los necesi-tados. De la causa que no entendía, me informaba con diligencia». ¿De qué se vestía Job? Se vestía de rectitud, de buenas obras: «Yo era ojos para el ciego, pies para el cojo». No hay nada oculto o misterioso al respec-to. Es el mismo vestido mencionado en Apocalipsis 19:8: «Y a ella se le ha concedido que se vista de lino fino, limpio y resplandeciente». Encontramos que esta metáfora se utiliza de manera coherente en toda la Biblia. El manto siempre está relacionado con un recto comportamiento. En ningún momento se refiere a justicia imputada, teológica o condicional. Incluso la conducta del malvado se describe en relación con el vestido. El Salmo 73:6 habla de los impíos quienes «se cubren con vestido de violen-cia». El Salmo 109:18, 19, habla del hombre impío que «se vistió de maldi-ción como de su vestido; entró como agua en su interior y como aceite en sus huesos. Séale como vestido con que se cubra y en lugar de cinto con que se ciña siempre». Claramente el vestido representa el comportamiento, ya sea bueno o malo. Otros textos de Isaías también utilizan la misma metáfora: «Pues de justicia se vistió como de una coraza, con yelmo de salvación en su cabeza; tomó ropas de venganza por vestidura y se cubrió de celo como con un manto». Isaías 61:3 habla de un «manto de alegría en lugar del espíritu angustiado». La alabanza es algo que los seres humanos practicamos. Asimismo la ven-ganza. El texto de Isaías 64:6 es por lo común mal entendido, sugiriendo que la justicia humana en el mejor de los casos, no es mejor que «trapos de in-mundicia». Pero Isaías de ningún modo está describiendo u n comporta-miento ejemplar. El afirma que su pueblo se ha desviado, que su comporta-miento se ha corrompido. El describe a personas que nunca oran. Leamos de nuevo el versículo en su contexto: «Pues todos nosotros somos como co-sa impura, todas nuestras justicias como trapo de inmundicia. Todos noso-tros caímos como las hojas y nuestras maldades nos llevaron como el vien-to. ¡Nadie hay que invoque tu nombre, que se despierte para apoyarse en ti! Por eso escondiste de nosotros tu rostro y nos dejaste marchitaren poder de nuestras maldades» (Isaías 64:6, 7). «Trapos de inmundicia», es una descripción de la apostasía. Sus «vestidu-ras» se han contaminado. Una vez más, la metáfora de la vestimenta se re-fiere al carácter.

¿Es este manto de justicia un don divino, o no? ¿Nos lo coloca él, o nos lo ponemos nosotros? La Biblia utiliza ambas metáforas. Incluso cuando se nos entrega un juego de vestidos nuevos, nos toca realizar el esfuerzo para ponérnoslos. Cuando sembramos rábanos, ¿hacemos que los mismos crez-can? En realidad, no. Podemos ayudar proveyendo agua y fertilizantes, pero el crecimiento lo aporta Dios. Pero sin nuestra presencia en el huerto, no habrá rábanos en la mesa. Quizá haya usted escuchado la historia del viajero que un día se tropezó con un campesino. Este último se encontraba admirando sus sembrados. El via-jero se colocó a su lado sin proferir palabras, observando la actitud del campesino. Con un sentido de religiosidad, el viajero dijo: «¿No es maravi-lloso lo que Dios ha hecho en estos campos?». El campesino contestó sin inmutarse: «Bueno, usted debía haber visto cómo estaban estos campos mientras estaban en manos de Dios». Solía preguntarme por qué Ezequiel estimulaba al pueblo diciendo: «Echad de vosotros todas vuestras transgresiones con que habéis pecado, y haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo. ¿Por qué moriréis, casa de Israel?» (Ezequiel 18:30, 31). Desde luego, Ezequiel sabía que un nuevo corazón es algo que únicamente Dios puede darnos: «Esparciré sobre vosotros agua limpia y seréis purificados de todas vuestras impurezas, y de todos vuestros ídolos os limpiaré. Os daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de vosotros. Quitaré de vosotros el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Pondré dentro de vosotros mi espíritu, y haré que andéis en mis estatutos y que guardéis mis preceptos y los pongáis por obra» (Eze-quiel 36:25-27). Jamás podremos crear un nuevo corazón para nosotros porque lo único que podemos hacer es lavar nuestro exterior. No podemos lavar nuestros cora-zones. Eso es algo que únicamente Dios puede hacer. Algo que tan solo puede lograrse utilizando sangre. No obstante, tenemos una parte que des-empeñar en dicho proceso. Cuando Adán y Eva intentaron coser hojas de higuera, me imagino que Dios se presentó y llamó a su cordero favorito. Luego —¡qué horror!—, Dios tomó a la inocente criatura, le cortó la garganta y derramó su sangre en tierra. Adán y Eva deben haber sufrido un choque emocional, quizá vomita-ron, ya que no conocían lo que era la muerte. ¿Qué hemos hecho? ¡El costo ha sido elevadísimo!
A lo que Dios pudo haber respondido: «Oh no, el precio es aun mucho más alto».

Pero la muerte de aquel cordero le permitió a Dios reemplazar las inadecua-das vestimentas de ellos con una ropa que los mantendría más abrigados, una vez que los primeros vientos helados comenzaran a soplar. Desde luego, Adán y Eva debían hacer algo. Tenían que ponerse el traje de piel, y llevarlo a diario. Observemos el símbolo de la vestimenta utilizado en Zacarías. Allí vemos a Josué, quien como sumo sacerdote representa a todo Israel, vestido con ro-pas viles ennegrecidas por el fuego. Pero Dios tiene en mente una maravi-llosa transformación: un nuevo atuendo. Si Dios pudo crear los mundos, podrá crear de nuevo a cualquiera de sus hijos. «Josué, que estaba cubierto de vestiduras viles, permanecía en pie delante del ángel. Habló el ángel y ordenó a los que estaban delante de él: "Quitadle esas vestiduras viles". Y a él dijo: "Mira que he quitado de ti tu pecado y te he hecho vestir de ropas de gala"» (Zacarías 3:3, 4). Comparemos este texto con el de Salmo 132:9, 16 que habla de sacerdotes vestidos de justicia y salvación. Notemos que las ropas nuevas de Zacarías 3 no se colocan sobre las viejas. Los harapos viejos son descartados. La idea de que nuestros sucios harapos son cubiertos por la justicia de Cristo puede tener cierto valor homilético, aunque no es una metáfora bíblica. En ningún lugar de la Biblia se habla de que una ropa limpia se coloque sobre una sucia con el fin de esconderla. Apocalipsis 3: 18 habla de vestir nuestra desnudez (Apocalipsis 16:15), pe-ro esto es algo que difiere de la idea de llevar dos vestidos: uno sucio y uno limpio. Eso iría en contra del sentido común y de las Escrituras. La vesti-menta sucia es descartada en favor de la limpia. En ningún lugar de las Es-crituras el manto representa un maquillaje estético para esconder la sucia realidad de más abajo. Incluso en la parábola del hijo pródigo, el padre les dice a los sirvientes: «Pero el padre dijo a sus siervos: "Sacad el mejor vestido y vestidle; y po-ned un anillo en su dedo y calzado en sus pies. Traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta"» (Lucas 15:22, 23). Aquellos prepa-rativos tomarían algo de tiempo. Los siervos deben haber aseado al hijo an-tes de vestirlo para la fiesta. No conozco a nadie que se coloque ropas lim-pias encima de las sucias. El problema con una metáfora tal es la implica-ción de que la justicia de Cristo se convierte en un manto de continua impu-reza.
«Ningún arrepentimiento que no obre una reforma es genuino. La justicia de Cristo no es un manto para cubrir pecados que no han confesados ni abandonados; es un principio de vida que transforma el carácter y rige la conducta» (El Deseado de todas las gentes, pp. 522). En el libro de Zacarías, Josué aparece como el representante de su pueblo. El pecado del pueblo se le imputaba al sacerdote como su representante, y viceversa (Levítico 4:3). El pueblo estaba identificado con el sacerdote, y lo que le sucedía al sacerdote también afectaba al pueblo. En este caso Dios se dirige a toda la nación en la persona de Josué cuyo nombre es una variante hebrea del nombre de Jesús. La purificación de Josué es tan solo el comienzo del relato. Al leer el resto del pasaje vemos que había algo que Josué debía realizar con el fin de man-tener su renovada condición. El ángel del Señor le da un encargo a Josué: «Así dice Jehová de los ejércitos: "Si andas por mis caminos y si guardas mi ordenanza, entonces tú gobernarás mi Casa y guardarás mis atrios, y entre estos que aquí están te daré lugar"» (Zacarías 3:6, 7). Dios le ofreció a Josué un lugar «entre los que estaban allí»; o sea, entre los ayudantes del Ángel del Señor, que sin dudas eran ángeles. Las vestiduras de salvación le fueron entregadas gratuitamente a Josué. Zacarías no podría obtenerlas. Sin embargo, la condición era que Josué debía «andar en sus caminos y guardar su ordenanza». El concepto de algo gratuito y a la vez condicionado no es paradójico; ni si-quiera difícil de entender, porque muchas cosas en la vida son parecidas. En Estados Unidos se considera un derecho constitucional «la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad», dones que nos ha concedido el Creador. Sin embargo, podríamos perder la libertad y ser encarcelados si violamos la ley. Supongamos que a usted se le ha ofrecido un boleto gratis viajar de Nueva York a Los Angeles. ¡Eso sería un privilegio! Usted no ha hecho nada para merecer el premio, no ha pagado ni un centavo por el boleto. Todo lo que debe hacer es recibirlo. Es gratis. Pero existen ciertas condiciones. Si usted intenta llevar un arma a bordo su boleto será cancelado. Si usted hace que algún miembro de la tripulación se incomode, nunca llegará a Los Angeles. Su viaje podría concluir en algún punto intermedio. El vuelo es gratis, pero es condicional. Usted podría ser sacado del avión. Pero mientras permanezca dentro del mismo, usted llegará a Los Angeles. De hecho usted está predestinado a llegar a Los Angeles, ya que su boleto así lo dice.

La salvación es algo parecido. La gracia de Dios es gratuita, aunque condi-cional. Es cierto, estamos predestinados para ir al cielo, pero siempre y cuando permanezcamos a bordo de la nave del evangelio. Mucha gente conoce el relato de Hans Christian Andersen sobre el traje nuevo del emperador. Ha sido traducido a más de cien idiomas. El argu-mento del relato es sencillo. Un emperador que se preocupa mucho por su ropa, contrata a dos sastres que prometen confeccionarle el mejor traje jamás visto. La tela que ellos utilizarán no la pueden ver aquellos que no están calificados para desempeñar su posición actual, o que son «irremedia-blemente estúpidos». El emperador no puede ver la tela, pero simula hacer-lo por temor a que crean no está calificado para su cargo. Lo mismo sucede con sus ministros. Cuando los delincuentes avisan que han terminado de confeccionar el traje, simulan vestir al emperador quien sale por las calles para que el pueblo lo vea. Sus súbditos actúan de una manera «políticamente correcta» y no desean ser descorteses; por lo tanto, felicitan al emperador por su nuevo traje. Final-mente, un niño del gentío grita la cruda verdad, diciendo que el emperador está desnudo. Pronto otros se suman a la declaración del niño. El emperador se preocupa, sospechando que lo que dice el pueblo es la verdad; pero con-tinúa marchando con la frente en alto. Existe una zanja a cada lado del camino de salvación. Una de ellas es el le-galismo y la otra es el libertinaje. Ambas zanjas están repletas de aquellos que se han accidentado en la fe. Sin embargo, la zanja de la izquierda —la libertina—, es la que tiene más, ya que el ascetismo no es tan popular como la vida desordenada. El número de personas que han sido destruidas por la indulgencia desenfrenada respecto al sexo, las drogas y el alcohol, es cada vez más elevado. Vivimos en una época que minimiza la necesidad de vivir vidas puras. En la actualidad, quienes enfatizan la necesidad de vivir pía-mente parece como que nadan en contra de la corriente. A continuación un diálogo actualizado respecto al traje del emperador. —¿Qué haces? —Amigo, descanso en la gracia divina. —No, quiero decir, ¿qué haces en este momento? ¿Por qué estás mirando esas tonterías?
—¿Me estás juzgando? Quizá es que no entiendes lo que significa el evan-gelio. ¡Mi única justicia es la que Cristo me ha imputado! En esta justicia no hay ningún elemento humano. No tengo nada que aportar a mi salvación.

Al evangelio no podemos quitarle ni añadirle nada. No hay nada que yo pueda hacer. Si peco, confío en la justicia de Cristo. Dios lo contempla a él y no a mí. Jamás seré juzgado respecto a mi comportamiento, más bien lo seré respecto al de él. En los brazos de Jesús estoy completamente a salvo. Él nunca abandonará a los suyos. —Pero, lo que usted hizo hace poco debe avergonzarlo. ¿No cree que de-bería confesar ese acto? —Eso es algo entre Dios y yo. Mi justicia no se basa en lo que yo podría realizar, ni siquiera en una confesión de pecados. Se apoya en sus actos y en la muerte de Jesús. Quienes creen en Jesús no temen al juicio. No te pre-ocupes, ese es mi problema. Además, no estás en condición de juzgar a otro creyente que está totalmente vestido de la justicia de Cristo. —Pero... pero... mi amigo. ¡Tú estás desnudo! Todo creyente ha recibido una invitación para sentarse a la mesa del Rey. Junto a esa invitación, el Rey nos ha proporcionado todo lo que nece-sitamos, incluyendo ropas nuevas, para que estemos en condición de entrar al salón de banquetes celestial. Lo que tenemos que hacer es sencillo: «Yo vengo como ladrón. Bienaventurado el que vela y guarda sus vestiduras, no sea que ande desnudo y vean su vergüenza» (Apocalipsis 16:15).
La metáfora del vestido en el Antiguo Testamento La metáfora del vestido en el Antiguo Testamento Reviewed by FAR Ministerios on 4/30/2011 Rating: 5

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