El evangelio, ¿Cual?

¿El Evangelio? ¿Cuál?
S

i lo desea, puede obviar este capítulo, pues está un poco recargado de teología, y no cuenta con suficientes ilustraciones. Pero si usted quiere entender mejor el debate que ha sacudido a la iglesia durante los últimos cuarenta años sobre el tema de la salvación (el concepto teológico es soteriología), léalo. Después de leerlo, podría contestar algunas de las preguntas que se han suscitado hasta aquí al comentar el tema del manto de justicia.
A continuación mi aporte: El debate entre el grupo de reglas, tradi­ciones, normas y santidad; y el grupo de tan solo creer y disfrutar de la libertad del evangelio, surgió aun antes de que se escribiera el Nuevo Testamento. Algunos de los apóstoles estaban en un bando y el resto en el otro. Suena interesante, ¿verdad?
A través de los siglos, los seguidores de Dios se han preguntado en qué consiste el evangelio. La palabra evangelio significa «buenas nue­vas», y el concepto tiene su origen en el libro de Isaías (Isaías 40:9; 41:27; 52:7). ¿Qué incluye el evangelio? El concepto se relaciona con la vida, muerte y resurrección de Jesús, en cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento (Romanos 1:1; 1 Corintios 15:1; 2 Timoteo 2:8). Debido a que Jesús es Señor y Juez, la doctrina del juicio final forma parte del evangelio (Romanos 2:16; Apocalipsis 14:6, 7). El evangelio no solo apunta ha­cia atrás, sino que se centro en el futuro, pues el reino de Dios no se ha materializado aún. En Colosenses 1:22, 23 se dice que Cristo ha­bía reconciliado a los cristianos de aquel lugar «en su cuerpo de carne, por medio de la muerte, para presentaros santos y sin mancha e irre­prochables delante de él. Pero es necesario que permanezcáis funda­dos y firmes en la fe, sin moveros de la esperanza del evangelio», algo que anteriormente se había definido como «la esperanza que os está guardada en los cielos» (Colosenses 1:5). De allí que el evangelio incluya las buenas nuevas del reino venidero: «Jesús fue a Galilea predicando el evangelio del reino de Dios. Decía: "El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios se ha acercado. ¡Arrepentíos y creed en el evangelio!"» (Marcos 1:14, 15). Hay algo interesante respecto a este pasaje donde se nos dice que el «evangelio» en tiempos de Jesús consistía en las buenas nuevas del venidero reino de Dios. No incluía nada respecto a la vida, muerte y resurrección de Jesucristo, algo que todavía estaba en el futuro. Dicho mensaje incluía un llamado al arrepentimiento. Quienes afirman que el evangelio tiene únicamente que ver con los «hechos y la muerte de Jesús», están errados.
El «evangelio eterno» de Apocalipsis 14:6, 7 incluye el mandato de «temer a Dios y darle honra». En 2 Tesalonicenses 1:8 y en 1 Pedro 4:17 se menciona a «aquellos que no obedecen el evangelio», indican­do que este no es solo informativo sino también imperativo. En otras palabras, que este requiere una acción en el presente y que no es solo un conjunto de datos o información de lo que sucedió en el pasado. La obediencia al mensaje del evangelio es posible porque este es un poder que transforma la vida (1 Tesalonicenses 1:5; Romanos 15:16). El evangelio «es poder de Dios para salvación de todo aquel que cree» (Romanos 1:16) e incluye normas éticas. En 1 Timoteo 1:8-11, se enumeran diversas costumbres «que son contrarias a la sana doctrina». Por lo tanto, el evangelio no es solo lo que ya está hecho, sino lo está por hacerse.
Eso es precisamente lo que el Nuevo Testamento afirma que es el evangelio. Pero la pregunta «¿qué es el evangelio?» puede confundir, ya que el concepto de «evangelio» es casi exclusivo de Pablo. Incluso después de haber dilucidado lo que Pablo quiere decir con el término, de igual manera se trata de su interpretación personal. Otros escritores del Nuevo Testamento raramente utilizan el concepto. Aunque Juan es­cribió en el Nuevo Testamento tanto como Pablo, y aun cuando escribió después que este lo hizo, Juan apenas utiliza el término «evangelio» una sola vez (Apocalipsis 14: 6). Los vocablos que Juan emplea para referirse al mensaje cristiano son «verdad» (aletheia en griego) y «testimonio, testigo» (marturia). Su versión tiene un sabor diferente, un énfasis dis­tinto al de Pablo.
En otras palabras, cuando usted escucha a dos cristianos sostenien­do un debate teológico, y uno de ellos exclama «verdad», mientras que el otro usa «evangelio», usted podrá determinar sus inclinaciones teoló­gicas. Quizá no se den cuenta, pero usted estará escuchando una con­frontación entre la teología juanina y la paulina.
En la década de 1980, algunos adventistas idearon dos acrónimos para referirse a las dos tendencias evangélicas: una tradicionalista y otra más liberal [1] Sugiero que el origen de ambos grupos se remonta a los tiem­pos del Nuevo Testamento.
Pablo, Bernabé y Lucas, eran progresistas (amigos del evangelio). Pedro, Juan, Santiago y Judas (estos dos últimos, medio hermanos de Jesús) y probablemente el resto de los doce, eran tradicionalistas.
Fijémonos que las dos parábolas más evangélicas de los Evangelios, la del fariseo y el publicano y la del hijo pródigo, se encuentran en el Evangelio de Lucas, un colaborador de Pablo (la mujer tomada en adul­terio, otra parábola con sesgos evangélicos, no tiene un lugar preciso en los antiguos manuscritos griegos. Esta deambula de un relato evan­gélico a otro). En este caso, Lucas era una especie de mediador. Parece haber un intento consciente en el libro de Hechos para equilibrar los milagros realizados por Pablo con los de Pedro.
Existe otra forma de considerar el tema. La soteriología adventis­ta tradicional tiende a derivarse de las Epístolas ubicadas al final de la Biblia: de Santiago a Apocalipsis (también conocidas como Epístolas generales o católicas). Por otro lado, la soteriología evangélica tiende a apoyarse en las Cartas de Pablo.
En los escritos de Elena G. de White encontramos diferentes ten­dencias teológicas, ya que ella se nutrió de todas las fuentes mencio­nadas. Examinemos con mayor detenimiento algunas de esas fue ni es. Santiago, el hermano de Jesús, era un tradicionalista nato. Era vegetariano y abstemio, conocido entre los conservadores de Jerusalén (fariseos) por su vida consagrada. En la Historia de Eusebio, se dice que fue «santo desde el mismo vientre de su madre, no bebió vino ni bebidas fuertes, tampoco comía carne». Por otro lado, Pablo parece haber tenido diversas opiniones respecto a la alimentación (Romanos 14:6, 14, 20-22; 1 Corintios 10:25; 1 Timoteo 4:3). Las evidencias sugieren que Santiago, un devoto tradicionalista y administrador de la iglesia, no siempre estuvo de acuerdo con Pablo, un erudito tendencioso, incluso respecto a temas básicos.
Las cosas no parecen haber cambiado mucho en los últimos dos mil años, ¿no es cierto?
En la iglesia primitiva surgió una disputa respecto a la circuncisión de los nuevos creyentes como un requisito para la salvación. Un típi­co enfrentamiento entre liberales y conservadores. Los hermanos de la «Asociación General» convocaron una reunión en Jerusalén para dis­cutir el asunto, y el Espíritu Santo les permitió llegar a un consenso. Dicho acuerdo está registrado en Hechos 15:29. «Que os abstengáis de lo sacrificado a ídolos, de sangre, de ahogado y de fornicación». Esta norma se aplicaba únicamente a los conversos gentiles (versículos 19, 23), mientras que los cristianos de origen judío se suponía que guardaran la totalidad de la ley.
El fundamento lógico e histórico de esta decisión no es claro, pues no se menciona en el registro bíblico. La iglesia decidió que los cristia­nos de origen gentil guardarían únicamente aquellas partes de la ley ceremonial que la Tora dice que se aplican a los prosélitos, como se de­signa en el Nuevo Testamento a los conversos que no eran judíos de na­cimiento. Las cuatro normas eran un resumen de lo prohibido a los pro­sélitos en Levítico 17 y 18, según la Septuaginta. (Es importante resaltar que la vigencia de los Diez Mandamientos estaba sobreentendida y no fue motivo de discusión en aquel cónclave. Es obvio que los dirigentes de la iglesia no decidieron que desde aquel momento se podía tomar el nombre de Dios en vano, adorar ídolos, matar, robar o violar el sábado. Esto último es de especial importancia, ya que el sábado se aplica de manera explícita a los prosélitos en Éxodo 20:10.)
Sin embargo, Pablo debe haberse sentido inconforme con algunas secciones de dicha resolución. En 1 Corintios 8-10, parece crear algunos portillos en las normas que prohibían el consumo de alimentos ofreci­dos a los ídolos.
Pocos años después, en la última visita de Pablo a Jerusalén, se hace patente cierta tirantez entre Santiago y él. El desacuerdo se de­ja ver cuando leemos con detenimiento la conversación entre Pablo y Santiago registrada en Hechos 21:18-25, específicamente el versículo 25: «Pero en cuanto a los gentiles que han creído, nosotros les hemos escrito determinando que no guarden nada de esto; solamente que se abstengan de lo sacrificado a los ídolos, de sangre, de ahogado y de fornicación».
En otras palabras, Santiago reconviene a Pablo por enseñarles a los cristianos judíos que viven en medio de los gentiles que ya no están sujetos a los requisitos de la ley ceremonial. Esa es exactamente la acu­sación que se le hace a Pablo en el versículo 21. Pero eso sería contrario a la decisión de los dirigentes registrada en Hechos 15, que no tie­ne nada que ver con los cristianos de origen judío. Solo los cristianos gentiles estaban eximidos de la ley ceremonial. Es decir, los dirigentes de la iglesia le estaban recordando a Pablo que toda la ley ceremonial seguía vigente para los creyentes judíos. Los dirigentes sugirieron que Pablo mostrara su sujeción a la ley uniéndose a un grupo de judíos que observaban el voto nazareo (ver Números 6), algo que Pablo estuvo dis­puesto a realizar (Hechos 21:26).
Otra evidencia de la discordia entre Pablo y Santiago la encontra­mos en el libro de Gálatas. Pablo centra la Carta contra un grupo que parece estar formado por emisarios de Santiago (Gálatas 2:12; 5:1-12) o que al menos así se le presentaron.
Las diferencias entre Pablo y Santiago van más allá del tema de la dieta o el de la circuncisión. Los eruditos modernos más conservadores se han esforzado en mostrar que tanto Pablo en la Epístola a los Romanos, como Santiago asumen posiciones divergentes. Afirman que la Epístola de Santiago no corrige las enseñanzas de Pablo, sino que representan una versión corrompida de las mismas.
En el capítulo 2 de su Epístola, Santiago se opone a la fórmula de «únicamente por fe». Él no parece sentirse muy cómodo con algunas de las ramificaciones del argumento paulino a favor de la justificación por la fe expresadas en Romanos 3 y 4. Esto se pone aún más de relieve si cotejamos Romanos 3:28: «Concluimos, pues, que el hombre es justifi­cado por la fe sin las obras de la Ley» con Santiago 2:24: «Vosotros veis, pues, que el hombre es justificado por las obras y no solamente por la fe». Ambas aparentan ser expresiones divergentes.
Ahora bien, existen varias maneras de armonizar dichos pasajes. Una de ellas consiste en diferenciar las obras de la ley de las obras de la fe (Gálatas 5:6). Otra es establecer una diferencia entre «únicamente por fe», aparece solo en este pasaje del Nuevo Testamento griego, esta ha sido rechazada como errónea. No es una simple coincidencia que ambos es­critores hagan referencia al mismo texto del Antiguo Testamento como una prueba al referirse a Abraham, llegando luego a conclusiones muy diferentes (comparar Santiago 2:21-23 con Romanos 4:1-5).
¿Significa esto que tenemos dos evangelios diferentes en el Nuevo Testamento? No. Existe una armonía inherente. Pienso que Santiago y Pablo abrigaban ciertas diferencias de opinión, pero concuerdan en lo fundamental respecto a la fe: que Cristo es la única vía de salvación y que su muerte en la cruz proveyó la solución para el pecado. Elena G. de White también lo hace: «Pablo se mantuvo apegado a su verdad inspirada, y la enseñó a los demás aun cuando tenía la oposición de los apóstoles, quienes debían haberlo apoyado [...]. Los compañeros de Pablo lo abandonaron. Aquellos que el Señor había utilizado como sus testigos, protestaron en contra de Pablo declarando que él enseña­ba teorías contrarias a los principios fundamentales que se les habían enseñado. Pero Pablo mantuvo su posición con firmeza». [2]
En otras palabras, ¡incluso los escritores inspirados en ocasiones sospechan que otros colegas son herejes!
¿Qué actitud asumió Pedro en cuanto a esta disputa? Encon­tramos una pista en 2 Pedro 3:16, 17. Allí Pedro afirma que los es­critos de Pablo son difíciles de entender mal interpretados (2 Pedro 3:16). Inmediatamente advierte contra el antinomianismo (2 Pedro 3:17). Pedro abiertamente se encuentra en el bando tradicionalista. ¿Arroja esto alguna luz en la discordia existente entre Pedro y Pablo menciona­da en Gálatas 2:11-14?
Judas, el hermano de Jesús, también se opone al antinomianismo. Él advierte contra los «hombres impíos, que convierten en libertinaje la gracia de nuestro Dios y niegan a Dios» (Judas 1:4). Con toda certeza él no está hablando de Pablo, pero pudiera estar refiriéndose a algunos de los discípulos menos equilibrados de Pablo.
El caso de Juan es el más interesante de todos. Juan es, sin lugar a dudas, todo un evangélico. Habla de Jesús como nuestro sacrificio ex­piatorio (1 Juan 2:2), y afirma que si pecamos tenemos un abogado ante el Padre (1 Juan 2:1). «Si decimos que no tenemos pecado —dice Juan— nos engañamos a nosotros mismos» (1 Juan 1:8). Aunque Juan enfatiza que debemos guardar los mandamientos, también afirma que el mandato de Jesús que debemos estar observando es creer en el Señor Jesucristo (1 Juan 3:22, 23). De igual modo cualquier creyente puede así mismo conocer que posee la vida eterna (1 Juan 5:13).
No obstante, Juan aparenta estar en el bando de la tradición. Él apo­ya con firmeza los decretos apostólicos de Hechos 15 en sus cartas a las siete iglesias, condenando a los grupos que tienden a ignorarlos (Apocalipsis 2:14-20). Afirma también que es importante abstenerse de la carne ofrecida a los ídolos. Es obvio que tiene en mente el decreto apostólico de Hechos 15:28 al afirmar en el texto de Apocalipsis 2:24: «no os im­pongo otra carga».
En los escritos de Juan, la justificación jamás es «imputada», «con­dicional» o teórica. La justicia se define como hacer lo correcto: «El que hace justicia es justo, como él es justo» (1 Juan 3:7). «Si sabéis que él es justo, sabed también que todo el que hace justicia es nacido de él» (1 Juan 2:29). «Por esto sabemos que estamos en él. El que dice que per­manece en él, debe andar como él anduvo» (1 Juan 2:5, 6). Juan afir­ma que nuestras oraciones son contestadas porque somos obedientes (1 Juan 3:22). Los cristianos nacidos de Dios no continúan en el pecado (1 Juan 3:5-10). «Cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como él es. Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro» (1 Juan 3:2, 3). Juan enfatiza la separación del mundo (1 Juan 2:15-17).
Juan es un puritano. A diferencia del resto de los apóstoles, nunca se casó. El testimonio unánime de los padres de la iglesia primitiva es que Juan se mantuvo célibe (Epifanio, Panarion. 78.10, 13, 58.4; Jerónimo, Contra Jovinio 1.26; Agustín, Tratado sobre el Evangelio de Juan 124.7). Con esto en mente, leamos su descripción de los 144,000 en Apocalipsis 14:1-5. Observemos también que Juan describe la santidad cristiana como un vestido sin mancha:
«Pero tienes unas pocas personas en Sardis que no han manchado sus vestiduras y andarán conmigo en vestiduras blancas, porque son dignas. El vencedor será vestido de vestiduras blancas, y no borraré su nombre del libro de la vida, y confesaré su nombre delante de mi Padre y delante de sus ángeles» (Apocalipsis 3:4-5).
Resumiendo la teología de Juan, el vestido del carácter debe estar sin mancha alguna. Si está manchado, debe ser emblanquecido en la sangre del Cordero.
Aquellos que insisten en la importancia de distinguir entre la jus­ticia imputada (externa) y la impartida (interna) no consideran que Pablo, el gran apóstol de la gracia que define el concepto del evangelio, es suficientemente «evangélico». Pablo, al igual que Juan, exhorta a sus lectores a que se purifiquen para que alcancen una santidad perfecta (2 Corintios 7:1). De esa manera, permanecerán sin reproche alguno el día de la venida de Cristo (cf. 1 Tesalonicenses 3:13; 5:23, 24; 2 Pedro 3:14). Después de presentar el tema de la justificación por la fe en Romanos, Pablo afirma que quienes viven conforme a la carne han de morir (Romanos 8:13). Asimismo, después de presentar el evangelio en la Epístola a los Gálatas, Pablo dice que todo aquel que viva de manera inmoral no he­redará el reino (Gálatas 5:19-21). Pablo debe considerar esto como algo importante, ya que lo repite en otras dos Cartas: todo aquel que practi­que los pecados A, B, C, D o E, no heredará el reino de Dios (1 Corintios 6:9, 10; Efesios 5:5). Pablo enfatiza la necesidad de la santidad individual tanto como cualquier otro escritor bíblico.
Pablo afirma que la salvación es un don gratuito y no un misthos, que es un concepto que se refiere a «pagos, salarios, recompensa, re­tribución» (Romanos 4:4, 5; 5:15-18; 6:23; 2 Corintios 9:15; Efesios 2:8). Aunque un amplio grupo de autores del Nuevo Testamento, incluyendo a Pablo, no titubea al hablar del misthos final del creyente (Mateo 5:12; 10:41; 16:27; Lucas 6:23; 1 Corintios 3:8; Colosenses 3:24; Hebreos 10:35; 11:26; 2 Juan 8; Apocalipsis 22:12). La salvación, aunque es un don gratuito, constituye una recompensa.
Una de las consecuencias de la muerte de Cristo, según Romanos 8: 4, es que la justicia de la ley podría cumplirse en nosotros «que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu». Tito 3:5 dice que somos salvos «por el lavamiento de la regeneración y por la renova­ción en el Espíritu Santo». De igual manera, Pablo hace una declaración parecida en 2 Tesalonicenses 2:13. Pablo se parece mucho a Santiago cuando dice: «Pues no son los oidores de la ley los justos ante Dios, sino que los que obedecen la ley serán justificados» (Romanos 2:13). Su mensaje lo resume de la siguiente forma: «Sino que anuncié primeramente a los que están en Damasco y Jerusalén, y por toda la tierra de Judea, y a los gentiles, que se arrepintieran y se convirtieran a Dios, haciendo obras dignas de arrepentimiento» (Hechos 26:20).
El Nuevo Testamento enseña en numerosas ocasiones que los cre­yentes serán considerados dignos de heredar el reino (Lucas 20:35, 36; 2 Tesalonicenses 1:5; Apocalipsis 3:4) o no merecedores de la salvación, de acuerdo con sus obras (Mateo 16:27; 25: 31-46; Juan 5:28, 29; Romanos 2:6-11; 2 Corintios 5:10; 1 Pedro 1:17; Apocalipsis 22:12). En este sentido, todos los apóstoles concuerdan. En ningún lugar del Nuevo Testamento encontramos la idea de que en el juicio final las obras de Cristo serán consideradas como un sustituto de las obras de los creyentes. Tampoco está destinado el juicio a determinar el monto de la recompensa, ya que en Romanos 2:6-11 y en Juan 5:29, se pone claramente de manifiesto que somos juzgados por las obras para salvación o condenación. Salvados por gracia, juz­gados de acuerdo a nuestras obras. Esa es una clara enseñanza de las Escrituras presente desde Génesis hasta Apocalipsis.
Eso ni siquiera constituye una paradoja, sino algo que podemos en­tender de acuerdo con las costumbres actuales. Los automóviles nuevos deben pasar una inspección antes de salir del distribuidor. Los que no pasan la inspección son llevados al taller de reparaciones. Quienes ins­peccionan los automóviles no los reparan, eso lo hace el mecánico. El automóvil es evaluado de acuerdo a su desempeño, pero es «redimido» por el mecánico. Del mismo modo, la ley es como un preceptor que nos evalúa y nos envía a Cristo. Es Cristo, y no la ley, quien nos salva. Salvados por gracia, juzgados de acuerdo a nuestras obras. Las obras únicamente sirven para probar si la fe es genuina.
Recordemos que ningún texto de las Escrituras sugiere que es im­posible guardar la ley. Pablo afirma que es el hombre carnal el que no puede guardar la ley, y luego pasa a hacer un contraste con el hombre espiritual (Romanos 8:6-9). Tanto Pablo como Juan aseveran que todos he­mos pecado (Romanos 3:23; 1 Juan 1:8, 10), pero eso no equivale a decir que las normas divinas no pueden ser observadas. Pablo, al igual que Santiago, dice que los cristianos que conocen la ley serán juzgados por la ley de los Diez Mandamientos (Romanos 2:12-16; Santiago 2:10-12).
Lamentablemente, quienes se distancian del antinomianismo a menudo caen en el abismo opuesto del perfeccionismo. El perfeccionismo que a menos que uno esté observando la ley a la enésima potencia, no la estará guardando. Ni el Sermón del Monte, ni Santiago 2:10 justifican en absoluto dicha conclusión. El mismo Dios que entregó mandatos prácticos a sus hijos, nos da el poder espiritual para guardarlos. Una vida santa no implica una perfección libre de pe­cado. Ese error, abrazado por ambas partes, lleva a asumir posiciones extremas: que la perfección absoluta y libre de pecado es esencial para la salvación, o por otro lado, aceptar que la única justicia que los seres humanos pueden disfrutar es la forense o aquella vinculada a la ley. Ninguna de las dos posiciones es la correcta. La justicia mencionada en la Biblia no es un punto final más allá del cual no existe progreso alguno, sino un asequible estado de amorosa obediencia a Dios que está al alcance de todos.
El Nuevo Testamento provee ejemplos de individuos que vivieron vidas sin tachas. Zacarías, por ejemplo, «era justo e irreprensible de­lante de Dios» (Lucas 1:6). Sin embargo, Zacarías fracasó al enfrentar la prueba más difícil de todas, que incluía un mandato fuera de las re­glas de juego (Lucas 1:18-20). Los seres humanos pueden alcanzar la perfección únicamente dentro de una esfera limitada y definida. No es una vida sin pecado, sino una vida santificada el privilegio al alcance de todo hijo de Dios.
Desde luego, nunca está de más repetir que las obras son solo una condición y no el fundamento o el requisito básico de la salvación. La única causa o motivo para nuestra salvación es la expiación vicaria o sacrificio sustitutivo para que la vida perfecta de Jesús pueda acreditár­senos como un don inmerecido. No existe vida justa alguna que pueda permitir el acceso al cielo. Todo pecador merece la muerte, sin importar la vida sin manchas que pueda haber vivido después de su conversión. Únicamente la gracia puede hacernos merecedores de la vida eterna.
La idea de que somos salvados por nuestras buenas obras es una he­rejía, así como la creencia de que nuestras obras no tienen nada que ver con nuestra salvación. Afirmar que las obras no tienen relación alguna con la salvación equivale a decir que la indicación de un termómetro no se relaciona con la temperatura. Es fundamental conservar el equilibrio neotestamentario entre la necesidad de las buenas obras y la plena su­ficiencia de la gracia.
No conozco un pasaje mejor para ilustrar dicha tensión que Hebreos 10. Este encierra probablemente la mayor seguridad y la más contun­dente inseguridad de toda la Biblia.
«En esa voluntad somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre [...]. Y así, con una sola ofren­da, hizo perfectos para siempre a los santificados [...]. También tene­mos un gran sacerdote sobre la casa de Dios [...]. Acerquémonos, pues, con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazo­nes de mala conciencia y lavados los cuerpos con agua pura» (Hebreos 10:10, 14, 21, 22). ¡Eso es lo que se llama seguridad! El problema del pe­cado ha sido resuelto. Hemos sido perfeccionados una vez y por todas.
Unos pocos versículos más adelante, el mismo autor afirma: «Si pe­camos voluntariamente después de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya no queda más sacrificio por los pecados» (Hebreos 10:26). «Seguid la paz con todos y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor» (Hebreos 12:14).
¿No siente usted una pequeña punzada en este momento producto de la ansiedad? Esa ansiedad es algo positivo. Si usted no entiende la razón, vuelva a leer los capítulos 7 y 8. Los psicólogos dicen que una motivación positiva da mejores resultados que una presión negativa. La promesa de una recompensa es mejor que la amenaza de una pérdida. Pero también afirman que aun mejor son las motivaciones positivas y negativas utilizadas a la vez. Es decir, la zanahoria y el aguijón funcio­nan mejor que la zanahoria a solas. Dios, quien formó nuestras mentes, sabía esto antes de que los psicólogos lo descubrieran hace solo unas décadas. Por esa razón presenta la promesa del cielo y la amenaza del infierno, porque cualquier motivación que nos estimule es conveniente.
Todo, sin embargo, se resume en la cruz. No vivimos una vida santa para obtener la salvación, sino que lo hacemos porque somos salvos. No obstante, alcanzar la santidad no es algo opcional. Quienes han muerto en la cruz, tienen el privilegio de vivir por la cruz, llevan­do la cruz por Jesús. Quienes predican osadamente la gracia justifica­dora de Dios, aparte de las obras de la ley, tienen un poderoso mensa­je que ofrecer al mundo. No es un evangelio impotente que comienza y concluye con supuestos de índole legal, sino uno que proporciona e] poder para limpiarnos «de toda contaminación de carne y espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios» (2 Corintios 7:1). Nuestro objetivo es canalizar la gracia de Dios haciéndola llegar al mundo, convirtiéndonos en las manos, los pies y la voz de Dios con el fin de llevar a los perdidos a Jesucristo.
La existencia de diferencias teológicas entre Pablo y los doce apóstoles, entre los helenistas y los judaizantes, no lo he inventado yo, este es un tema que ha sido discutido por generaciones de eruditos. Dios quiso reunir todos esos puntos de vista y colocarlos en una misma Biblia. Las Escrituras en su totalidad son la norma a seguir. Los ad­ventistas han rechazado la idea de otro canon dentro del canon bíbli­co. No existe una norma externa, superior y más elevada que el canon actual por la que podamos juzgar a un escritor inspirado y considerar­lo de mayor autoridad que otro. Parte del atractivo de la fe adventista consiste en que utiliza el amplio espectro de la verdad bíblica y no solo algunos temas secundarios.
Incluso el concepto de la revelación progresiva debe ser empleado cuidadosamente, ya que uno de los atributos de Dios es su invariabilidad. Los proponentes de «un canon dentro del canon» por lo general elevan los escritos de Pablo a un sitial privilegiado. Ahora, si el más reciente escritor del Nuevo Testamento es el más autorizado, enton­ces los escritos de Juan ostentarían la máxima autoridad, ¿no es así? El punto es que tendríamos problemas al afirmar que un autor del Nuevo Testamento tiene más autoridad que otro.
Si se nos hace difícil acoplar todas las enseñanzas apostólicas en un único sistema armonioso, quizá el problema sea el sistema utiliza­do y sus defectuosas premisas ocultas. Sin embargo, la doctrina de la salvación no difiere de muchos otros aspectos de la vida real. ¿Se pa­rece un elefante a una soga, a una columna o a una pared? Depende con qué parte del elefante entremos en contacto en determinado mo­mento. ¿Es la luz una onda o una partícula? La extraña respuesta de los físicos es sí, y créanme, la física moderna tiene cosas mucho más extrañas que esta.
Me gusta mucho la portada de un galardonado libro de Douglas Hofstadter: Godel, Escher, Bach: an Eternal Golden Braid. En ella, dos objetos tridimensionales suspendidos en el espacio proyectan tres som­bras en tres planos diferentes. Los planos donde se proyectan las som­bras se unen en ángulos de noventa grados como lo hacen las paredes y el piso en la esquina de una habitación. La primera figura proyecta la sombra de una G en una de las paredes y de una E en la otra, lo mismo sucede en forma inversa con la segunda. Por otro lado, ambas figuras proyectan la sombra de una B en el piso. Los objetos que proyectan di­chas sombras han sido elaborados en una forma compleja en un taller.
El evangelio es semejante a dicha ilustración. Pablo, Santiago y Juan contemplan la misma verdad desde diferentes ángulos. Sus puntos de vista son diferentes maneras de comprender el todo.
La verdad es como una sinfonía. Es un rico conjunto de luces y som­bras, puntos y contrapuntos, tesis y antítesis, donde diversos actores superan una discordia temporal para alcanzar una armonía perfecta. Debemos resistir la tentación de reducir la sinfonía de la Biblia a un solo acorde, ahogando los diversos motivos que le conceden a dicha sinfonía profundidad y textura, haciendo que solo se escuche el primer violín to­cando una y otra vez el mismo estribillo. Este reduccionismo constituye un serio problema en algunas variantes del protestantismo evangélico. Jamás nos rindamos ante esos ataques.
De hecho, los apóstoles se encuentran leyendo la misma partitura. Tocan la misma pieza bajo la dirección del Supremo Compositor. No existen diferentes evangelios en el Nuevo Testamento, sino uno solo. Sin embargo, este es profundo, amplio y con la suficiente riqueza como para revelar su misterio en una nueva forma a cada corazón ansioso.
El evangelio, ¿Cual? El evangelio, ¿Cual? Reviewed by FAR Ministerios on 5/29/2011 Rating: 5

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