Jesús y los ‘desechados’ sociales

Mackenzie vivía a poca distancia de la penitenciaría local. Las casas eran pobres, y no deseables. Los vecinos que te­nían empleo compraban trozos de rollos de plástico traspa­rente, para cubrir las ventanas durante los días fríos del in­vierno. El verano traía un calor casi insoportable. Techos con goteras; patios posteriores sin pasto y frentes llenos de basuras diversas; cercos rotos, que separaban casas vacías cerradas con tablones; vehículos herrumbrados sin cristales, apoyados en neumáticos pinchados, completaban el cuadro. Mien­tras que otros jubilados se contentaban con contribuir con las “misiones mundiales”, dos creyentes mayores aceptaron el llamado de Dios a trabajar este campo misionero de los alrededores de la penitenciaría. Estas damas iniciaron la primera Escuela Cristiana de Vacaciones para el vecindario. La asistencia fue abrumadora; de modo que siguieron con su ministerio de contar historias semanalmente.

Los niños que asistían no tenían conocimientos de la Biblia, ni un len­guaje culto ni un comportamiento como el que se esperaría en una igle­sia. Varios niños vivían cerca de la cárcel, precisamente porque sus padres estaban encarcelados allí. Muchos niños llegaban sin peinarse, sucios, con narices que chorreaban y estómagos hambrientos. Madres solteras indi­gentes estaban atraídas francamente, porque allí cuidaban de sus niños por una hora, y de vez en cuando les daban algo de comer. Las organizado­ras no se amilanaban; más bien, reclutaron a otra voluntaria jubilada para recorrer el vecindario, cargando un ómnibus tras otro (a veces, hasta 150 niños) para una aventura ocasional un domingo, en el centro juvenil de la iglesia. A los niños les gustaban los sándwiches, los jugos, las galletitas, y usar patines de ruedas.
Mackenzie comenzó a asistir a la hora de las historias y otras activida­des asociadas con sus hermanos menores, llevando pañales descartables apretados bajo sus pequeños brazos. Esta jovencita, adolescente, atendía a sus hermanos menores porque su madre trabajaba sin cesar, proporcionan­do lo necesario para sí misma y para el padrastro desempleado. No obs­tante, Mackenzie asistía cada semana, trayendo fielmente a sus hermanos. Los compañeros de Mackenzie la recuerdan siempre sonriente y alegre. Les gustaba recordar que tenía un poco de sobrepeso, y que usaba blusas an­ticuadas con cuellos altos. Inicialmente, una compañera le preguntó a su abuela (la organizadora de este ministerio para los niños) por qué Macken­zie vestía tan pobremente, pensando que la causa sería la ignorancia de la moda o la pobreza. Y descubrió la verdad: escondía algo.
Esos cuellos altos y blusas sueltas cubrían machucones y quemadu­ras que le propinaba el padrastro de Mackenzie. Un tiempo más tarde, un hermano menor llegó a la iglesia con una pierna enyesada. Oficialmente, decían: “Fue un accidente”. Variéis semanas más tarde, dejó de asistir. Los feligreses supieron que el padrastro de Rodrigo se había impacientado por sus quejas acerca de la comezón que sentía. Calentó un alambre y lo metió por debajo del yeso, quemándole la piel. Naturalmente, Mackenzie temía mucho a su padrastro. Habiendo llegado a la madurez sexual, cada noche cerraba con trancas su dormitorio, con el propósito de evitar el continuo acoso sexual. Las cosas empeoraron. Las autoridades fueron incompeten­tes, y rehusaron actuar. Desesperada, Mackenzie intentó suicidarse con una dosis exagerada de medicamentos prescritos. Finalmente, las autoridades escucharon, y la pusieron al cuidado de una familia cuando se recuperó.
La familia adoptiva de Mackenzie le proporcionó normalidad, y finan­ció su inscripción en una escuela secundaria cristiana, a la que también la hija de ellos asistía. Finalmente, su compromiso bautismal fue apoyado, en vez de ser socavado. Ella floreció en el nuevo ambiente, y rápidamente es­tableció nuevas amistades. Después de terminar la secundaria, asistió a un colegio superior y se graduó como enfermera. Veinticinco años más tarde, Mackenzie Williamson está felizmente casada, habiéndose mudado a otro Estado. Regularmente se ofrece como enfermera voluntaria en campamen­tos de verano, y envía a su hija a otra escuela secundaria cristiana, donde ella canta en el coro.
Esas abuelas jubiladas, que se sacrificaron sin descanso en favor de Mackenzie y de centenares de otros niños, fallecieron hace mucho. Su in­versión espiritual, sin embargo, continúa volviendo como dividendos, gene­ración tras generación. Siguiendo a otros jubilados, podrían haber invertido todo su tiempo decorando jardines, tomando vacaciones, comprando, etc. En cambio, abnegadamente abrazaron a niños sucios, abandonados y des­preciados, y llegaron a ser los agentes transformadores de Dios, a la sombra de la penitenciaría.
“Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de be­ber; fui forastero, y me recogisteis; estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí” (Mateo 25:35, 36). Estas palabras, bien conocidas, recorrieron como un eco los siglos siguientes, y validan el ministerio cristiano actual entre los necesitados. Las palabras de Cristo sugieren con fuerza que consecuencias eternas dependen de la respuesta de los creyentes a los que tienen carencias, los indeseables, los desechados. Esta respuesta, en esencia, ministra a Cristo mismo.
La sociedad moderna produce muchos parias. Hay descastados mora­les; estas personas, conscientemente, han abrazado prácticas de autodestrucción. Esas prácticas destruyen, también, la vida de otros. Quienes abusan de drogas, las prostitutas, los traficantes de cocaína y narcóticos, los pedófilos, los criminales de carrera, los pornógrafos, los alcohólicos y otras per­sonas de la misma mentalidad pueblan esta categoría. Lamentablemente, las familias de estos seres, y especialmente los niños, son evitados en forma similar por la sociedad culta, porque están asociados con estos degrada­dos morales. Un adulto, hijo de un conocido pornógrafo, dirigiéndose a una asamblea de una universidad cristiana, lamentó la vergüenza que experi­mentó durante su infancia, porque los compañeros de escuela lo evitaban ya que lo asociaban con las actividades inicuas de su padre.
También hay renegados sociales. De alguna manera, cada sociedad sepa­ra a los de adentro de los de afuera. En ocasiones, las sociedades actúan con designaciones oficiales de castas, mientras que otras crean distinciones no oficiales, aunque igualmente tangibles. La historia occidental demuestra la falacia del “crisol de razas”. Los inmigrantes de primera generación estaban separados de la población autóctona, hasta que después de generaciones de casamientos entrecruzados se suavizaron las distinciones y las animosi­dades. Una vez absorbidos en la nueva población nativa, los anteriores “de afuera”, habiendo llegado a ser “de adentro”, discriminaron a las nuevas po­blaciones inmigrantes. La situación financiera, a menudo, separaba a los de afuera de los de adentro. De este modo, la etnicidad y la pobreza crearon po­blaciones desechadas, cuyos miembros no eran causantes de su exclusión.
También, existen desechados conductuales. Expresiones más suaves de este fenómeno incluirían a los “solitarios”, a los “geeks” (gente fascinada por la tecnología y la informática), junto con otros cuya conducta en la infancia los ubica fuera de la participación en la corriente social principal. Común­mente, se apartan del atletismo universitario, de los grupos que alientan a los atletas, de la política universitaria y de otros movimientos sociales. Se carac­terizan por su impotencia social, por no tener redes sociales seguras (“sin pertenencia”); y tales personas con frecuencia se apartan de la sociedad en general, a veces formando redes sociales alternativas, con una orientación negativa. Ejemplos extremos podrían incluir a los “Godos”, adolescentes tipi­ficados cuya apariencia extraña incluye delineadores negros aplicados con exceso y uñas pintadas de negro, ropa victoriana negra, tatuajes y cabellos renegridos, peinados en forma poco usual. Otros desechados conductuales incluyen a los pacientes que sufren de diversas enfermedades mentales. A veces, estas son causadas genéticamente, pero un número creciente reco­noce causas ambientales. Los desórdenes por estrés postraumático reflejan la violencia creciente que se experimenta en toda la sociedad moderna, especialmente, en los campos de batalla. Términos como bipolar, maniaco-depresivo y esquizofrénico han llegado a ser comunes. Frecuentemente, la enfermedad mental está acompañada por una historia de falta de hogar, el hambre y el mal olor, que impulsan a los que sufren estas dolencias a alejar­se de los estilos de vida principales y de la socialización ordinaria.
Cristo murió para salvar a estos desechados morales, sociales y de con­ducta. La comisión que dejó Jesús incluye otorgar poder a los discípulos para diseminar el mensaje transformador de Dios entre la gente marginada de la sociedad. Jesús los ama. También debemos hacerlo nosotros.
“[Jesús] llegó a un pueblo samaritano llamado Sicar, cerca del terreno que Jacob le había dado a su hijo José. Allí estaba el pozo de Jacob. Jesús, fatigado del camino, se sentó junto al pozo. Era cerca del mediodía. Sus dis­cípulos habían ido al pueblo a comprar comida. En eso llegó a sacar agua una mujer de Samaria, y Jesús le dijo:
“–Dame un poco de agua.
“Pero, como los judíos no tenían nada en común con los samaritanos, la mujer le respondió:
“–¿Cómo se te ocurre pedirme agua, si tú eres judío y yo soy samaritana?”
“–Si supieras lo que Dios puede dar, y conocieras al que te está pidiendo agua –contestó Jesús– tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua que da vida.
“–Señor, ni siquiera tienes con qué sacar agua, y el pozo es muy hondo; ¿de dónde, pues, vas a sacar esa agua que da vida? ¿Acaso eres tú superior a nuestro padre Jacob, que nos dejó este pozo, del cual bebieron él, sus hijos y su ganado?
“–Todo el que beba de esta agua volverá a tener sed –respondió Jesús–, pero el que beba del agua que yo le daré, no volverá a tener sed jamás, sino que dentro de él esa agua se convertirá en un manantial del que brotará vida eterna.
“–Señor, dame de esa agua, para que no vuelva a tener sed ni siga vinien­do aquí a sacarla.
“–Ve a llamar a tu esposo, y vuelve acá –le dijo Jesús.
“–No tengo esposo –respondió la mujer.
“–Bien has dicho que no tienes esposo. Es cierto que has tenido cinco, y el que ahora tienes no es tu esposo. En esto has dicho la verdad (Juan 4:5-18, NVI).
Esta mujer samaritana se acercó al pozo de Jacob durante el calor del mediodía, aunque la mayoría de las mujeres obtenían el agua durante las horas más frescas de la mañana. Esto sugiere claramente que evitaba el contacto con las demás personas del pueblo. Tal vez, era lo suficientemente atractiva como para excitar el celo entre sus potenciales rivales; ella sabía que sus fracasos morales daban suficientes municiones a los murmurado­res y los chismosos por igual. ¿A qué esposo podría ella seducir, después? Casamientos múltiples, numerosas aventuras, complementados con ima­ginaciones fértiles y especulaciones sensacionalistas, crearían materia de conversación casi sin límites.
La protección de la familia, las apariciones en la comunidad, parecían justificar los castigos que la gente del pueblo propinaba a esta mujer. Pero Uno absolutamente justo, conocedor por completo de las transgresiones de ella, pasa por alto las barreras étnicas, sociales y de género y entabla con ella una conversación. Aunque sorprendida, tal vez cuestionando sus moti­vos, ella respondió. La secuencia de Cristo proporciona el modelo que cada discipulador debe comprender.
Primero, usando la metáfora del agua viviente, le proveyó una motiva­ción espiritual. Dormidas dentro de cada alma desviada, el Espíritu de Dios ha implantado aspiraciones hacia la integridad, la aventura espiritual y el compromiso eterno. Hasta que esas aspiraciones despierten, la rectitud mo­ral es imposible. Dar sermones, criticar, señalar con el dedo y tácticas simila­res realmente endurecen a la gente, cementándolos dentro de sus fracasos morales. En otra parte, Cristo advirtió que expulsar fuerzas demoníacas sin reemplazar ese vacío de inmediato con la justicia, produciría finalmente fracasos aumentados. La metodología de Jesús pone “al caballo delante del carro”. El Espíritu divino, que mora en el interior, necesariamente precede a los cambios en el estilo de vida. Corregir una vida inmoral sin antes intro­ducir una transformación espiritual produce cambios de corto plazo, o un legalismo de largo plazo. La vergüenza, la culpa y el temor producen motiva­ciones de corto plazo; sin embargo, el desarrollo de conductas autodestructivas demuestra la impotencia de estas fuerzas para facilitar una conversión a largo plazo. Antes de confrontar a esta samaritana con respecto a su estilo de vida inmoral, Cristo la invita a explorar y experimentar la vida espiritual.
Segundo, Cristo espera cambios de estilo de vida. El cristianismo au­téntico demanda justicia. La gracia barata, que se excusa a sí misma, no encuentra fundamento dentro de las enseñanzas de Jesús. El cristianismo genuino no tiene “puertas giratorias’’, que llevan constantemente a los cre­yentes a estar entre una vida mundana rebelde y una confesión contrita.
Tercero, la conversión siempre culmina con el reconocimiento del Na­zareno humilde como el Mesías eterno. La impotencia de la humanidad es rescatada por el Libertador eterno. Lo que los hombres debilitados son inca­paces de lograr por sí mismos, Cristo lo logró mediante la liberación divina. Cristo, primero, despierta las aspiraciones espirituales; luego, compara nues­tra condición espiritual actual con aquellas aspiraciones; entonces, él mis­mo se dispone como la reconciliación única que vence la desesperación y establece su justicia. El acercarnos a los desechados morales desviándonos de la secuencia de Cristo únicamente anticipa un inevitable fracaso.
O considera esta historia moderna. Marisa se estaba acercando a los 16 años de edad. Aunque era joven, las experiencias de la vida habían es­culpido una sombra en su rostro. Escuchando un programa radial cristiano, alcanzó a vislumbrar resplandores de esperanza. Posteriormente escribió su historia personal, y la compartió con ese espacio radial.
Cuando tenía 12 años de edad, el amigo de su madre, ebrio y abusa­dor, la había expulsado de la casa porque ella había rechazado sus acosos sexuales. Con su belleza excepcional y su figura de una joven más madura, parecía más cerca de los 18 años que de los 13. Naturalmente, hombres mayores la consideraron atractiva y ofrecieron ayudar a esta adolescente sin hogar, incluso brindándole alojamiento.
Un embarazo, un parto y la maternidad se sucedieron rápidamente. Ella pronto descubrió que a su “benefactor” le molestaba el llanto del bebé; al acercarse a los 14 años, otra vez fue expulsada. Otro hombre siguió, y otra vez tuvo un embarazo...
Las agencias del servicio social estaban preocupadas acerca de la in­capacidad de esta joven madre de atender el bienestar y la crianza de su infante, especialmente, ante su segundo embarazo. Una asistente social ex­perimentada fue enviada para recoger al niño. Ese pequeño representaba el único afecto auténtico que Marisa hubiera experimentado alguna vez. Todos los demás la deseaban, pero este niño realmente la amaba. ¿Debía ser privada también de este amor singular? La desesperación abrumó a Marisa. La determinación de defenderse desplazó el pensamiento racional. Cuan­do la asistente social llegó, Marisa la asesinó.
Durante el encarcelamiento de Marisa, mientras compartía su trágica narración con el programa de radio, ella exclamó: “¡Nadie me ama! Necesito que alguien me ame. Necesito un padre, una madre y un esposo. ¿Puede al­guien ayudarme, por favor?” Mientras Marisa esperaba la sentencia, el progra­ma radial envió un representante, que le dijo que Dios la amaba, sin importar cuáles fueran las circunstancias. Esa adolescente solitaria, que enfrentaba una posible prisión perpetua, reconoció la provisión divina de salvación, aceptó el amor ilimitado del Calvario y llegó a ser una creyente bautizada.
Quince años más tarde, un promotor universitario estaba respondiendo preguntas acerca de su institución a una familia ligada a una iglesia local. Habiendo visitado a Marisa en la cárcel, notó que la iglesia era la misma que Marisa conocía por su ministerio a los presos. Él les preguntó acerca de ella, y supo que la familia conocía la historia. En realidad, sus hijos adoles­centes asistían activamente a esa iglesia. El pueblo de Dios había abrazado a una adolescente no amada y desechada con una amistad compasiva, que no la juzgaba, y arrancó a su familia de las garras de Satanás.
Aquí tenemos otra historia. Franco había estado encarcelado la mitad de su vida, cuando fue liberado. Este asesino comenzó a asistir a unas reu­niones evangelizadoras en una pequeña iglesia rural. Durante las reuniones, entregó su vida a Cristo, y luego se bautizó y se unió a la iglesia. Los feligre­ses, mayormente las damas, eran necesariamente cautelosos con este extra­ño hombre, que se estaba volviendo calvo y con una mirada penetrante. Las decisiones de Franco, a menudo, causaban consternación. Por razones fi­nancieras, se estableció en un “departamento” de un bar local, como sereno nocturno. Sus conocidos diferían, en forma significativa, de la gente usual de la iglesia. Algunos modismos traicionaban sus años de cárcel.
Sin embargo, la congregación lo amaba, lo aceptaba y lo apoyaba. Viendo más allá del áspero aspecto exterior de Franco, como Cristo había hecho con el endemoniado de Gadara, y con las prostitutas y otros desechados de la sociedad, la iglesia rural estimuló su transformación espiritual. Violacio­nes de la libertad bajo fianza –aunque no cometió actividades criminales adicionales– resultaron en que Franco volviera a la cárcel. Durante este pe­ríodo, siguió escribiéndose con el pastor. La profundidad de su conversión se reveló por medio de esas comunicaciones.
El anciano padre de Franco vivía con la hermana de este en una casa aislada. Cuatro jóvenes malvivientes invadieron la casa, y mataron al inde­fenso padre de Franco durante el robo. Escaparon con veinte dólares. Cuan­do el pastor de Franco leyó la carta, su emoción afloró. Él había gozado de una relación profunda con su propio padre. Sabiendo que Franco había experimentado una relación similar con el suyo, y reconociendo la violen­cia sin sentido contra esta persona indefensa, esperaba leer expresiones de odio y de venganza.
¿Amenazaría vengarse por este horrible crimen aquel que fuera una vez un asesino? ¿No desearía él obtener justicia muy severa? En cambio, Franco solicitó que oraran por estos jóvenes asesinos, para que pudieran encontrar arrepentimiento, perdón y vida eterna. El siempre amante Salvador lo había abrazado a él, y la feligresía de una iglesia aparentemente insignificante lo había aceptado. Ahora, su supremo deseo era alcanzar a estos criminales rechazados que le habían producido un daño tan enorme. Aunque preso, Franco gozaba de una libertad espiritual que pocas personéis experimentan. Otro desechado había sido libertado mediante la compasión divina, trans­mitida por creyentes amantes.
“Vi volar por en medio del cielo a otro ángel, que tenía el evangelio eter­no para predicarlo a los moradores de la tierra, a toda nación, tribu, lengua y pueblo” (Apocalipsis 14:6).
“Porque mi Casa será llamada Casa de oración, por todos los pueblos. Así dice Jehová el Señor, el que recoge los dispersos de Israel. Juntaré a él otros todavía, además de los suyos que están recogidos” (Isaías 56:7, 8, VM).
“Hermanos míos, que vuestra fe en nuestro glorioso Señor Jesucristo sea sin acepción de personas” (Santiago 2:1).
“Y he aquí una mujer cananea que había salido de aquella región cla­maba, diciéndole: ¡Señor, Hijo de David, ten misericordia de mí! Mi hija es gravemente atormentada por un demonio. [...] Él respondiendo dijo: No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Entonces ella vino y se postró ante él, diciendo: ¡Señor, socórreme! Respondiendo él, dijo: No está bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perrillos. Y ella dijo: Sí, Señor; pero aun los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos. Entonces respondiendo Jesús, dijo: Oh mujer, grande es tu fe; hágase contigo como quieres” (Mateo 15:22-28).
El racismo es un pecado terrible. Los desechados morales han prede­terminado su condición por sus elecciones. Los desechados conductuales podrían, posiblemente, alterar su percepción por parte de la sociedad cambiando. Los desechados sociales, sin embargo, son estereotipos, más allá de su carácter, y se los encasilla de acuerdo con preconceptos. Algu­nas veces, las costumbres nacionales formalizan esta situación; por ejem­plo, el sistema de castas o el apartheid, pero, con frecuencia, esta actitud perjudicial se expresa informalmente. Lamentablemente, los prejuicios prevalecientes en la cultura son aceptados y, en ocasiones, impulsados por la iglesia. Esta realidad lamentable debe, sin duda, ser revertida. Una confrontación valiente, en lugar de una aceptación silenciosa, caracteri­zará a los genuinamente convertidos. Los principios bíblicos presentan un mensaje unificado que trasciende totalmente las barreras fabricadas por el hombre.
Cuando los discípulos de Jesús lo animaron a despedir a la mujer siro- fenicia (cananea), Cristo rehusó complacerlos. Citando un bien conocido aforismo acerca de los perritos, los niños y su alimento, el Mesías puso a prueba su fe. En lugar de sentirse rechazada, reestructuró el aforismo, reco­nociendo la invitación de Cristo a tener fe: las “migajas” de Dios eran más que suficientes para restaurar a su hija. Ese episodio recordó a los discípu­los que las abundancias del Cielo están a disposición de cada persona que expresa fe, sin importar su origen étnico o racial.
“Así que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios, edificados sobre el fundamen­to de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucris­to mismo” (Efesios 2:19, 20).
Los titulares de los diarios destacan los incidentes de la matanza de muchas personas con andanadas de tiros en los Estados Unidos. Lamenta­blemente, el uso de armas obtiene la atención y produce debates; aunque el sufrimiento humano que originaron esos ataques aparece minimizado. ¿Qué causa esa vacuidad, aislamiento y depresión, que hace que la vio­lencia capte tanta atención? ¿Qué deberían hacer los creyentes, individual­mente y como grupo, para crear sociedades donde todos sientan su perte­nencia, propósito, atención y aprecio?
Crear tales oportunidades prevendría el desarrollo de desechados so­ciales, y ofrecería reconciliación a quienes ya se consideran “de afuera”. Proporcionar aprecio y reconocimiento para todos presupone una amplia percepción de diversos talentos y habilidades. ¿Por qué un deportista pue­de ser adorado porque puede lanzar pelotas de unos treinta centímetros de diámetro hasta dentro de un aro de hierro, mientras que los pintores y los artistas son pasados por alto? ¿Por qué las presentaciones musicales se aplauden, mientras que el servicio cristiano de otros jóvenes pasa sin reconocimiento? ¿Por qué la sociedad recompensa la belleza física, mien­tras que ignora un carácter abnegado? Ministrar a los desechados sociales significa poner las prioridades en orden.
En segundo lugar, tal ministerio involucra tomar riesgos. ¿Pensaría Cristo: “Ellos son totalmente extravagantes; su vestimenta absurda no debería estar en la iglesia; su lenguaje es sucio, rústico y completamente inaceptable. Evi­dentemente, no han usado desodorantes en varios meses. Ubiquemos, en cambio, algún ciudadano recto para evangelizarlo”? Difícilmente.

Tampoco deberían pensar así los creyentes. Nuestra conducta es tam­bién como trapos de inmundicia, separados de Cristo. Aunque estén maltre­chos y no sean apreciados, por haber arruinado sus vidas con elecciones indeseables, Cristo todavía los ama. Su muerte expiatoria reconcilia su re­belión, provee expiación por su pecaminosidad. Arriesgarse por estar com­prometidos con los desechados pocas veces produce satisfacción inmedia­ta. No obstante, con el tiempo, los discipuladores han encontrado que sus esfuerzos son ricamente recompensados. Millones de Mackenzies, Marisas y Francos esperan nuestro testimonio. ¿Por qué los dejaríamos esperando?
Jesús y los ‘desechados’ sociales Jesús y los ‘desechados’ sociales Reviewed by FAR Ministerios on 2/13/2014 Rating: 5

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