El brillo en la mirada divina

Una vez vi en una oficina una imagen de Abraham Lincoln que había sido creada por computadora. La imagen estaba compuesta de miles de fotos pequeñísimas. Quizá usted ha visto esta clase de arte. Cada línea y sombra en la cara de Lincoln estaba formada por decenas de fotos tomadas durante la guerra civil norte­americana. Me llamó la atención un detalle en particular. Al observar detenidamente el ojo izquierdo de Lincoln, pude ver en él la cabeza de un hombre.
Esta foto de Lincoln me hizo pensar en algo. Supongamos que pudiéramos ver un retrato de Dios. ¿Qué veríamos en sus ojos? Se­guramente veríamos un brillo en los ojos del Señor. ¡Pero al mirar más de cerca nos daríamos cuenta de que ese brillo en los ojos de Dios somos nosotros mismos! El rey David así lo entendía. En el Salmo 17: 8 él oró diciendo: «Guárdame como a la niña de tus ojos».
Somos tan preciados y delicados a la vista de Dios como la niña de sus ojos.
Tal vez usted no lo considere así. ¡No soy la niña de los ojos de Dios! Más bien soy la paja que está en ellos, podría decir. Bien, si eso fuera así, igual usted forma parte del cuadro. Cada uno de nosotros tiene una parte que desempeñar en el plan de Dios. No podemos entender el plan, pero nos satisface desempeñar nuestro papel. Cuando entregamos nuestras vidas a Dios, él nos conecta a su gran designio. Descubrimos nuestro lugar en el mundo. Nos convertimos en parte del cuadro. Somos como un pequeño bonsái en su jardín.
Quizá le sea difícil creer que usted se halla representado en ese bri­llo en los ojos de Dios. A lo mejor se siente como un pedazo de carbón, o tal vez como una semilla o un grano de maní que se convierte en mantequilla cuando la vida le pasa por encima. Nada de brillo, sino solo una pasta pegajosa.
Ahora, ¿sabía usted que los científicos pueden hacer un diaman­te utilizando mantequilla de maní? Hace varios años el Discovery Channel presentó un programa sobre este tema. Todo lo que se necesita es el equipo apropiado. Los científicos colocan la pasta de maní en un pequeño recipiente. Luego la someten a una gran presión y calor. Al final obtienen una masa oscura, y en el centro habrá un diamante. No tendrá la calidad de una gema real, pero será un diamante. La man­tequilla de maní es un ejemplo de cómo una sustancia con una gran cantidad de carbono puede convertirse en un diamante si se la somete al calor y la presión adecuada.
De hecho, se pueden fabricar diamantes utilizando tequila, algo que es quizá un uso más adecuado para dicha bebida. Hay incluso una em­presa puede convertir las cenizas de un ser amado en un diamante. Es un procedimiento bastante costoso, pero si usted les entrega las ceni­zas, ellos le devolverán un diamante.
Si los seres humanos pueden hacer algo así, ¡qué no podrá hacer Dios! Él probablemente está utilizando cenizas para hacer diamantes. Lo hizo a favor de los once discípulos poco después que experimenta­ran las mayores tristezas de sus vidas.
Pocas personas han sufrido una mayor angustia que los once dis­cípulos aquel sábado que hace diecinueve siglos fue el más oscuro de sus vidas. Sus esperanzas yacían en la tumba con Jesús, aquel que creían el divino Mesías. Habían visto horrorizados cómo clavaban sus delicadas manos en la cruz. Ahora él ya no se encontraba entre ellos, y estaban destruidos. Los magníficos sueños que abrigaban se habían convertido en cenizas.
Pero Dios iba a convertir esas cenizas en diamantes.                                        
Durante su vida fue muy poco apreciado, incluso por su familia. Tampoco poseía una buena educación, así que le tocó trabajar como un obrero común. Un día decidió cambiar de oficio, dejó su trabajo y adqui­rió cierta fama como predicador itinerante. Sus hermanos no tenían un concepto muy elevado de él. Pensaron que estaba desequilibrado emo­cionalmente, y en algún momento intentaron confinarlo como a un des­quiciado (Marcos 3:21, 31). Sus ideas peculiares incomodaban a las autori­dades. En cierto momento dijo algunas cosas que hicieron que la gente se volviera en su contra (Juan 6:66). Lo arrestaron, juzgaron y condenaron bajo cargos de traición (Marcos 15:2, 26). Finalmente, fue ejecutado como un criminal común, utilizando el método más cruel de todos.
Su vida y su muerte cambiaron el curso de la historia. Se han escrito más libros y más canciones de Jesús que de ningún otro personaje que jamás haya vivido. Esto lo convierte en el personaje más influyente de todos los tiempos. Hoy él constituye la esperanza de la raza humana, el máximo exponente del amor. Todo porque hizo algo que nadie había hecho antes: se levantó de la tumba.
Ese Jesús resucitado ha plantado un huerto, y pasa bastante tiempo en él. Él se precia de los hermosos especímenes que mantiene. Uno de ellos eres tú: su bonsái.
Los bonsái no son pinos rojos gigantescos, ni tampoco pinos blancos. No tienen un tronco derecho, sino que sus troncos tienden a crecer torci­dos. De hecho, una regla entre los aficionados a los bonsái parece ser: «Si no está doblado, tuércelo». Eso es lo que les confiere belleza y distinción.
Si la vida nos ha dejado torcidos y maltrechos, lo más seguro es que no nos sentimos precisamente como una obra de arte. Es difícil creer que estamos entre los escogidos cuando la vida parece habernos dejado de lado. ¿Nos hemos sentido usted alguna vez como si estuviéramos en medio de un lago, desprovistos de remos, viendo que se acerca una tor­menta y que nuestra canoa tiene un agujero? ¿Nos sentimos en relación a la fe como Charlie Brown lo hace respecto a los deportes? ¿Pensamos que en el partido de la vida alguien siempre nos escamotea el balón cuando estamos listos para meter un gol?
Tengamos paciencia, que Dios aún no ha concluido su obra, Nosotros somos su proyecto especial. Él apenas ha comenzado v un bonsái requiere de tiempo. Permitamos que Dios corte y doble. Oremos, practiquemos, estudiemos y permitamos que Dios efectúe la transformación. Pero no nos defraudemos nosotros mismos al descuidar el tiempo que pasamos con Dios.
Zig Ziglar cuenta la historia de tres ladrones. El nombre del primero era Emanuel Nenger. El año es 1887. La escena transcurre en una tienda de un pequeño vecindario. Un caballero de edad mediana que está en ella comprando algunas verduras, le entrega a la dependienta un billete de 20 dólares. Cuando ella se dispone a darle el cambio, nota algo extraño. Se da cuenta que la tinta del billete se le ha que­dado en los dedos húmedos luego de envolver las verduras. Ella mira al señor Nenger, a quien ha conocido durante años. Luego mira de nuevo al billete de 20 dólares. Está asombrada y se pregunta si aquel caballero le ha entregado un billete falso. Rechaza la idea en su men­te, porque ha conocido a Emanuel Nenger durante mucho tiempo. Es un viejo amigo en quien puede confiar, así que le entrega el cambio y el caballero se marcha.
Pero 20 dólares era una considerable suma de dinero para aquella fecha, así que ella decide ponerse en contacto con las autoridades. Los agentes de policía obtienen una orden de cateo y proceden a revisar la casa de Emanuel Nenger. En el ático, encuentran el equipo necesario para reproducir los billetes de 20 dólares. Pero se sorprenden al ver que el equipo es rudimentario: un atril, pinceles y pinturas. Emanuel Nenger se dedicaba a pintar laboriosamente, pincelada tras pincela­da, cada billete de 20 dólares. De hecho, era un consumado artista. Mientras revisaban la casa, encontraron tres cuadros que Nenger ha­bía pintado. Aquellos cuadros fueron vendidos después en una su­basta pública por algo más de 16.000 dólares, ¡un promedio de 5.000 dólares por cuadro! La ironía del relato es esta: A Emanuel le tomaba más o menos el mismo tiempo pintar un billete de 20 dólares que un cuadro de 5.000. Emanuel Nenger era un ladrón que se robaba a sí mismo. Siempre que intentamos tomar un atajo, cuando introducimos basura en nuestras mentes, cuando hacemos algo que no nos gustaría ver publicado en la primera página de un periódico, estamos defrau­dándonos.
El segundo ladrón se hizo muy famoso en la década de 1920. Arthur Berry era un ladrón de joyas muy diestro. Era también alguien dema­siado presumido. Arthur Berry no le robaba a la gente común. De he­cho, las damas de Boston anunciaban con orgullo que Arthur Berry ha­bía condescendido a robarles sus diamantes.
Pero la policía no tenía a Berry en la misma estima. El era per­seguido continuamente con denuedo. Una noche lo encontraron ro­bando en una casa y le dieron tres balazos. Berry cayó por una venta­na, pero escapó.
Finalmente, una mujer celosa lo denunció y Berry estuvo en la cárcel durante 18 años. Cuando salió de la prisión se fue a vivir a un pequeño pueblo de Nueva Inglaterra.
Un día se supo dónde vivía y numerosos reporteros acudieron a entrevistarlo. Le hicieron las preguntas acostumbradas. Sin embargo, un joven periodista le hizo una perspicaz pregunta: «¿A quién le robó usted más?».
Arthur Berry contestó diciendo que aquella pregunta era la más fácil de todas. «El hombre a quien más le robé fue a Arthur Berry. Yo pude haber sido un magnate de Wall Street. Pude haber sido un exitoso em­presario si hubiera utilizado los talentos que Dios me concedió de una manera legal. Pude haber tenido éxito en los negocios, pero pasé más de la mitad de mi vida en la cárcel».
El tercer ladrón es usted mismo. Si no está dedicando tiempo a la comunión con Dios, si no está utilizando los talentos que Dios le ha confiado, si no está transitando la senda del servicio, usted se está ro­bando a sí mismo.
¿Por qué no se entrega a Dios? Permita que él haga de su vida al­go especial. Revístase de Cristo cada mañana y pídale que le indique qué puede hacer a favor de él. No desperdicie esas oportunidades. Las oportunidades desperdiciadas representan los mayores remordimien­tos de la vida.
Otto Schindler era un rico empresario que tuvo la oportunidad de salvar las vidas de miles de judíos que trabajaron para él durante la Segunda Guerra Mundial. Esto le costó una fortuna. La historia se relata en la película La lista de Schindler. El punto culminante de la película surge poco antes del final. Schindler tuvo que esconderse porque los norteamericanos estaban apresando a todos los nazis, y técnicamente él aún lo era. Después que se despide de los judíos a quienes ha salvado, justo antes de marcharse, se quita un anillo que sus empleados judíos le habían regalado como símbolo de su gratitud. Ellos habían obtenido el oro de la prótesis dental de uno de los trabajadores y lo habían fundido para hacer un anillo que tenía grabada una frase del Talmud: «Quien salva una vida, salva al mundo». Cuando se lo entregaron a Schindler, él se sintió halagado, pero al mismo tiempo avergonzado. Ahora, al sacarlo de su bolsillo, dice: «Es de oro. ¡Pude haberlo vendido para salvar una vida más!» Lo único que lamentaba era haberlo guardado para sí. ¡Si él tan solo hubiera sabido, cuando pensaba que era rico, lo que sabía ahora!
Tal vez usted piensa que el coro de la iglesia no es realmente lo suyo. Quizá usted es como aquel personaje que se especializó en idiomas pero que se fue a trabajar a una industria metalúrgica y terminó convirtiéndo­se en un artista renombrado. Él hizo simplemente lo que más le gustaba y decidió dedicarse a eso. No permita que hagan de usted un pino ele­vado y derecho si ha sido llamado a ser un hermoso y retorcido bonsái.
Si usted no se esfuerza, no crecerá. No se conforme con ser arena si puede ser una piedra. Tampoco se conforme con ser una piedra si usted puede ser cuarzo. No sea cuarzo si puede ser un diamante. Sea lo mejor que pueda para Jesús.
Dicen que un diamante dura para siempre, pero eso no es verdad. Ni siquiera el sol dura para siempre. Nosotros, sin embargo, sí lo haremos. Uno de mis textos favoritos se encuentra en Daniel 12:3. «Los entendidos resplandecerán como el resplandor del firmamen­to; y los que enseñan la justicia a la multitud, como las estrellas, a perpetua eternidad». Eso significa que Dios ha reservado un mara­villoso futuro para sus hijos. Mucho después de que el sol se haya extinguido y solo queden sus cenizas, permaneceremos al lado de nuestro Dios.
Un último ejercicio. Imagínese que el gran Capitán del cielo se acer­ca y le dice: «Te he estado observando y deseo que pertenezcas a mi equipo. Voy a hacer de ti un campeón o una campeona. De aquí a cua­tro años iremos a las Olimpiadas, y me propongo que obtengas la me­dalla de oro en las barras paralelas».
Usted le responde: «Señor, estás soñando. A veces ni puedo mante­ner el equilibrio mientras camino. Soy el Charlie Brown de la gimnasia. No hay forma que yo alcance ese nivel».
El entrenador le contesta: «Tienes razón, todavía no eres tan bueno. Al menos no por tus propias fuerzas. Pero yo puedo identificar a un ga­nador a la distancia. Te repito: tienes la madera necesaria para triunfar. Lo único que debes hacer es confiar en mí y hacer lo que yo te diga. No será fácil. Cuando tus amigos estén de fiesta, tu estarás en el gimnasio sudando. Te caerás cientos de veces y te dolerá todo el cuerpo. Te sobre­pondrás al dolor y continuarás luchando. Un día glorioso te elevarás so­bre las barras como una ligera pluma y harás que lo imposible parezca algo fácil. Al concluir, serás un campeón para siempre, llegando al po­dio de honor para recibir la medalla de oro. Te alegrarás y bendecirás el día que me conociste. No naciste para permanecer frente a un televisor. Quiero que estés en mi equipo. Ven y sígueme».
El brillo en la mirada divina El brillo en la mirada divina Reviewed by FAR Ministerios on 6/29/2011 Rating: 5

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