La Expiación: Ofrenda de purificación
Los sacrificios
«descomplicados»
A
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principios de 2013, en México, tuve el privilegio de visitar la
Universidad Linda Vista, una institución
educativa cuyo nombre hace gala de la belleza natural y de las
instalaciones que embellecen su campus. Una tarde, tras haber concluido mi
encuentro con los estudiantes, uno de los profesores me invitó a cenar en
compañía de varios jóvenes que cursaban las carreras de Lengua y Literatura
Española y de Teología. Mientras cenábamos salió a relucir una pregunta
clásica en los ámbitos universitarios adventistas: ¿Se casarán con un teólogo?
Al oír
la pregunta una de las muchachas puso cara de haber mordido un chile picante y
se limitó a responder con una sola palabra: «Nunca». Otra chica, que momentos
antes había contado su frustrante experiencia de noviazgo con un estudiante de
Teología, finalmente, concluyó: «Los teólogos hacen cosas que no deben. Se les
olvida que se están preparando para servir a Dios y, por lo tanto, no han de
darse el lujo de hacer cosas que sí pueden realizar estudiantes de otras
carreras». A esas alturas del diálogo, le pregunté: «¿Crees que el listón debe
ser más alto para los teólogos?». Sin pestañear lanzó su respuesta con la
velocidad de una bala: «Claro que sí».
Cuando
regresé a la habitación dediqué algunos minutos a reflexionar sobre la
conversación. ¿Sabe usted por qué muchas de nuestras relaciones terminan
frustrándonos? Porque esperamos demasiado de los demás. Como nuestras
expectativas han sido colocadas más allá de las posibilidades reales de la
gente, cuando alguien nos falla lo juzgamos con rigor y enojo implacable
porque, sencillamente, se quedó corto y no alcanzó a superar el nivel de
exigencia que le habíamos asignado. En ese sentido, quizás el problema no sea
que «el infierno son los demás», como dijo lean Paul Sartre, sino que nosotros, como hizo la joven con
los teólogos, le hemos colocado un listón a una altura que excede su humanidad
caída propensa de forma natural a dar traspiés.
Elena
G. de White nos recuerda: «Por grandes que sean los daños
y los pecados de los que se encuentran en el error, nuestros hermanos deben
aprender a manifestar no solo la ternura del gran Pastor, sino también su
preocupación y amor inextinguibles por las pobres ovejas errantes» (Testimonios para la iglesia, tomo
2, p. 18). ¿Acaso podemos aprender a lidiar con el pecado y los pecadores
mediante nuestro estudio del santuario? ¿Qué nos dice Dios sobre sus
expectativas con nosotros? Abordaremos estas preguntas en los próximos dos
capítulos de este libro.
Un pueblo santo, un
pueblo pecador
Después
de reflexionar sobre mi conversación con los estudiantes, volví a leer los
primeros siete capítulos de Levítico con el objetivo de ir preparando parte de
lo que sería el contenido de libro. Al leerlos me deleité una vez más al
comprobar hasta qué punto Dios es distinto de nosotros. ¡Y qué bueno que sea
así!
Repasemos
un poco los antecedentes de Levítico 1-7. El libro de Éxodo concluyó diciendo
que «la gloria del Señor llenó el templo» (Éxodo 40: 34, BP). Por fin, la promesa
de Éxodo 25:8 se había convertido en una indiscutible realidad. Cuando la
presencia de Dios llena un lugar lo convierte en un espacio santo, separado de
lo común (Éxodo 3 5; Salmo 24:3). Por lo tanto, quienes pretendan habitar junto
al «Lugar Santo» de Dios, lo menos que pueden hacer es experimentar en sus
vidas la santidad que emana de la presencia del Santo de Israel. Por eso el
Señor demandó que Israel fuera un pueblo santo como él es santo (Levítico
20:6). ¿Era esa santidad una cualidad ética humana? En absoluto.
Los
israelitas no eran santos porque su vida fuera impoluta. Israel fue considerado
como un pueblo santo porque era un «pueblo cercano» al Señor (Salmo 148:14,
NVI). Su santidad era resultado directo de su proximidad con Dios. Es decir, Dios
no habitó en medio de su pueblo porque los israelitas fueran santos, sino que
el pueblo era santo porque Dios habitaba entre ellos. Aunque el Señor declaró y
consideró a Israel como una nación santa, siempre se aseguró de recordarle que
no había sido elegido por su justicia o rectitud, sino porque él lo amaba (Deuteronomio
7:6; 9:5; 7:8).
Ahora
bien, aunque el Señor anhelaba que sus hijos obedecieran sus mandamientos en
todo momento, sabía que no era conveniente que el listón que tenían que
alcanzar superara sus posibilidades reales. Dios nunca olvidó que tendría que
lidiar con gente cuya vida era como un péndulo que oscilaba entre la santidad y
el pecado. Israel era un pueblo santo; pero ello no significaba que no fuera un
pueblo pecador. Por eso el mismo Dios llamó a Moisés al santuario y le dijo:
«Cuando alguna persona peque...» (Levítico 4:2; cf. 5:15). «El que
comete una prevaricación...» (Levítico 5:5, BJ). «Finalmente, si una persona
peca, o hace algunas de todas aquellas cosas que por mandamiento de Jehová no
se han de hacer...» (Levítico 5:17). El pueblo santo no era inmaculado. En cualquier
momento podía desviarse del camino correcto. Dios nunca presumió de tener una
nación rebosante de seres perfectos; por lo tanto, no se ilusionó con una expectativa
que sobrepasara las posibilidades reales de aquella gente pecadora. El pecado
no lo tomaría por sorpresa, de ahí que Dios hiciera provisión en caso de que el
individuo, el sacerdote, los jefes o toda la congregación pecaran (Levítico
4:2; 13, 22). ¡El listón era el mismo para todos, pues todos eran pecadores!
Partiendo de esa
realidad, Dios estableció un medio de perdón y purificación que se hallaba al
alcance de todos. Puesto que en cualquier momento el pecado podía lanzar su
ataque terrorista contra el campamento santo, nuestro bondadoso Señor, con el
propósito de evitar que tal ataque pusiera en peligro el destino eterno de su
pueblo, puso en marcha un sistema «antiterrorista» que llegó a conocerse como
«la ley del holocausto, de la ofrenda, del sacrificio por el pecado, del
sacrificio por la culpa, de las consagraciones y del sacrificio de paz» (Levítico
7:37), que sería el escudo que protegería al pueblo de esa fatídica arma de
destrucción masiva que llamamos pecado. Hablemos un poco de esa compleja ley.
Los sacrificios
«descomplicados»
Probablemente
el libro de Levítico sea uno de los principales escollos que impiden a muchos completar la
lectura de la Biblia en un año. Toda esa enrevesada terminología en la que
abundan sacrificios, sangre, ovejas, bueyes, altares, contaminación, flor de
harina, imposición de manos, etcétera, se aleja mucho de la comprensión de
nuestra mentalidad posmodema y occidental. De hecho, creo que nuestro primer
desafío al tratar de completar el año bíblico conlleva salir «vivos» del tercer
libro de Moisés. No obstante, permítame decirle la verdad: no es tan fiero el
león como lo pintan, ni el mensaje es tan enrevesado como aparenta. Es más, a
quienes vivimos sumergidos en la practicidad que caracteriza al siglo XXI, nos vendría
bien tomar en cuenta las palabras de Elena G. de White y
seguir su consejo de «familiarizarnos con la ley levítica en todos sus
aspectos» (Carta 3, 1905). Algo de esto es lo queremos lograr con este libro:
que podamos entender que todo el sistema cúltico del antiguo Israel constituyó
una visión anticipada del plan de salvación que ahora está al alcance de todos.
En este
capítulo, y en el siguiente, vamos a tratar de familiarizarnos con las leyes
levíticas relacionadas con los sacrificios. Juntos intentaremos «descomplicar»
esos sacrificios que suelen ser considerados como un sistema muy complejo. Será
bueno que avancemos en el estudio con esta premisa en mente: «Los lectores de
Levítico encontrarán a Dios en los detalles». [1] Con
respecto al sistema sacrificial Dios fue muy detallista. Por supuesto, no
piense usted que vayamos a arriesgarnos a ofrecerle una interpretación de cada
«detalle» que aparezca en el texto. No, eso no. ¿Por qué? Porque si tratamos de
hacerlo corremos el riesgo de poner en ridículo la hermosura de la verdad
contenida en el santuario y sus servicios. Que el Señor haya sido detallista no
implica que necesariamente cada detalle sea un símbolo de alguna realidad
concreta.
Yo le
recomendaría que se detenga aquí, busque su Biblia y lea de una sentada los
primeros siete capítulos de Levítico. Estos capítulos contienen la regulación
divina sobre la solución al problema del pecado. A menos que tengamos una
vislumbre apropiada de Levítico 1-7, resulta muy difícil obtener un concepto
claro de la naturaleza del pecado y el tratamiento que Dios le da. Fíjese que
Dios es quien llama a Moisés (Levítico 1:1); por ende, estas instrucciones no
son un legado de las tradiciones y costumbres heredadas de las naciones
vecinas, sino que constituyen una revelación directa del Señor sobre cómo «las
personas pueden permanecer cerca de» él. [2]
Lo
primero que hemos de notar es que Dios menciona a Moisés cinco tipos de sacrificios.
Sepa que aunque para nosotros todos parecen idénticos, no lo eran, ni tenían el
mismo propósito, ni se presentaban como ofrendas los mismos elementos. Que Dios
quería que estos sacrificios fueran comprendidos por todos se deduce de que
cada uno de los cinco sacrificios es analizado dos veces en los primeros siete
capítulos del libro: [3]
Sacrificio
|
Primera mención
|
Segunda mención
|
El
holocausto
|
Levítico
1
|
Levítico:
6: 1-6
|
Las
ofrendas de cereales
|
Levítico
2
|
Levítico
6: 8-13
|
Los
sacrificios de paz
|
Levítico
3
|
Levítico
7: 11-36
|
Los
sacrificios por el pecado
|
Levítico
4: 1-5: 13
|
Levítico
6: 17-23
|
Los
sacrificios por la culpa
|
Levítico
5: 14-26
|
Levítico
7: 1-10
|
Aquí
vamos a echar un vistazo a los primeros tres y los últimos dos los abordaremos
en el próximo capítulo junto con el Día de la Expiación.
Quizá
esta sea la más conocida de todas las regulaciones cúlticas del antiguo Israel.
El vocablo hebreo traducido como holocausto, aloh, significa
literalmente «lo que sube», lo cual alude a una ofrenda que asciende hasta la
misma presencia de Dios. El sacrificio no trae a Dios a la tierra, sino que
eleva al ser humano y le permite entrar en contacto con el cielo. El principal
objetivo del holocausto era poner al oferente en contacto directo con el Señor.
La
primera mención bíblica de este tipo de ofrenda se encuentra en Génesis 8:20.
Tan pronto Noé abandonó el arca, lo primero que hizo fue ofrecer un «holocausto
en el altar» que fue recibido como un «olor grato» ante el Señor (versículo
21), una frase antropomórfica que significa que «Dios acepta el sacrificio». [4] En la
versión babilónica del diluvio también se hace mención de un sacrificio que
Utnapistim ofrece a los dioses y que cuando estos «olieron el dulce sabor [...]
se apiñaron como moscas» para comer el sacrificio. Aunque el holocausto es
llamado «mi alimento» en Números 28:2 (BJ), Dios, a diferencia de las deidades
de las naciones paganas, no necesita ingerir alimento físico (cf. Salmo 50:12, 13).
Según
Levítico 1, el holocausto podía incluir el sacrificio de becerros, ovejas,
cabras, tórtolas o palominos (versículos 2, 3, 10, 14). Supongo que habrá
notado que el precio y el tamaño de los animales va en orden descendente: del
más caro al más barato; del más grande al más pequeño. Ello implica que aunque
el holocausto fuera un acto voluntario, Dios había hecho provisión para que
estuviera al alcance de todos, con independencia de la condición económica del
oferente.
El
holocausto era un sacrificio tan personal que, tras haber colocado sus manos
sobre la víctima, exceptuando a las aves, el mismo pecador la degollaba. Luego,
«los hijos de Aarón» tomaban la sangre y la rociaban «sobre los lados del
altar, el cual está a la puerta del Tabernáculo» (Levítico 1:5). A diferencia
de otros sacrificios en los que alguna porción quedaba en manos del sacerdote,
el holocausto pertenecía por completo al Señor. No había nada de ambivalencia
en la orden divina: «El sacerdote lo quemará todo sobre el altar»
(Levítico 1:3). Más que una ofrenda por el pecado, el holocausto era un símbolo
de consagración, de dependencia de Dios y de entrega completa. Era como si el
pecador dijera: «Así como este animal es dado por completo a Dios en el altar,
yo también me doy por entero al Señor». [5]
Aparte
de estos holocaustos personales o voluntarios Dios había prescrito un
holocausto continuo a favor de toda la nación (Levítico 6:12), en el que se
ofrecía un cordero por la tarde y otro por la mañana (Éxodo 29:39, 41). Este
ceremonial formaba parte del tamid, el
sistema de mediación continuo que se realizaba en el santuario. El fuego continuo en el altar
constituía un recordatorio perenne de que el perdón divino estaba alcance de
todos, que Dios cubría con su misericordia a toda la nación de forma gratuita
«por medio del cordero sacrificado sobre el altar». [6] Dicho
holocausto sí era obligatorio.
El
holocausto no se presentaba con un espíritu lúgubre y de lamento, sino con
«gozo y con cánticos» (2 Crónicas 23:18). Resultan muy acertadas las palabras
del Comentario bíblico
adventista: «Hoy no ofrecemos holocausto, pero haríamos bien en
aplicar a nuestra vida diaria ese espíritu que impelía a ofrecer holocausto.
Dios todavía se agrada del servicio gozoso y voluntario (2 Corintios 9:7)». [7]
No
podemos finalizar esta sección sin hacer referencia a que, como el holocausto,
Cristo «se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor
fragante» (Efesios 5:2). Precisamente por haber entregado a su Hijo «como
holocausto por el pecado, ahora el Padre puede decir: «Entrégate a mí; dame tu
voluntad; apártala del control de Satanás, y yo me apoderaré de ella; entonces
yo podré obrar en ti tanto el querer como el poda de mi santa voluntad» (Testimonios para la iglesia, tomo
5, p. 486).
Resulta
curioso que en Levítico 2, donde se abordan las ofrendas vegetales, en ningún
momento se haga referencia a la expiación. Y la razón es simple: estas no eran
ofrendas expiatorias del pecado. En hebreo, las ofrendas vegetales son llamadas
minjá. Una
breve ponderación del uso de minjá en
otros pasajes bíblicos nos ayudará a entender su significado en Levítico 2. En
el Antiguo Testamento una minjá tiene
como meta agradar a quien se le ofrece. Por ejemplo, cuando Jacob quiso
congraciarse con Esaú, le envió un «regalo» (hebreo minjá. Génesis 32:13). El
presente que los hermanos le llevaron a losé también es denominado minjá (Génesis 43: 11).
Según R. K. Harrison, minjá se usa
«como expresión de reverencia (Jueces 6:29; 1 Samuel 10:27), de gratitud (Salmo
96:8), de homenaje (Génesis 43:11, 15, 25) o de lealtad (2 Samuel 8:2, 6)». [8]
A
diferencia del holocausto, las ofrendas de cereales no eran presentadas en su
totalidad, sino que el sacerdote tan solo ofrecía «un puñado» que era colocado
para que ardiera «sobre el altar, como memorial». El resto de la ofrenda era
destinada para «Aarón y sus hijos» (versículos 2, 3, 9, 10). Mientras otras
naciones sí incluían la miel y la levadura en sus sacrificios, los israelitas
no debían utilizar dichos productos en sus ofrendas porque eran susceptibles a
la fermentación. [9]
Las enseñanzas rabínicas prescribían que «todas las oblaciones han de ser
amasadas con agua templada y ha de tenerse el cuidado de que no se fermenten» (Menajot V:
2). [10]
Cuando
ofrecían voluntariamente a Dios estas ofrendas, los israelitas hacían público
su deseo de agradar al Amo de sus vidas. Aunque estos cereales habían sido el
resultado de su arduo trabajo, reconocían que su cosecha era producto de la
bondad del Señor. De esa manera, las ofrendas de cereales ponían sobre el
tapete la estrecha relación que existe entre la vida física y la vida
espiritual. Nuestro trabajo no está desligado de nuestra adoración.
Roy
Gane pone el asunto en su correcta perspectiva al declarar: «Estas ofrendas expresan
la firme relación con el Señor, constituyen una manera de honrar y amar a quien
les ha provisto su pan de cada día (cf. Mateo 6:11)». [11] Además,
las oblaciones recordaban a los israelitas que el Señor los había bendecido
para que ellos fueran un medio de bendición para otros, pues una parte de su
ofrenda sería utilizada en la manutención de los ministros de Dios (Levítico
2:10). En otras palabras, el Padre no nos bendice para que, egoístas,
acumulemos las bendiciones, sino para que, por medio de ellas, otros sean
bendecidos. A tal propósito la mensajera del Señor declaró: «Usted es mayordomo
de Dios. Posee el talento de los medios económicos y puede hacer mucho bien con
él. Puede depositarlos en el banco del Cielo al ser rico en buenas obras. Sea
una bendición para los demás por medio de su vida» (Testimonios para la iglesia, tomo
2, p. 285).
Permítaseme
agregar un detalle adicional antes de pasar al próximo grupo de ofrendas o
sacrificios. Las oblaciones eran un «memorial» delante del Señor. Dios no pasa
por alto nuestro interés por agradarlo; él no relega a un segundo plano el gozo
que sentimos al devolverle una parte de lo mucho que él nos ha dado. Jesús no
olvida cuando compartimos con los demás lo que hemos recibido de él (Mateo 25:31-46). En una franca alusión a
las ofrendas de cereales, Pablo consideró la ofrenda que los filipenses le enviaron
a través de Epafrodito, como «olor grato, sacrificio acepto, agradable a Dios»
(Filipenses 4:18). Mientras que el holocausto representa la entrega total de lo
que somos; las ofrendas de cereales simbolizan la entrega de lo que tenemos.
Aparte
de su nombre más conocido, «ofrendas de paz», este sacrificio ha recibido
distintos calificativos. Algunas versiones bíblicas lo llaman «sacrificio de
comunión» (BP, BJ), «sacrificio de reconciliación» (DHH),
«salud y bienestar» (TLA). La razón de estas diferencias es que todos estos
conceptos se hallan abarcados en la palabra hebrea selamin. Me llama la
atención que todos los términos usados para referirse a esta ofrenda (paz,
comunión, reconciliación, salud) hacen referencia a una condición de bienestar.
Por ende, esta debía ser una ofrenda de mucha importancia para el antiguo
Israel. Veamos por qué.
Mientras
que en Levítico 3 se prescribe el sacrificio, en Levítico 7:11-16 se presentan
los motivos por los cuales se precisaba este tipo de ofrenda. Allí se nos presentan
tres motivos concretos: (1) como acción de gracias (versículos 11, 15), (2) por
el cumplimiento de un voto (versículo 16) y (3) por alguna acción voluntaria
(versículo 16). Algunos estudiosos creen que la frase «acción de gracias» más
bien tiene que ver con la confesión. [12] La
clave aquí radica en que, en todos los casos, «este sacrificio se ofrecía
cuando las circunstancias eran de gozo» para el oferente. [13]
No hay dudas de que quien ofrecía este
sacrificio se hallaba en paz con Dios. Con razón algunos intérpretes bíblicos
lo llaman «ofrenda de salvación» pues el objetivo concreto de esta ofrenda era
celebrar «la salvación o integridad del hombre en su relación con Dios». [14] Según
Éxodo 24:5, con esta ofrenda se confirmó el pacto que Dios había concertado con
su pueblo. Stephen N. Haskell está en lo correcto al decirnos que «en el Antiguo
Testamento, el sacrificio de paz se celebra en las ocasiones de júbilo especial».
[15] Por
otro lado, aunque esta no era una ofrenda por el pecado, debía ofrecerse sobre
el holocausto (Levítico 6:12); dando a entender con esto que nuestra paz había
sido lograda por el holocausto que Dios había presentado en nuestro favor.
Como
habrá notado, en esta ofrenda, a diferencia del holocausto no se permitía el
sacrificio de aves. ¿Sabe por qué? Porque tras cumplir con las rutinas del
sacrificio, el mismo oferente en compañía de su familia y amigos podía comer
del animal sacrificado (Levítico 7:11-34) y para ello debía ser un animal cuya
carne alcanzara para todos los participantes; por eso tenía que ser una vaca,
una oveja o una cabra (Levítico 3:1, 6, 12). Mientras que del holocausto no se
comía nada, y de las ofrendas de cereales únicamente comía el sacerdote, de la
ofrenda de paz podían comer todos, siempre y cuando se obedecieran
estrictamente las regulaciones al respecto (ver Levítico 7:15-21).
¿Qué
tiene que ver esta ofrenda con nosotros? Mucho. Cristo fue nuestra ofrenda de
paz (Efesios 2:14). Hoy, por la fe, nosotros podemos tener acceso a su
sacrificio y «comer su carne» en comunión con los demás (Juan 6:53-56; Lucas
22:17-20). Por su sacrificio «tenemos paz para con Dios» (Romanos 8:1), una paz
«que sobrepasa todo entendimiento» (Filipenses 4:7). Usted y yo poseemos
suficientes razones para celebrar la comunión, la reconciliación, la paz, la
salud y el bienestar que generosamente hemos recibido del Padre.
Y ahora, ¿qué?
El
holocausto era de olor grato al Señor. El puñado de ofrenda de cereal era de
olor grato al Señor. Las ofrendas de paz eran de olor al grato al Señor. Todo
esto nos enseña, como nos dice La
misná,
«que es lo mismo que un hombre ofrezca mucho o poco con tal que el pensamiento
del hombre esté dirigido a Dios» (Menajot
13:
11). [16] Estos
tres tipos de ofrendas señalan hacia una dirección: la consagración. La gran
verdad que proclaman estos sacrificios es que Dios espera que podamos
acercarnos a él, dirigir nuestra atención hacia su trono y que hagamos una
entrega absoluta de todo lo que somos y tenemos. Eso es lo que primero que nos
enseña Levítico, y es lo primero que nosotros tenemos que hacer.
Nuestra
consagración a Dios tiene que ser completa. No podemos imitar aquel hombre que
al final de su vida dijo: «Yo acostumbraba a ser comparativamente puro, relativamente honesto,
y más o menos
consagrado». No hemos de vivir una vida cristiana a tiempo parcial. ¿En qué
consiste una plena consagración? La siguiente ilustración de D. L. Moody nos puede ayudar a conseguir una buena
respuesta a dicha interrogante. Cuenta Moody que
en cierta ocasión se le preguntó a un humilde trabajador qué hacía para
mantenerse firme en los caminos del Señor. He aquí su respuesta: «Me acerqué al
Salvador, me recibió y nunca le dije adiós». Eso es consagración. Mantenernos
cerca del Señor en todo momento. Así como en la antigüedad el pueblo de Dios
tenía que separar la miel y la levadura de sus ofrendas, nosotros «tenemos
necesariamente que abandonar todo aquello que nos separaría de él [Jesús]» (El camino a Cristo, cap.
5, p. 67).
Recordemos
esta archiconocida declaración inspirada:
«Conságrate a Dios todas las mañanas; haz de
esto tu primera tarea. Sea tu oración: "Tómame, ¡oh Señor!, como
enteramente tuyo. Pongo todos mis planes a tus pies. Úsame hoy en tu servicio.
Mora conmigo, y sea toda mi obra hecha en ti". Este es un asunto diario.
Cada mañana, conságrate a Dios por ese día. Somete todos tus planes a él, para
ponerlos en práctica o abandonarlos, según te lo indique su providencia.
Podrás así poner cada día tu vida en las manos de Dios, y ella será cada vez
más semejante a la de Cristo» (El camino a Cristo, cap. 8, p. 104).
Considero
muy oportunas las sabias palabras de David Livingstone pronunció en 1857 ante los estudiantes de la
Universidad de Cambridge:
«Nunca dejo de regocijarme porque Dios me
haya designado para tal oficio. El pueblo habla del sacrificio que yo he hecho
en pasarme tan gran parte de mi vida en el África. ¿Es sacrificio pagar una
pequeña parte de la deuda, deuda que nunca podremos liquidar, y que debemos a
nuestro Dios? ¿Es sacrificio aquello que trae la bendita recompensa de la
salud, el conocimiento de practicar el bien, la paz del espíritu y la viva
esperanza de un glorioso destino? ¡No hay tal cosa! Y lo digo con énfasis: ¡No
es sacrificio! [...] ¡Nunca hice un sacrificio! No debemos hablar de
sacrificio, si recordamos el gran sacrificio que hizo Aquel que descendió del
trono de su Padre, de allá de las alturas, para entregarse por nosotros». [17]
En resumen, el
holocausto, las ofrendas de cereal y los sacrificios de paz nos enseñan que
cuando entregamos nuestras vidas (holocausto) y nuestros recursos (ofrendas de
cereales) a Dios, ello queda evidenciado en la paz y comunión que gozamos por
nuestra relación con él (ofrendas de paz). Todos estos sacrificios dan
testimonio de que nos hemos consagrado al Señor. Hasta aquí todo va bien. ¿Será
que, de una u otra manera, este estado de bienestar podría verse en peligro?
Precisamente eso es lo que veremos en el próximo capítulo cuando analicemos las
ofrendas por el pecado.
[3] Cornelis van Dam, «The Burnt Offering in Biblical
Context» en Mid-America Journal of
Theology, 7/2 (1991), p. 195.
[6] Ángel Manuel Rodríguez, «La doctrina del
santuario» en Teología: Fundamentos
bíblicos de nuestra fe (Doral, FI.: APIA, 2006), tomo 4, p. 116.
[7] Francis D. Nichol, ed. Comentario bíblico adventista (Buenos Aires: ACES, 1992), tomo 1,
p. 727.
[8] R. K. Harrison, Leviticus.
Tyndale Old Testament Commentaries (Leicester: IVP, 1980), p. 49.
[9] Roy Gane, «Leviticus» en John H. Walton, ed., Zondervan
llustrated Bible Backgrounds Commentary (Grand Rapids: Zondervan, 2004),
tomo 1, p. 292.
[10] Carlos del Valle, ed. La misná (Madrid: Nacional, 1981), p. 870.
[11] Roy Gane, Altar
Call (Berrien Springs, Michigan: DIADEM), p. 84.
[12] Nobuyoshi Kiuchi,
«Spirituality in Offering A Peace Offering' en Tyndale Bulletin 50.1 (1999), p. 25.
[13] Roy Gane, Leviticus,
Numbers. The NIV Application Commentary (Grand Rapids: Zondervan, 2004), p.
87.
[14] Keil & Delitzcsh, Comentario al texto hebreo del Antiguo Testamento: Pentateuco e
Históricos (Viladecavalls: CLIE, 2008), p. 307.
La Expiación: Ofrenda de purificación
Reviewed by FAR Ministerios
on
10/30/2013
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