Un sacrificio vivo
Un Sacrificio vivo
Fue
un día trágico; con toda certeza, el más infausto de todos. El pérfido tirano
consumó su malvado plan de arrastrar a la raza humana hacia el abismo de la desobediencia y
de esta manera provocó que la tierra perdiera su dechado de bondad y comenzara
a hundirse en las aguas profundas de la corrupción. Al final de ese día, en
palabras de Milton, el «pardo crepúsculo cubrió el mundo con su triste manto».
El pecado hizo su entrada triunfal y trajo de la mano a su funesta compañera: la
muerte. Al transgredir el mandamiento divino, Adán y Eva tiraron del hilo y su
vestido comenzó a deshilacharse. ¿Se quedaría Dios de brazos cruzados? ¿O
pondría en acción algún plan que pudiera contrarrestar al pecado y su
fuliginosa acompañante?
La desobediencia de nuestros primeros padres no
inhabilitó a la Divinidad, sino que, al contrario, puso fin al reposo creador e
impulsó a Dios para que diera inicio a una nueva creación, que esta vez sería
de naturaleza espiritual. Una obra creadora de la que Dios, hasta este momento,
tras más de seis mil años de haberla iniciado, todavía no ha reposado (Juan
5:17). Nuestra insubordinación movilizó todos los dispositivos de emergencia
del cielo y suscitó la puesta en marcha del más ambicioso plan, uno que se había
trazado desde antes de la fundación del mundo: el plan de salvación (ver 1 Pedro
1:19-22; Efesios 1:4).
Después
de aquel sombrío y dantesco día, el mismo Creador salió en auxilio de Adán y
Eva y les «hizo [...] túnicas de pieles y los vistió» (Génesis 3:21). ¿De dónde
salió la piel que cubrió la desnudez física y moral de quienes se habían
rebelado contra el Señor? Resulta obvio que Dios tuvo que sacrificar un animal
inocente a fin de cubrir a los verdaderos culpables. Tan pronto el pecado se
introdujo en el mundo, Dios estableció un medio para neutralizar los efectos
que provocaría sobre nosotros y sobre el planeta. Y ese medio consistió en la
implementación de un sistema de sacrificios cuyo inicio se remonta al mismo
Edén.
El primer sacrificio
En Génesis 3:21 nos encontramos cara a cara con el
cumplimiento de la sentencia divina de Génesis 2:17. Algunos suponen que la
Biblia se contradice a sí misma al anunciar que Adán y Eva morirían tan pronto
comieran del fruto prohibido, aunque, sin embargo, comieron y vivieron muchos
años más. ¿Por qué no perecieron de inmediato? Sencillamente porque alguien
murió en su lugar. El animal cuya piel Dios usó para cubrirlos recibió sobre sí
la sentencia de muerte que merecían los nuevos pecadores. Al ver morir a
aquella criatura indefensa nuestros primeros padres tenían que comprender que
el pecado, en todo el sentido de la palabra, no acarrea más que muerte y dolor.
De esa manera, nos dice Elena G. de White, «cada víctima ofrecida en sacrificio
[...] le volvía a recordar su pecado» (El conflicto de los siglos, cap. 41, pp. 629, 630). Dios, por su inagotable amor e
infinita misericordia, buscó la manera de perdonarlos y al mismo tiempo
ejecutar su irrevocable sentencia proveyendo un sustituto que ocupara el lugar
del pecador. Tanto Adán como Eva debieron comprender que si alguien no moría en
lugar de ellos, no tendrían ni futuro ni esperanza. Ese primer sacrificio tenía
el doble propósito de recordarles su pecado y fijar su mirada en la esperanza
de un Salvador. [1]
John Milton, el
poeta y ensayista inglés, pudo plasmar la vivida escena de Génesis 3 en estas
palabras registradas en su monumental obra El paraíso perdido:
«Así
juzgó al hombre aquel que fue enviado a la vez como Juez y como Salvador,
desviando de su cabeza el golpe repentino de la muerte anunciado para aquel
día. Compadeciéndose luego de los que estaban desnudos ante él, expuestos a la
influencia del aire, que iban a sufrir grandes alteraciones, no se desdeñó de
empezar a tomar la forma de un servidor, como cuando más adelante lavó los
pies a sus servidores, sino que, cual un buen padre de familia, cubrió su
desnudez con pieles de bestias [...]. No tuvo que pensar mucho para vestir a
sus enemigos; y no solo cubrió
su desnudez con pieles de animales, sino también su desnudez interior, mucho
más ignominiosa, envolviéndola con su manto de justicia». [2]
Hay otro mensaje menos conocido en el acto de vestir a
los primeros seres humanos. Como cabeza de familia, Adán era el sacerdote del
Edén (ver Historia
de la redención, cap.
5, p. 52), pero el pecado puso en entredicho sus funciones sacerdotales. ¿Ya no
podría ser el sacerdote de Dios en la tierra? El cielo no podía permitirse el
lujo de perder su representante en nuestro planeta, de ahí que al ser vestido
con la piel del cordero, Adán no solamente fue perdonado sino que además fue
reconfirmado como sacerdote del Dios altísimo. Génesis 3:21 constituye una
versión anticipada del momento en que Dios ordenaría vestir a los sacerdotes
para cubrir la desnudez de sus ministros (Éxodo 28:42, 43). [3]
Según Levítico 8 la
ordenación de los sacerdotes incluía la muerte de un becerro y la colocación de
nuevas vestiduras sobre los ungidos. Ambas acciones están implícitas en Génesis
3:21.
Por tanto, aunque la entrada del pecado fue un momento
triste, Dios convirtió nuestra tragedia en un momento de esperanza al realizar
el primer sacrificio en favor del pecador. Teniendo esto en cuenta, la
declaración del cronista cobra todo el sentido: «Cuando comenzó el holocausto,
comenzó también el cántico de Jehová» (2 Crónicas 29:27). Según recoge la
Misná, la compilación de la tradición legislativa oral judía, en el tratado
dedicado al sacrificio continuo (tamid), incluido en el orden quinto dedicado a los kodasim, las leyes religiosas vinculadas al templo de Jerusalén,
cada día de la semana los sacerdotes cantaban un salmo: el primero, el Salmo
24; el segundo, el Salmo 48; el tercero, el Salmo 82; el cuarto, el Salmo 94;
el quinto, el Salmo 81; el sexto, el Salmo 93; y, finalmente, el sábado, el Salmo
92. [4]
En el mismo lugar
donde surgió el pecado también se entonó un canto que exaltó la gracia divina.
En el Edén no solo hubo transgresión, también hubo perdón y restauración.
Paradójico, ¿verdad? Nuestros primeros padres entendieron anticipadamente la
declaración paulina: «Cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia» (Romanos
5:20).
El sistema sacrificial
en miniatura
En el próximo capítulo abordaremos con más detalles los
diferentes tipos de sacrificios prescritos especialmente en el tercer libro de
Moisés: el Levítico. En lo que resta de este capítulo no hablaremos del
sacrificio en términos de expiación por el pecado, sino del sacrificio como un
don que la criatura ofrece a su Creador. De hecho, la palabra sacrificio deriva
del vocablo latino sacrificium (formado por las raíces sacro, sagrado, y facere, hacer), que significa «apartar algo para un uso
sagrado». Un sacrificio es algo que hemos apartado para entregarlo a Dios.
Usted se preguntará: ¿qué sentido tiene ofrecerle algo
al dueño de todo? Quizá la siguiente experiencia nos ayude a entender lo que
diremos más adelante. Yo tengo tres hijos pequeños. El año pasado, cuando llegó
el día de Navidad mi esposa y yo les entregamos sus respectivos regalos. Como
suele suceder, todos tenían regalos menos el dador de los regalos; es decir,
¡yo! Varias horas más tarde, Hasel, mi hijo varón, subió a la habitación y ¡me
regaló veinte dólares! Con toda la inocencia de un niño me dijo: «Papi, este es
tu regalo de Navidad». Cuando le pregunté de dónde obtuvo ese dinero, me dijo
que lo había ahorrado de lo que yo le había dado para su merienda en el
colegio. ¿Cree usted que lo regañé y le dije: «Hasel, no me estás dando nada
pues ese dinero te lo di yo mismo»? Por supuesto que no. Aunque el regalo era
fruto de lo que había recibido de mi mano, para mí fue un gran obsequio.
Pues bien, algo parecido ocurre con lo que hacemos para
Dios. Todo lo que podamos sacrificar a Dios es resultado de lo que él nos ha
dado, porque él es dueño de todo. Entonces, ¿para qué darle al que lo tiene
todo? En su obra La sombra
de la cruz, el pastor Stephen N.
Haskell expresa esta valiosa y significativa declaración sobre el tema que
estamos estudiando aquí: «En ninguno de los tipos el adorador estaba en
contacto tan estrecho con el servicio del santuario como en el sacrificio». [5] Por consiguiente, podemos decir que Dios estableció el
sistema sacrificial, entre otras cosas, para estar en contacto con nosotros. El
principal motivo no es que el Señor reciba algo, sino que profundicemos nuestra
relación con él. De esa manera, al presentarle nuestras dádivas podemos manifestar
nuestra gratitud al que nos ha dado todo lo que poseemos. Y aunque todo es del
Señor, él se siente halagado cuando nosotros apartamos especialmente para él
alguna porción de lo mucho que hemos recibido (Salmo 24:1; 1 Crónicas 29:14).
Dios se alegra cuando le ofrecemos esos presentes tan especiales. De hecho, él
espera que no vengamos a adorarlo con las manos vacías (Éxodo 23:15; 34:20;
Deuteronomio 16:16).
Precisamente
esto último, no presentarnos con las manos vacías, es lo que vemos en el primer
sacrificio como un don a Dios que se menciona en las Escrituras. En Génesis 4
los oferentes no se presentaron sin traer un obsequio. No puede ser mera
casualidad que el primer relato bíblico en que el ser humano se convierte en un
oferente ante Dios esté estrechamente relacionado con la historia de la caída
de Adán. La experiencia de Caín y Abel constituye un ejemplo contundente de los
efectos que la entrada del pecado provocó sobre nuestro mundo. Los sucesos que
forman parte de dicha narración son como una especie de versión en miniatura de
la primera caída. Alan). Hauser declara
acertadamente que «el relato de Caín y Abel en Génesis 4:1-16 está relacionado
temática, lingüística y estructuralmente con los hechos narrados en Génesis 2 y
3». [6] Veamos
el siguiente cuadro que ilustra el estrecho paralelismo que existe entre la
caída de Adán y el pecado de Caín: [7]
Adán
|
Caín
|
Era agricultor (Génesis 2:5).
|
Era agricultor (Génesis 4:2).
|
Advertencia: «No comas del
árbol» (Génesis 2:17).
|
Advertencia: «El pecado está a
la puerta» (Génesis 4:7).
|
La pregunta: ¿Dónde estás?
(Génesis 3:9)
|
La pregunta: ¿Dónde está tu
hermano? (Génesis 4:7).
|
Maldición (Génesis 3:17)
|
Maldición (Génesis 4:11, 14)
|
Exilio (Génesis 3:23-24)
|
Exilio (Génesis 4:16)
|
La presentación de la ofrenda a Dios ocurre en medio de
esta pequeña «caída». Los elementos que forman parte de dicha escena
constituyen una versión anticipada y resumida del complejo sistema sacrificial
que se institucionalizaría en los tiempos de Moisés. «Caín llevó al Señor una
ofrenda [minjá] del producto de su cosecha. También Abel llevó al
Señor las primeras y mejores crías de sus ovejas. El Señor miró con agrado a
Abel y a su ofrenda [minjá] pero no miró así a Caín ni a su ofrenda» (Génesis
4:3-5, DHH). Tanto Caín como Abel trajeron su ofrenda, su regalo, al Señor.
Aunque en el libro de Levítico la palabra hebrea minjá se usa para aludir a las ofrendas incruentas (Levítico 2:1, 4, 14, 15),
en Génesis 4:3 parece que agrupa tanto a las oblaciones como a los sacrificios
de animales. Este pasaje nos introduce las dos grandes clases de ofrendas:
cruentas e incruentas. Todo ofrenda quedaba supeditada a una de estas dos
categorías. Abel ofreció «los primogénitos de sus ovejas». Años después Dios
regularizaría la acción de Abel y se reservaría para sí todos los primogénitos,
«tanto de hombres como de animales» (Números 3:13).
Pero aquí es crucial saber por qué Dios aceptó el
sacrificio de Abel y rechazó el de Caín. Entre los rabinos judíos existía una
tradición que sostenía que Dios había rechazado la ofrenda de Caín porque este
era descendiente de la relación sexual que hubo entre Eva y la serpiente. [8] Obviamente, dicha versión no es más que una leyenda que
procura por todos los medios satanizar al primogénito de Adán. Nos toca
esgrimir razones más verosímiles y menos ridículas, reconociendo, no está de
más decirlo, que la Biblia no entra en detalles al respecto. Otros rabinos
judíos suponían que la ofrenda de Caín fue rechazada porque no estaba
acompañada de fe, sino de suficiencia propia. Josefo, el célebre historiador
judío, escribió en sus Antigüedades que la ofrenda de Caín «era un producto forzado de la
invención de un hombre avaro» (Libro I, cap. II. I). [9] Entre los
primeros autores cristianos sobresale la explicación de Ambrosio: «Doble fue la
culpa de Caín: primera, que ofreció con retraso; segunda, que ofreció de los
frutos, no de las primicias». [10] Por la actitud que mostró ese muchacho todo parece
indicar que aunque aparentaba obedecer a Dios, «su forma de proceder revelaba
un espíritu desafiante». [11]
Si bien es cierto que queda a criterio de cada persona
decidir qué ofrendará a Dios, Génesis 4 nos enseña que nuestro Creador se
reserva el derecho de aceptar o rechazar lo que provenga de nuestras manos. Y
es bueno que de plano sepamos que «Dios no quedará satisfecho sino con lo mejor
que podamos ofrecerle» (Patriarcas y profetas, cap. 30, p. 321). Ello nos lleva a sugerir que en
primera instancia la ofrenda de Caín no recibió el agrado divino, no porque
fuera mala en sí misma, sino porque no era lo mejor que Caín podía ofrecerle.
Él trajo su ofrenda al altar, pero ello no erradicó la actitud egoísta que la
manchaba y creyó qué cumplir la ceremonia externa ya lo hacía merecedor de la
aceptación divina. Por eso su actitud es un reflejo exacto de quienes pretenden
obtener la salvación no por fe, sino por obras. A propósito de esto Elena G. de
White declaró: «El esfuerzo que el hombre pueda hacer con su propia fuerza para
obtener la salvación está representado por la ofrenda de Caín. Todo lo que el
hombre pueda hacer sin Cristo está contaminado con egoísmo y pecado» (Mensajes selectos, tomo 1, cap. 56, p. 426).
En cambio, Abel, que ofreció los primogénitos de sus
ovejas, no solo dio al Señor sus mejores presentes, sino que además los adornó
con un elemento que es vital a la hora de ofrecer un sacrificio a Dios: la fe.
El libro de Hebreos nos dice que «por la fe Abel ofreció a Dios más excelente
sacrificio que Caín» (Hebreos 11:4). La fe constituye el factor esencial que
nos impulsa a realizar una entrega completa a Dios tanto de lo que tenemos como
de lo que somos. A través de sus dones Abel puso de manifiesto su confianza en
la venida del verdadero Cordero de Dios, Jesucristo (Juan 1:29). En otro
sentido, al ofrecer su mejores animales en sacrificio al Señor, Abel demostró
conocer un principio clave del sistema sacrificial: «Sin derramamiento de
sangre no hay perdón» (Hebreos 9:22, NVI).
Llama mucho la atención y, a la vez, nos quita un gran
peso de encima que el texto haga mención al hecho de que Dios primero miró a
Abel y luego a su ofrenda: «Miró Jehová con agrado a Abel y a su ofrenda» (Génesis
4:4). Aquí resultan muy oportunas las palabras de Gerhard von Rad: «En todo el
oriente antiguo aceptar o rechazar un sacrificio dependía del aspecto ofrecido
por la víctima». [12] Es decir, si el sacrificio era muy simplón, ni los
dioses ni sus sacerdotes estaban dispuestos a recibirlo. Sin embargo, nuestro
Dios es diferente. Él primero acepta a la persona, y luego el don que ella
ofrece; porque es la actitud del individuo lo que le añade valor a su
sacrificio, no el precio de lo que sacrifique. Por eso Jesús consideró de mayor
valor la pequeña ofrenda de la viuda, y menospreció las grandes cantidades que
ofrendaban los ricos (Lucas 21:1-4). W. H. Griffith Thomas lo expresa con estas
palabras: «El valor del ofrecimiento se considera que depende del carácter del
que ofrece. El coste no constituye la verdadera adoración». [13]
La manera en la que Dios mostraba su agrado por una
ofrenda sacrificial era consumiéndola mediante el fuego (Levítico 9:24; Jueces
6:21). La versión griega de
Teodosio agrega al relato de Génesis 4, que Dios quemó la ofrenda de Abel. [14] Elena G. de White confirma esto al declarar que «una
luz procedente del cielo consumió la ofrenda de Abel» (Historia de la redención, cap. 6, p.
55). ¿Por qué Dios consumió la de Abel y no la de Caín? La sierva de Dios nos
ofrece la respuesta: «Lo que se efectúa mediante la fe es aceptable ante Dios.
El alma hace progresos cuando procuramos ganar el cielo mediante los méritos
de Cristo» (Mensajes selectos, cap. 56, p. 426). Eso fue lo que hizo Abel, y es lo que
debemos hacer nosotros.
Finalmente, en Génesis 4 tenemos una visión anticipada
del eterno conflicto entre la fe y la presunción, la obediencia y el formalismo
religioso, la entrega sin reservas y la apariencia de piedad. Por eso a los
imitadores de Caín, Dios le diría por medio del profeta: «Porque yo quiero
amor, no sacrificio, conocimiento de Dios, más que holocausto» (Oseas 6:6, BJ) y «Mejor es obedecer que sacrificar; prestar
atención mejor es que la grasa de los carneros» (1 Samuel 15: 22).
Le
confesaré algo: me alegra saber que ya no tenemos nada que ver con todo eso de
andar de aquí para allá levantando altares y ofreciendo sacrificios. ¿Se
imagina usted yendo al mercado a comprar un animal para luego sacrificarlo por
su pecado? Nosotros hemos sido «santificados mediante la ofrenda del cuerpo de
Cristo hecha una vez y para siempre» (Hebreos 10:10). Ahora, ¿implica ello que
ya no hay ningún tipo de sacrificio? Le recomiendo que siga hasta el final del
capítulo.
Un sacrificio vivo
Estoy seguro de que usted, como yo mismo, se siente muy
seguro y arropado al leer estos hermosos pasajes bíblicos: «Como pastor
apacentará su rebaño. En su brazo llevará los corderos, junto a su pecho los
llevará; y pastoreará con ternura a las recién paridas» (Isaías 40:11). «Como
reconoce su rebaño el pastor el día que está en medio de sus ovejas esparcidas,
así reconoceré yo a mis ovejas» (Ezequiel 34:12). «Porque él es nuestro Dios;
nosotros, el pueblo de su prado y ovejas de su mano» (Salmo 95:7). Por no
hablar del archiconocido: «Jehová es mi pastor, nada me faltará» (Salmo 23:1). Que
Dios nos compare con las ovejas de un pastor evoca mucha ternura. Ahora bien,
¿las ovejas solo existen para ser cuidadas con amor y ternura? ¿Qué me dice de
pasajes como estos?: «Háganme un altar de tierra, y ofrézcanme sobre él sus
holocaustos y sacrificios de comunión, sus ovejas» (Éxodo 20:24, NVI). «Salomón ofreció a Jehová, como
sacrificios de paz, [...] ciento veinte mil ovejas» (1 Reyes 8:63).
«En cuanto a las ovejas, se tomará una de cada doscientas de los rebaños [...)
para las ofrendas de cereales, el holocausto y el sacrificio» (Ezequiel 45:15,
NVI).
Me imagino que ya se habrá dado cuenta de que las
ovejas están íntimamente relacionadas con el sacrificio, ¿verdad? Es cierto
que el pastor tiene que cuidar y proteger las ovejas, pero su dueño también
puede sacrificarlas. Y casi siempre se impone lo último. A Jesús le encantaba
comparar a sus seguidores con las ovejas. En cierta ocasión dijo: «Mis ovejas
oyen mi voz [...], y me siguen» (Juan 10:27). ¿Adónde nos lleva seguir a Jesús?
«Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada
día y sígame» (Lucas 9:23). Las ovejas que van tras las huellas de Cristo
tienen el mismo destino que su maestro: la cruz. Dios espera que seamos ovejas
que estén listas para ser ofrecidas en su altar. A ello se refirió Pablo cuando
dijo: «Por lo tanto, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios que
presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que
es vuestro verdadero culto» (Romanos 12:1).
Romanos 12 es un capítulo de vital importancia para
nosotros; quizá por ello es de los textos más conocidos de la Palabra de Dios.
Elena G. de White dice que «todo este capítulo es una lección que yo ruego a
todos los que aseveran ser miembros del cuerpo de Cristo que estudien» (Testimonios selectos, tomo 4, cap. 48, p. 329). El texto que acabamos de
citar constituye «una concisa descripción de la respuesta del creyente a la
gracia de Dios». [15] Pablo ya ha explicado con gran profusión de detalles
todo lo que Dios ha hecho para salvarnos: nos justificó (Romanos 1-5) y nos
santificó (Romanos 6-8). Y lo ha hecho porque ha tenido misericordia por
todos (Romanos 11:32). Lo que Pablo expresa a partir del capítulo 12 es el resultado en la vida diaria de lo que implica
haber sido justificado y santificado por la misericordia de Dios. En otras
palabras, Romanos 1-11 es el evangelio en teoría; Romanos 12-16 es el evangelio
en la vida diaria.
Nuestro sacrificio, entonces, no es más que nuestra
respuesta al llamamiento de amor que hemos recibido de parte de Cristo. El
hecho de que sea un sacrificio vivo marca un contraste con los animales que se
presentaban muertos en el altar del santuario. Dios quiere nuestra vida, no
nuestra muerte. Lamentablemente, muchos cristianos no han entendido la esencia
de las palabras de Pablo. A principios de la era cristiana ciertos creyentes
provocaban ser perseguidos a fin de ser sacrificados y de esta manera dar
cumplimiento al sacrificio vivo de Romanos 12. Incluso, con el objetivo expreso
de reducir este tipo de sacrificios, la iglesia primitiva tuvo que decidir que
solo son nobles «los martirios que tienen lugar según la voluntad de Dios» (Carta de los Esmirneanos, 2). [16] Cuando cesaron las persecuciones, otros creyeron que
el «sacrificio vivo» conllevaba una serie de ritos cuyo fin era mortificar la
carne. Tomás de Kempis dijo que «un hombre que todavía no está bien mortificado
interiormente, es fácilmente tentado y vencido de cosas bajas». [17] Para el Cura de Ars: «Un buen cristiano no come nunca
sin mortificarse en algo». [18] Así pues, si usted quería ser un sacrificio vivo le
era preciso renunciar a todo lo que le diera alegría y placer. ¡Qué triste
sería vivir una religión así!
La buena noticia es que nada de eso implica un
sacrificio vivo y razonable. Jesús, nuestro mayor ejemplo, dista mucho de haber
vivido de esa manera. Nosotros nos ofrecemos en «sacrificio vivo» cuando
vivimos conforme a la nueva vida que Dios nos ha dado; es decir, cuando quien
nos moldea ya no es el mundo, sino el Espíritu de Dios. Podemos entender mejor
el significado de Romanos 12:1 leyendo Romanos 6:13: «No entreguen su cuerpo al
pecado, como instrumento para hacer lo malo. Al contrario, entréguense a Dios, como personas que han muerto y han vuelto a vivir, y entréguenle su cuerpo como instrumento para hacer lo
que es justo ante él» (DHH). Somos una ofrenda viva para el Señor cuando,
después de haber dejado nuestra vida pasada, hacemos «lo que es justo delante
de él». Somos un sacrificio vivo cuando reconocemos que hemos de glorificar a
Dios en nuestro cuerpo (1 Corintios 6:20).
Según Calvino la expresión «sacrificio vivo» significa «que nosotros no nos
pertenecemos a nosotros mismos, sino que estamos bajo la potestad divina. Eso
jamás podrá lograrse más que renunciando a nosotros mismos en una abnegación
completa». [19]
En realidad, la ofrenda no es algo que le damos a Dios:
¡nosotros somos la ofrenda! Una entrega completa y total, sin ningún tipo de
reparos, es el mayor regalo que podemos presentar ante el altar del cielo. Nos
compete ser en todo momento «sacrificios espirituales aceptables a Dios por
medio de Jesucristo» (1 Pedro 2:5; cf. Filipenses 4:18). Como Cristo, hemos de acudir a Dios
y decirle: «Sacrificio y ofrendas no quisiste, mas me diste un cuerpo» (Hebreos
10:5). Por ello todo lo que hagamos en este cuerpo ha de hacerse para «gloria
de Dios» (1 Corintios 10:31). Esta entrega a Jesús no debe ser hecha como si
fuera un canto fúnebre o una procesión al martirio, sino como un «sacrificio de
alabanza»; y la mejor alabanza para Dios es aquella que «hace bien» y ayuda a
los demás; «de tales sacrificios se agrada Dios» (Hebreos 13:15, 16). Nunca
perdamos de vista que «la devoción abnegada y un espíritu de sacrificio han
sido siempre y seguirán siendo el primer requisito de un servicio aceptable» (Profetas y reyes, cap. 4, p. 44).
El profeta Miqueas
se preguntó:
«¿Con
qué me presentaré ante Jehová
y adoraré al
Dios Altísimo
¿Me presentaré
ante él con holocaustos,
con becerros de
un año?
¿Se agradará
Jehová de millares de carneros
o de diez mil
arroyos de aceite?
¿Daré mi
primogénito por mi rebelión,
el fruto de mis
entrañas por el pecado de mi alma?
Hombre, él te
ha declarado lo que es bueno,
Lo que pide
Jehová de ti:
solamente hacer
justicia,
amar
misericordia
y humillarte ante
tu Dios» (Miqueas 6: 6-8).
Si ponemos en
práctica la recomendación del profeta, seremos un sacrificio vivo y agradable.
Esa es la adoración más agradable a la vista de nuestro Salvador.
[2] John Milton, El paraíso perdido, documento PDF disponible en
http://www.biblioteca.org.ar/libros/
656292.pdf, p. 134,
descargado el 24 de abril de 2013.
[3] Ver John H. Sailhamer, The Pentateuch as Literature. A Biblical-Theological Commentary
(Grand Rapids, MI: Zondervan, 1992), pp. 109, 110.
[6] Alan J. Hauser, «Linguistic and Thematic Links
between Genesis 4:1-16 and Genesis 2—3», en Journal
of Evangelical Theological Society (diciembre 1980), p. 304.
[7] Gary Edward Schnittjer, The Torah Story (Grand Rapids, MI: Zondervan, 2006), p. 84). Para
más detalles, ver a Hauser, obra citada,
págs. 297-305.
[8] Luis Alonso-Schkóel, ¿Dónde está tu hermano? Textos de fraternidad en el libro de Génesis
(Estella: Verbo Divino, 1997), p. 27.
[11] Francis D. Nichol, ed., Comentario bíblico adventista (Buenos
Aires: ACES, 1992), tomo 1, p. 251.
[14] Keil & Delitzsch, Comentario al texto hebreo del Antiguo Testamento: Pentateuco e Históricos
(Viladecavalls: CLIE, 2008), tomo 1, p. 64.
[18] Santo Cura de Ars, Amor y perdón: homilías, José María Llovera, ed. (Madrid: Rialp,
2010), p. 69.
[19] Juan Calvino, Comentario a la Epístola a los Romanos (Grand Rapids: Libros
Desafíos, 2005), p. 317.
Un sacrificio vivo
Reviewed by FAR Ministerios
on
10/18/2013
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