Cristo, nuestro Sumo Sacerdote
E
|
n cierta
ocasión el científico suizo Louis Agassiz y su hermano menor recibieron de
parte de su madre el encargo de llevar algo a su padre. Sin embargo, para poder cumplir la orden de su progenitora,
tenían que atravesar un lago que estaba hecho todo un bloque de hielo. Tras
haber analizado la situación, decidieron lanzarse a la aventura bajo la mirada
protectora de su madre. Cuando casi estaban llegando al lado opuesto, la madre
logró divisar una grieta muy amplia que se hallaba delante de ellos. Louis no
tuvo problemas en saltar la brecha del lago; no obstante, su hermano menor era
muy pequeño y no tenía la capacidad de cruzar la abertura por sí mismo como lo
había hecho su hermano mayor. La madre, que veía con expectación lo que estaba
pasando, solo atinó a exclamar: «¡El pequeño caerá en el agua y se ahogará! No
puede dar un salto tan largo».
Entonces, sucedió lo inesperado, Louis se extendió por encima de la
grieta y logró fijar sus manos hasta donde se encontraba su hermano menor. Su
cuerpo sirvió de puente para que el más pequeño cruzara, y de esa forma evitó
que su hermanito cayera en las gélidas aguas. [1]
Si usted tuviera que darle un apodo a Louis por tan valiente acto, ¿cuál
sería? ¿Ya sabe cómo lo llamará? Muy bien. Ahora le revelaré mi propuesta: yo
lo llamaría «pontífice». ¿Le sorprende que lo llame así? Entiendo su
desconcierto, ya que cuando oímos dicha expresión de inmediato la asociamos con
el obispo Roma, a quien la Iglesia Católica considera el «Sumo
Pontífice» De
paso, en su primera audiencia ante miembros del cuerpo diplomático acreditados
en el Vaticano, el papa Francisco declaró: «Uno de los títulos del obispo de
Roma es "Pontífice", es decir, el que construye puentes, entre Dios y
los hombres». ¿Estoy diciendo que Louis Agassiz se convirtió en un «papa»
cuando usó su cuerpo para salvar a su hermano? En absoluto. Louis se convirtió
en «pontífice» porque dicha palabra, en realidad, significa «el que establece
un puente». Louis fue un puente para que su hermano menor no muriera y pudiera
cruzar el lago.
¿Y qué tiene que ver la construcción de un puente con el
tema del santuario? Curiosamente, cuando Jerónimo de Estridón vertió el Nuevo
Testamento del griego al latín, tradujo la palabra griega archiereos, sumo sacerdote, como pontifex. En la Vulgata Latina, Jesús es llamado pontifex en Hebreos 2:17; 3:1; 4:14, 15; entre otros pasajes. La
Reina-Valera antigua (1602, 1909) usa «pontífice» en lugar de «Sumo Sacerdote»
en todos los casos. En todos los casos, las versiones modernas suelen traducir pontifex como «sumo sacerdote». Es que si una persona ejerce las
funciones de puente entre Dios y los seres humanos está desempeñando el papel
de un sumo sacerdote. Eso mismo fue lo que hizo Jesús cuando se extendió entre
el cielo y la tierra para que nosotros pudiéramos tener acceso al Padre. Como
usted sabrá, la brecha que nos separó del cielo se abrió a causa de nuestros
pecados. El profeta Isaías lo dice sin ambages: «Pero las iniquidades de
ustedes han hecho separación entre ustedes y su Dios» (Isaías 59:2, NBLH). Para
eliminar tal separación resultaba inevitable e inminente la construcción de un
«puente» que abriera un camino entre los pecadores y el Dios santo. Por
supuesto, el interés por establecer esta vía de acceso y comunicación no se
originó en la tierra sino en el cielo.
El sacerdocio del
Antiguo Testamento
Muchos años después de la entrada del pecado, el Señor decidió salir en
busca de sus hijos y rescatarlos de la esclavitud egipcia. Para llevar a cabo
su plan de liberación Dios suscitó un instrumento que sirvió como puente a
través del cual fluyó la comunicación con su pueblo. Ese puente fue Moisés.
Desde Éxodo 3 hasta Éxodo 19 el otrora príncipe de Egipto hizo las veces de vía
de comunicación entre el Señor y los israelitas. Sin duda que usted conoce el
resto de la historia, por lo que no es necesario que entremos en detalles.
Sin embargo, no podemos pasar por alto que, tan pronto Israel quedó en
libertad, el Señor dispuso categóricamente que todos marcharan hacia al monte
Sinaí. ¿Por qué ese lugar? Porque ese era «el monte de Dios». En realidad,
«Horeb y Sinaí son dos nombres para la misma montaña». [2] Fue allí
donde Moisés recibió el primer mensaje que había de presentar ante el faraón
(Éxodo 3:1). [3]
Al llevarlos al Sinaí, el Señor se propuso hacer de ellos lo mismo que había
hecho de Moisés: sus mensajeros. Por eso, cuando estableció su pacto con
Israel, les aseguró que serían «un reino de sacerdotes, un pueblo consagrado a
mí» (Éxodo 19:6, DHH). En Egipto el faraón era al mismo tiempo rey y jefe de
los sacerdotes. Nadie podía tomar parte activa en los rituales a menos que el
faraón le hubiese delegado tal función. [4] Al
declarar que todos los israelitas serían sus sacerdotes, el Señor se está
proclamando como el verdadero rey de la nación hebrea. Fíjese que Dios no dijo
que ellos tendrían un reino con sacerdotes, sino que ellos serían un reino de sacerdotes. Todos tendrían funciones sacerdotales.
Esto planteaba una completa novedad en las relaciones del Señor con sus hijos,
porque hasta ese momento los únicos sacerdotes mencionados en las Escrituras
no eran descendientes de Abraham, sino ciudadanos extranjeros: Melquisedec
(Génesis 14:18); On (Génesis 41:45) y Jetro (Éxodo 3:1).
En el ideal divino no había exclusivismo alguno; todos los integrantes de
la nación formarían parte de la clase sacerdotal. La palabra hebrea usada por
Moisés, y que ha sido traducida como sacerdote, fechen, es un doblete de kun, cuyo significado básico es «estar
delante de». [5]
En reiteradas ocasiones la Biblia presenta al sacerdote como alguien que está
«delante de Jehová» (Levítico 1:11; 4:6; 6:7; Números 6:16). Cuando Dios
denomina a su pueblo un reino de sacerdotes está pregonando ante el universo
que ellos pueden estar delante de él sin ningún tipo de estorbo. En otras
palabras, todos los miembros del pueblo tendrían el excepcional privilegio
sacerdotal de tener libre acceso a Dios. [6] Fueron
comisionados como «ministros de los asuntos sagrados». [7] Isaías
recalcaría esta verdad cientos de años más tarde al proclamar: «Ustedes serán
llamados sacerdotes de Jehová, ministros de nuestro Dios» (Isaías 61:6).
Quizá usted se sienta confundido y dirá para sus adentros: «Pero Vladimir
ya dijo en un capítulo anterior que únicamente la tribu de Leví tenía funciones
sacerdotales, ¿por qué ahora dice que todo el pueblo podía estar delante de
Dios?». En primer lugar, que quede bien claro que es Dios el que indica que
todo el pueblo sería «un reino de sacerdotes», no yo. La pregunta aquí sería: ¿Por
qué si todo el pueblo iba a gozar de un rango sacerdotal, la tribu de Leví fue
la única que acabó ministrando en el templo?
Cometeremos un grave error si, al tratar de responder esta pregunta,
obviamos que cuando Moisés mencionó al pueblo las exigencias del pacto, a una
voz los israelitas respondieron: «Cumpliremos con todo lo que el Señor nos ha
ordenado» (Éxodo 19:8, NVI). Por tanto, aceptaron el desafío de ejercer las
funciones de sacerdotes. Tras esta respuesta positiva, Dios ordenó dar el
siguiente paso: preparar al pueblo a fin de que todos estuvieran listos para
presentarse delante de él. Llamó a Moisés y le dijo: «Ve y prepara al pueblo hoy y mañana para que me rinda
culto. Deben lavarse la ropa y prepararse para pasado mañana, porque pasado mañana
bajaré yo, el Señor, al monte Sinaí, a la vista de todo el pueblo» (Éxodo
19:10, 11, DHH).
Como era de esperar, al tercer día el «pueblo salió para recibir a Dios»
(versículo 17). Sin embargo, las cosas tomaron un rumbo diferente cuando los
israelitas vieron que «todo el Sinaí humeaba [...]. El humo subía como el humo
de un horno, y todo el monte se estremecía violentamente» (versículo 18).
Luego, el Señor proclamó los Diez Mandamientos en medio de estruendos,
relámpagos, bocinas, y entonces ocurrió lo insospechado: «Al ver esto, el
pueblo tuvo miedo y se mantuvo alejado. Entonces dijeron a Moisés: "Habla tú con nosotros, y nosotros
oiremos; pero no hable Dios con nosotros, para que no muramos"» (Éxodo 20:18, 19). ¿Nos
damos cuenta de lo que está sucediendo? El Señor sale a encontrarse con sus
hijos y, llegado el momento preciso para estar «delante de él» como sus
sacerdotes, ellos le dicen a Moisés que prefieren que él sea el puente de
comunicación entre ellos y Jehová. [8]
¡Inaudito!
La nación rehusó el privilegio de ser un reino de sacerdotes. Ni siquiera puedo
imaginarme la inmensa desilusión que se debió llevar el Señor al ver que su
pueblo amado había rechazado tener acceso directo a él. Dios quedó como el
novio al que le dan plantón en el altar mismo el día de la boda. Por supuesto,
desde nuestros cómodos asientos podríamos suponer, quizá con justa razón, que
los israelitas fueron muy malos; pero en lugar de emitir un juicio de valor
sobre ellos, mejor nos valdría preguntarnos si no será que nosotros también
hemos cometido el mismo error. ¿Cuántas veces hemos destruido la ilusión que
nuestro Padre celestial tenía con nosotros y lo hemos dejado plantado en el
altar?
Volvamos a Éxodo. Lamentablemente, la decisión del pueblo fue causa de
que Dios reconsiderara su ideal y suscitó la necesidad de establecer un sistema
de mediación sacerdotal. Este nuevo orden de culto estaría a cargo de los
levitas; en especial, la familia de Aarón. He aquí sus palabras: «Harás que
Aarón, tu hermano, junto a sus hijos, se acerquen a ti para que sean mis
sacerdotes entre los hijos de Israel» (Éxodo 28:1). ¿Por qué esta tribu?
Dejemos que Elena G. de White nos ofrezca la respuesta:
«Por instrucción divina se apartó a la tribu de Leví para
el servicio del santuario. En tiempos anteriores, cada hombre era sacerdote de
su propia casa. En los días de Abraham, por derecho de nacimiento, el
sacerdocio recaía sobre el hijo mayor. Ahora, en lugar del primogénito de todo
Israel, el Señor escogió a la tribu de Leví para trabajar en el santuario.
Mediante este gran honor, Dios manifestó su aprobación por la fidelidad de los
levitas, tanto por haberse adherido a su servicio como por haber ejecutado sus
juicios cuando Israel apostató al rendir culto al becerro de oro. El
sacerdocio, no obstante, se restringió a la familia de Aarón. Aarón y sus hijos
fueron los únicos a quienes se les permitió ministrar ante el Señor; al resto
de la tribu se le encargó el cuidado del tabernáculo y su mobiliario; además
debían ayudar a los sacerdotes en su ministerio, pero no podían ofrecer
sacrificios, ni quemar incienso, ni mirar los santos objetos hasta que
estuvieran cubiertos» (Patriarcas y profetas, cap. 30, p. 318).
Conviene precisar que, aunque los levitas manifestaron un elevado grado
de fidelidad en medio de la apostasía generalizada, siempre debían tener
presente que su sacerdocio era «un don de servicio» a favor del resto de la
nación (Números 18:7). Que dicho ministerio les fuera concedido como «un don»
habría de servir como un antídoto cuyo expreso propósito era evitar cualquier
actitud legalista que pudiera socavar la verdad que proclamaba que ellos fueron
elegidos por la gracia divina.
Dos
funciones de los sacerdotes
en
el Antiguo Testamento
¿Qué funciones desempeñarían estos nuevos sacerdotes? Por asunto de
espacio nada más abordaré dos: (1) ofrecer sacrificios y (2) instruir al
pueblo.
Respecto a la primera, el autor de Hebreos dice lo siguiente: «Porque
todo sumo sacerdote es escogido de entre los hombres y constituido a favor de
los hombres ante Dios, para que presente ofrendas y sacrificios por los
pecados, él puede mostrarse paciente con los ignorantes y extraviados, puesto
que él también está rodeado de debilidad, por causa de la cual debe ofrecer por
los pecados, tanto por sí mismo como también por el pueblo» (Hebreos 5:1-3).
Más adelante, hace esta afirmación: «Todo sumo sacerdote está constituido para
presentar ofrendas y sacrificios» (Hebreos 8:3). Un sacerdote que no tuviera
ofrenda sacrificial, no merecía ni siquiera estar cerca del santuario. Hebreos
recalca que para cumplir eficazmente con su trabajo, todo sacerdote debía «ser
paciente» con los demás. En otras palabras, no podía cansarse de ofrecer
sacrificios por los pecados de los extraviados e ignorantes.
¿Sabe usted por qué? Por la sencilla razón de que él también era un
mortal pecador. El sacerdote no era escogido de entre los ángeles, sino de
entre los hombres. Ello pone de manifiesto que la naturaleza del sacerdote era
tan proclive a la maldad como la del resto del pueblo. De ahí que el primer
deber del sacerdote consistía en ofrecer sacrificios por sus propios pecados.
Como dice 1 Reyes 8:46: «No hay ser humano que no peque». Esta sentencia
también incluye a los sacerdotes.
Por tanto, aunque el antiguo modelo sacerdotal había sido un medio de
bendición para todos, al mismo tiempo tenía una grave limitación: el sacerdote
no era mejor que el oferente. El profeta Oseas relata que la corrupción que
imperaba en los círculos sacerdotales de su tiempo era de tal naturaleza que
Dios mismo se vio obligado a tomar la decisión de echar a esa gente del
sacerdocio (Oseas 4:6). Esta conducta deplorable por parte de los sacerdotes
exponía ante el universo la urgente necesidad del establecimiento de un nuevo y
mejor sistema sacerdotal que estuviera encabezado por un sacerdote distinto,
uno que no fuera pecador.
La segunda función clave del sacerdote consistía en instruir al pueblo
respecto al conocimiento de la voluntad divina (ver Números 27: 21). Era su
responsabilidad «enseñar a los hijos de Israel todos los estatutos que Jehová
les había dado por medio de Moisés» (Levítico 10:10; cf. Deuteronomio 33:10). Esto incluía
orientar a la nación en asuntos relacionados con la pureza, los sacrificios y
con temas de índole judicial (Deuteronomio 17:9). [9] Bien lo
dijo Malaquías: «Porque los labios del sacerdote han de guardar la sabiduría, y
de su boca el pueblo buscará la ley; porque es mensajero de Jehová de los
ejércitos» (Malaquías 2:7). A la vez que el sacerdote ofrecía sacrificios por
los pecados del pueblo, también tenía que cumplir con su deber de enseñar a los
individuos para que no pecaran.
No obstante, debido a sus limitaciones humanas el sacerdote no siempre
fue capaz de conocer plenamente la revelación divina. Por ejemplo, ni Moisés ni
Aarón sabían qué hacer con el hombre que había sido capturado cortando leña en
sábado (Números 15:32-36). Tampoco supieron cómo dirimir la situación que
plantearon las hijas de Zelofehad (Números 27:1-11). El sumo sacerdote Eli no
fue capaz de distinguir a una mujer que oraba de una borracha (1 Samuel
1:12-15). Estos ejemplos no comportan nada grave; pero el gran problema del
sacerdocio del Antiguo Testamento es que llegó al punto de ni siquiera enseñar
adecuadamente los principios básicos que habrían de regir a la nación escogida.
Dios anunció que su «pueblo fue destruido porque le faltó conocimiento» (Oseas
4:6; cf. Isaías 1:3). ¿Por qué?
Porque el sacerdote descuidó su función magisterial, lo cual provocó que toda
una nación perdiera sus privilegios divinos. Malaquías acusó a los sacerdotes
de haber «hecho tropezar a muchos en la ley» (Malaquías 2: 8).
Evidentemente, a estos hombres, cumplir con eficacia y
responsabilidad su función como orientadores espirituales del pueblo de Dios le
resultaba extremadamente difícil. Además de ser pecadores, jamás fueron capaces
de conocer «todo el consejo de Dios». Una vez más se impone la necesidad de un
mejor sacerdote, uno que sí pueda conocer todo lo que Dios quiere enseñarnos y
que pueda hacerlo con fidelidad. ¿Quién sería ese sacerdote? Solo existe una
respuesta: Jesús.
Un mejor sacerdote
Para nadie es un secreto que el libro de Hebreos presenta de manera
inequívoca que, en todos los sentidos, el sacerdocio de Cristo es superior al
sacerdocio levítico. De hecho, aunque podemos encontrar vestigios de la obra
sacerdotal de Cristo en todo el Nuevo Testamento, Hebreos es el único libro
canónico que se refiere explícitamente al Señor como sacerdote. Ello pone de
manifiesto que si queremos obtener una idea clara de la obra mediadora de
Jesús, hemos de dirigir nuestra atención a dicho libro. Recientemente coordiné
la publicación en español de una obra digna de ser leída por todos: Gracia para el oportuno
socorro: El mensaje de Hebreos hoy. Reproduzco una declaración de su autor, el doctor William
G. Johnson: «A lo largo del libro de Hebreos, el apóstol no trata de demostrar que Jesús es sumo sacerdote, sino
más bien de establecer qué clase de sumo sacerdote es». [10]
Reflexionemos sobre algunos aspectos relacionados con qué clase de sacerdote es
Jesús.
Jesús ejerce un ministerio sacerdotal lleno de misericordia y fidelidad.
La gente siempre ha precisado de sacerdotes misericordiosos y fieles. Lo triste
del caso es que muchas veces se ha pasado por alto que ese tipo de sacerdote
solo se halla en Jesús. ¿No ha notado que su vecino insiste en buscar
misericordia y fidelidad confesando sus pecados ante un sacerdote católico?
Quizás él no sepa por qué lo hace; pero dicha práctica está enraizada en ese
deseo humano de hablar con alguien que tenga la capacidad o la disposición de
entenderlo y ofrecerle una respuesta bondadosa. El falso sistema de mediación
sacerdotal que existe en la iglesia popular surgió a raíz de las terribles
persecuciones que se lanzaron contra los cristianos desde mediados del siglo
111 hasta principios del siglo IV.
En 250 el emperador Decio decretó que los cristianos debían abandonar su
fe o morir. Como era de esperar, muchos sellaron su fidelidad al Señor con su
propia vida. Pero otros sucumbieron y decidieron ofrecer sacrificios al
emperador. Tras ceder un poco el fuego de la persecución, algunos recapacitaron
y pidieron ser admitidos de nuevo en la iglesia. El tema de la reinstauración
de los apóstatas suscitó arduos debates. Un grupo decía que esa gente no debía
volver a formar parte del cuerpo de Cristo. Personajes de la talla de
Tertuliano y Novaciano creían que la apostasía era un pecado imperdonable y
que, por ende, los apóstatas no debían volver a ser admitidos en la comunidad
de creyentes. Pero otros diferían de esta opinión. Por ejemplo, Cornelio, el
obispo de Roma, argüía que todo el que se arrepintiera de su apostasía podía
ser perdonado.
Si a usted le hubiera tocado vivir en aquella época, ¿a quién acudiría?
¿Al obispo de Roma, que perdona y acepta, o a Novaciano, que condena para
siempre? ¿Qué cree usted que hizo la gente? Evidentemente, la mayoría acudió al
obispo de Roma, pues la gente de aquella época, igual que nosotros, quería
recibir empatía y perdón. Lamentablemente, ese asunto fue degenerando y el
obispo de Roma terminó adjudicándose el derecho exclusivo de perdonar pecados y
se consideró a sí mismo como el único puente-pontífice que existe entre Dios y
los hombres. Quizá, si desde el principio Novaciano y su grupo hubieran
manifestado más misericordia y perdón, habría sido más difícil para el enemigo
poder establecer un sistema de mediación falsa que terminaría usurpando la
obra sacerdotal de Cristo.
Por suerte para nosotros, el mensaje de Hebreos sigue siendo que en todo
momento, en los tiempos de Decio o en los nuestros, si el pecador quiere hallar
perdón, Cristo, nuestro Sumo Sacerdote, siempre estaría listo para perdonarnos
y admitirnos en su iglesia. Hebreos describe la mediación sacerdotal del Señor
como un elemento continuo, pues él «vive siempre para interceder por ellos»
(Hebreos 7:26, NVI). Si por alguna razón, usted siente que su vida espiritual
está a punto de desfallecer a causa de las pruebas y dificultades, y que sus
pecados se han convertido en una pena que lo ahoga, recuerde que puede
acercarse «confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y
hallar gracia para el oportuno socorro» (Hebreos 4:16). Usted puede confiar en
un sacerdote que es «autor de eterna salvación» (Hebreos 5:9). Como bien lo
dijo Moisés, «Dios es grande en misericordia» (Éxodo 34:6). De hecho, nuestro
Señor anhela que todos lleguemos a ser «monumentos de la misericordia de Dios y
de la eficacia de la sangre de Cristo para limpiar del pecado» (Los hechos de los
apóstoles, cap.
24, p. 189).
Un sacerdote misericordioso y fiel fue quien ministró a favor de la mujer
pecadora de Juan 8 y trató con misericordia al tramposo de Zaqueo. Fue Jesús
quien restauró a Pedro, después de que el bravucón apóstol lo hubo negado tres
veces. Cristo es el sacerdote que lo ha tratado a usted con misericordia y
bondad, que le ha perdonado todos sus pecados. ¿Sabe por qué? Porque él es
fiel. ¿Fiel a qué? Fiel a su palabra de perdonar «todo pecado y blasfemia»
(Mateo 12:31). Si ese sacerdote es capaz de perdonar todo pecado, ¿por qué
seguir rehusando acudir a él y procurar el perdón que tanto anhelamos? Las
palabras de Juan no podían ser más claras: «Si confesamos nuestros pecados, él
es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad» (1
Juan 1: 9). No sé usted, pero yo no busco un sacerdote que me condene; yo
anhelo uno que me mire a los ojos, penetre hasta lo más recóndito del alma y me
diga: «Hijo, tus pecados te son perdonados» (Mar. 2: 5). ¡Ese sacerdote es
Jesús!
En los tiempos del Nuevo Testamento la función de sumo sacerdote
implicaba ocupar la posición más encumbrada de la comunidad judía. Más que un
servidor, el sumo sumosacerdocio había devenido en una posición principesca.
Emil Schürer dice claramente que los «sumos sacerdotes de la época premacabea
y los de la asmonea no eran simples sacerdotes, sino también príncipes». [11]
Encontramos un ejemplo de esto en el primer libro de los Macabeos, uno de los
apócrifos, cuando relata que Jonatán, el sumo sacerdote, asistió «con gran
pompa» a la boda del rey Alejandro, se entrevistó con reyes, y «les ofreció
regalos de oro y plata, y muchas otras cosas, y se ganó su amistad» (1 Macabeos
10: 60, DHH). El rey Alejandro «lo cubrió de honores, lo inscribió en el grupo
de los primeros amigos del rey, y lo nombró jefe militar y gobernador de la
provincia» (versículo 65). Es evidente que aquel sumo sacerdote era un gran
personaje.
La búsqueda de este tipo de gloria mundanal impulsó a Jasón a traicionar
a su hermano Onías, que era el sumo sacerdote, y tras ofrecer una enorme
fortuna a Antíoco Epífanes, «compró con dinero el cargo de sumo sacerdote» (2
Macabeos 4:7, DHH). Pero llegó un mejor cliente, Menelao, que le pagó a Antíoco
un poco más de dinero y consiguió que «le diera el cargo de sumo sacerdote»
(vers. 24). Lo más terrible de todo esto es que algunos llegaron a apoyarse en
la misma ley de Moisés para conseguir el puesto y poder acceder a los
emolumentos del sumosacerdocio. No cabe duda de que usted y yo estaríamos de
acuerdo en afirmar que estos últimos eran los más espirituales. Josefo relata
que Antígono le arrancó la oreja de un mordisco al sumo sacerdote Hircano.
Luego se basó en tal defecto físico para asegurarse de que Hircano jamás
pudiera ni siquiera acercarse al templo. No olvide que la ley prohibía que una
persona con defectos físicos llegara a formar parte del círculo sacerdotal
(Levítico 21:18). ¡Bravo por Antígono! Era un hombre muy celoso de que se
cumpliera un «Así dice el Señor». Por eso Albert Vanhoye afirma que «en las
costumbres de aquel tiempo el camino de acceso al sacerdocio era el de la
ambición». [12]
Quizá que nos sea de mucha utilidad reflexionar sobre esta pregunta: ¿Cuántos
de nosotros habremos utilizado alguna porción de la Santa Palabra para
justificar nuestras no santificadas ambiciones personales y humillar a quienes
pudieran evitar que cumplamos con nuestro inicuo deseo?
Mi querido lector, el caso es que llegar a ser sumo sacerdote siempre fue
un gran privilegio. Y no es para menos, pues el que ostentaba dicho cargo era
«el jefe político de la nación». [13] ¿Y qué
tiene que ver toda esta perorata histórica con Cristo?
Vamos a aplicar el método de estudio de la lección de la Escuela
Sabática. Aquí tiene una pregunta y, tras haber leído el texto bíblico, usted
la responderá. ¿Qué necesita Cristo para llegar a ser sumo sacerdote? Lea
Hebreos 2:17. ¿Ya sabe la respuesta? Si Jesús quería llegar a ser nuestro sumo
sacerdote, «debía ser en todo semejante a sus hermanos». Tenga presente que el
autor de Hebreos ya había afirmado en el capítulo anterior que Cristo es
superior a los ángeles, que él fue el creador del universo, que en él podíamos
contemplar la gloria del Señor, que Jesús es Dios por los siglos de los siglos
(Hebreos 1:2, 3, 9). Sin embargo, ese ser majestuoso si quería llegar a ser
nuestro sumo sacerdote, el «puente» entre el Dios y los pecadores, «debía»
convertirse en uno de nosotros. Como leímos más arriba si «todo sumo sacerdote
es escogido de entre los hombres», entonces el Dios del cielo, para poder
ejercer como nuestro sumo sacerdote en el santuario celestial, tenía que
«humillarse a sí mismo», encarnarse y vivir entre nosotros (Filipenses 2:5-7).
El autor de Hebreos es contundente: el Hijo de Dios se encarnó para convertirse
en nuestro sumo sacerdote.
Al hacerse carne y «habitar entre nosotros», Cristo se preparó para
enfrentarse a la muerte, destruir al diablo y abrir el camino para que todos
nosotros tengamos entrada al reino de los cielos. Para Jesús, el ministerio sumosacerdotal
no es una senda que conduzca hacia la gloria y la grandeza, sino hacia la
humildad y el servicio a favor de los que buscan ser humildes como él. No se
colocó por encima del pueblo, sino que se hizo uno del pueblo. Pero, ¿por qué
lo hizo? Porque resulta «casi imposible entender a alguien a menos que uno
pueda identificarse con su experiencia». [14] Si
quería salvarnos e identificarse con nosotros, Jesús tenía que experimentar por
en sí mismo lo que implica tratar de ser fiel a Dios en el terreno del diablo.
Por eso el Señor se enfrentó a «los aspectos más dramáticos y más dolorosos de
la existencia humana: las pruebas y las tentaciones, los sufrimientos y la
muerte», [15]
y ahora él puede «compadecerse de nuestras debilidades» (Hebreos 4:15).
¿Acaso no es eso lo que necesitamos: un sacerdote que pueda dejar de lado
la ostentación de su altar y descender a los más profundos abismos de nuestra
existencia? La humildad sacerdotal de Cristo quedó evidenciada a lo largo de su
ministerio terrenal. El leproso no requería un sacerdote que, tras haberle
certificado que estaba contaminado con tan terrible plaga, lo excomulgara del
pueblo; él precisaba sentir el roce y el palpitar suave de una mano sacerdotal
que lo curara. Jesús lo hizo. Mientras el sumo sacerdote evitaba estar cerca de
un cadáver, la viuda de Naín anhelaba la llegada de un sacerdote que tocara a
su hijo muerto y lo resucitara. Jesús lo hizo. Las leyes sacerdotales prohibían
a Mateo que se acercara al templo, pero el cobrador de impuestos necesitaba un
sacerdote que lo llamara a estar a su lado. Jesús lo hizo. Elena G. de White
escribió: «Al revestirse de la humanidad, nuestro Salvador une sus intereses
con los de los caídos hijos e hijas de Adán» (El Deseado de todas las gentes, cap. 14, p. 121). Sí, Cristo une el cielo con la tierra.
Pablo afirma categóricamente que solo existe «un mediador entre Dios y los
hombres: Jesucristo hombre»
(1 Timoteo 2:5).
Un día, en Escocia, John Foster llegó a su casa y encontró a su hija
llorando con gran amargura.
—¿Por qué lloras? —le preguntó.
—Lloro porque, en China, los tanques japoneses han entrado en Cantón.
Mucha gente no había dado importancia a la noticia. Pero ella, cuando lo
supo, lloró porque había nacido en Cantón. Era la ciudad donde se había criado.
Allí estaban sus amigos y sus maestros. Se solidarizaba con el sufrimiento que
la invasión japonesa provocaría a aquella gente porque ella formaba parte de
ellos.
Quizá usted se pregunte: «¿Y por qué Jesús está listo para socorrernos?».
La respuesta es porque él se solidariza con nuestros problemas y se identifica
con nuestras luchas. «Cuando tenemos algo triste que contar, cuando la vida nos
ha calado hasta los huesos con sus lágrimas, no acudimos a un Dios que es
incapaz de comprender lo que nos ha sucedido, sino que acudimos a un Dios que
ha estado allí. Por eso mismo, si podemos decirlo así, le resulta tan fácil
comprender, ayudar y perdonar». [16]
Un rasgo distintivo del sumosacerdocio de Jesús es que, a pesar de que
conoce bien lo que significa vivir en este mundo, él no tiene que ofrecer
sacrificios por sus propios pecados, pues él es un sumo sacerdote «santo,
inocente, sin mancha, apartado de los pecadores y hecho más sublime que los
cielos» (Hebreos 7:26). Lo interesante es que aunque es más sublime que los
cielos, Jesús insiste en ser el puente a través del cual podemos tener un
vínculo permanente con Dios. Él es el pontífice que permite que gente pecadora,
como usted y como yo, abriguemos en nuestra alma la seguridad de que tenemos
acceso directo al trono de Dios. ¡Qué humilde es nuestro Señor! Se humilló para
poder ser nuestro sumo sacerdote. ¿No le gustaría avanzar hacia la eternidad caminando
por ese puente?
[1] Samuel Vila, Enciclopedia de anécdotas e ilustraciones (Terrassa, Barcelona: CLIE, 2003), tomo 2, p. 60.
[2] Francis D.
Nichol, ed., Comentario
bíblico adventista (Buenos Aires:
ACES, 1992), tomo 1, p. 520.
[4] John H. Walton, Ancient
Near Eastern Thought and the Old Testament (Grand Rapids: Baker Academic, 2006), p. 130.
[5] W. Dommershausen, «kohen» en G.
Johannes Botterweck, Helmer Ringgren y Heinz-Iosef Fabry, eds., Theological
Dictionary of the Old Testament (Grand Rapids, MI:
William B. Eerdmans, 1995), vol. VII, p. 66.
[7] I. Barton Payne, «kohen» en R. Laird
Harris, Gleason L. Archer, Jr. y Bruce K. Waltke, eds., Theological
Wordbook of the Old Testament (Chicago: Moody, 1980),
p. 431.
[9] Philip Jenson, «khn» en Willem A.
VanGemeren, ed„ New International Dictionary of Old Testament
Theology & Exegesis (Grand Rapids: Zondervan,
1997), t. 2, p. 602.
[11] Emil Schürer,
Historia del
pueblo judío en
tiempos de Jesús (Madrid: Cristiandad,
1985), 1.11, p. 303. Para detalles adicionales sobre el sacerdocio en estos tiempos, ver H.
W. Basser, «Priest and Priesthood, Jewish» en Craig Evans y Stanley Porter,
eds., Dictionary of the New Testament Background (Downers Grove, Ilinois: InterVarsity, 2000), pp. 824-827.
[12] Albert
Vanhoye, Sacerdotes
antiguos, sacerdote nuevo
según el Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 1984), p. 83.
[16] William Barclay, Comentario al Nuevo Testamento: 17 tomos en 1 (Barcelona: CLIE, 2008), p. 892.
Cristo, nuestro Sumo Sacerdote
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11/19/2013
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