Cristo, nuestro Sumo Sacerdote


E
n cierta ocasión el científico suizo Louis Agassiz y su hermano menor recibieron de parte de su madre el encargo de llevar algo a su padre. Sin embargo, para poder cumplir la orden de su progenitora, tenían que atravesar un lago que estaba hecho todo un bloque de hielo. Tras haber analizado la situación, decidieron lanzarse a la aventura bajo la mirada protectora de su madre. Cuando casi estaban llegando al lado opuesto, la madre logró divisar una grieta muy amplia que se hallaba delante de ellos. Louis no tuvo problemas en saltar la brecha del lago; no obstante, su hermano menor era muy pequeño y no tenía la capacidad de cruzar la abertura por sí mismo como lo había hecho su hermano mayor. La madre, que veía con expectación lo que estaba pasando, solo atinó a exclamar: «¡El pequeño caerá en el agua y se ahogará! No puede dar un salto tan largo».
Entonces, sucedió lo inesperado, Louis se extendió por encima de la grieta y logró fijar sus manos hasta donde se encontraba su hermano menor. Su cuerpo sirvió de puente para que el más pequeño cruzara, y de esa forma evitó que su hermanito cayera en las gélidas aguas. [1]
Si usted tuviera que darle un apodo a Louis por tan valiente acto, ¿cuál sería? ¿Ya sabe cómo lo llamará? Muy bien. Ahora le revelaré mi propuesta: yo lo llamaría «pon­tífice». ¿Le sorprende que lo llame así? Entiendo su desconcierto, ya que cuando oímos dicha expresión de inmediato la asociamos con el obispo Roma, a quien la Iglesia Católica considera el «Sumo
Pontífice» De paso, en su primera audiencia ante miembros del cuerpo diplomático acreditados en el Vaticano, el papa Francisco declaró: «Uno de los títulos del obispo de Roma es "Pontífice", es decir, el que construye puentes, entre Dios y los hombres». ¿Estoy diciendo que Louis Agassiz se convirtió en un «papa» cuando usó su cuerpo para salvar a su hermano? En absoluto. Louis se convirtió en «pontífice» porque dicha palabra, en realidad, significa «el que establece un puente». Louis fue un puente para que su hermano menor no muriera y pudiera cruzar el lago.
¿Y qué tiene que ver la construcción de un puente con el tema del santuario? Curio­samente, cuando Jerónimo de Estridón vertió el Nuevo Testamento del griego al latín, tradujo la palabra griega archiereos, sumo sacerdote, como pontifex. En la Vulgata Latina, Jesús es llamado pontifex en Hebreos 2:17; 3:1; 4:14, 15; entre otros pasajes. La Reina-Valera antigua (1602, 1909) usa «pontífice» en lugar de «Sumo Sacerdote» en todos los casos. En todos los casos, las versiones modernas suelen traducir pontifex como «sumo sacerdote». Es que si una persona ejerce las funciones de puente entre Dios y los seres humanos está desempeñando el papel de un sumo sacerdote. Eso mismo fue lo que hizo Jesús cuando se extendió entre el cielo y la tierra para que nosotros pudiéramos tener acceso al Padre. Como usted sabrá, la brecha que nos separó del cielo se abrió a causa de nuestros pecados. El profeta Isaías lo dice sin ambages: «Pero las iniquidades de ustedes han hecho separación entre ustedes y su Dios» (Isaías 59:2, NBLH). Para eliminar tal se­paración resultaba inevitable e inminente la construcción de un «puente» que abriera un camino entre los pecadores y el Dios santo. Por supuesto, el interés por establecer esta vía de acceso y comunicación no se originó en la tierra sino en el cielo.
El sacerdocio del Antiguo Testamento
Muchos años después de la entrada del pecado, el Señor decidió salir en busca de sus hijos y rescatarlos de la esclavitud egipcia. Para llevar a cabo su plan de liberación Dios suscitó un instrumento que sirvió como puente a través del cual fluyó la comuni­cación con su pueblo. Ese puente fue Moisés. Desde Éxodo 3 hasta Éxodo 19 el otrora príncipe de Egipto hizo las veces de vía de comunicación entre el Señor y los israelitas. Sin duda que usted conoce el resto de la historia, por lo que no es necesario que entre­mos en detalles.
Sin embargo, no podemos pasar por alto que, tan pronto Israel quedó en libertad, el Señor dispuso categóricamente que todos marcharan hacia al monte Sinaí. ¿Por qué ese lugar? Porque ese era «el monte de Dios». En realidad, «Horeb y Sinaí son dos nombres para la misma montaña». [2] Fue allí donde Moisés recibió el primer mensaje que había de presentar ante el faraón (Éxodo 3:1). [3] Al llevarlos al Sinaí, el Señor se propuso hacer de ellos lo mismo que había hecho de Moisés: sus mensajeros. Por eso, cuando estableció su pacto con Israel, les aseguró que serían «un reino de sacerdotes, un pueblo consagrado a mí» (Éxodo 19:6, DHH). En Egipto el faraón era al mismo tiempo rey y jefe de los sa­cerdotes. Nadie podía tomar parte activa en los rituales a menos que el faraón le hubiese delegado tal función. [4] Al declarar que todos los israelitas serían sus sacerdotes, el Señor se está proclamando como el verdadero rey de la nación hebrea. Fíjese que Dios no dijo que ellos tendrían un reino con sacerdotes, sino que ellos serían un reino de sacerdotes. Todos tendrían funciones sacerdotales. Esto planteaba una completa novedad en las re­laciones del Señor con sus hijos, porque hasta ese momento los únicos sacerdotes men­cionados en las Escrituras no eran descendientes de Abraham, sino ciudadanos extran­jeros: Melquisedec (Génesis 14:18); On (Génesis 41:45) y Jetro (Éxodo 3:1).
En el ideal divino no había exclusivismo alguno; todos los integrantes de la nación formarían parte de la clase sacerdotal. La palabra hebrea usada por Moisés, y que ha sido traducida como sacerdote, fechen, es un doblete de kun, cuyo significado básico es «estar delante de». [5] En reiteradas ocasiones la Biblia presenta al sacerdote como alguien que está «delante de Jehová» (Levítico 1:11; 4:6; 6:7; Números 6:16). Cuando Dios denomina a su pueblo un reino de sacerdotes está pregonando ante el universo que ellos pueden estar delante de él sin ningún tipo de estorbo. En otras palabras, todos los miembros del pueblo tendrían el excepcional privilegio sacerdotal de tener libre acceso a Dios. [6] Fueron comisionados como «ministros de los asuntos sagrados». [7] Isaías recalcaría esta verdad cientos de años más tarde al proclamar: «Ustedes serán llamados sacerdotes de Jehová, ministros de nuestro Dios» (Isaías 61:6).
Quizá usted se sienta confundido y dirá para sus adentros: «Pero Vladimir ya dijo en un capítulo anterior que únicamente la tribu de Leví tenía funciones sacerdotales, ¿por qué ahora dice que todo el pueblo podía estar delante de Dios?». En primer lugar, que quede bien claro que es Dios el que indica que todo el pueblo sería «un reino de sacerdotes», no yo. La pregunta aquí sería: ¿Por qué si todo el pueblo iba a gozar de un rango sacerdotal, la tribu de Leví fue la única que acabó ministrando en el templo?
Cometeremos un grave error si, al tratar de responder esta pregunta, obviamos que cuando Moisés mencionó al pueblo las exigencias del pacto, a una voz los israelitas respondieron: «Cumpliremos con todo lo que el Señor nos ha ordenado» (Éxodo 19:8, NVI). Por tanto, aceptaron el desafío de ejercer las funciones de sacerdotes. Tras esta respuesta positiva, Dios ordenó dar el siguiente paso: preparar al pueblo a fin de que todos estuvieran listos para presentarse delante de él. Llamó a Moisés y le dijo: «Ve y prepara al pueblo hoy y mañana para que me rinda culto. Deben lavarse la ropa y prepa­rarse para pasado mañana, porque pasado mañana bajaré yo, el Señor, al monte Sinaí, a la vista de todo el pueblo» (Éxodo 19:10, 11, DHH).
Como era de esperar, al tercer día el «pueblo salió para recibir a Dios» (versículo 17). Sin embargo, las cosas tomaron un rumbo diferente cuando los israelitas vieron que «todo el Sinaí humeaba [...]. El humo subía como el humo de un horno, y todo el monte se estremecía violentamente» (versículo 18). Luego, el Señor proclamó los Diez Mandamientos en medio de estruendos, relámpagos, bocinas, y entonces ocurrió lo insospechado: «Al ver esto, el pueblo tuvo miedo y se mantuvo alejado. Entonces dijeron a Moisés: "Habla tú con nosotros, y nosotros oiremos; pero no hable Dios con nosotros, para que no mura­mos"» (Éxodo 20:18, 19). ¿Nos damos cuenta de lo que está sucediendo? El Señor sale a encontrarse con sus hijos y, llegado el momento preciso para estar «delante de él» como sus sacerdotes, ellos le dicen a Moisés que prefieren que él sea el puente de comunicación entre ellos y Jehová. [8] ¡Inaudito!
La nación rehusó el privilegio de ser un reino de sacerdotes. Ni siquiera puedo imaginarme la inmensa desilusión que se debió llevar el Señor al ver que su pueblo amado había rechazado tener acceso directo a él. Dios quedó como el novio al que le dan plantón en el altar mismo el día de la boda. Por supuesto, desde nuestros cómodos asientos podríamos suponer, quizá con justa razón, que los israelitas fueron muy malos; pero en lugar de emitir un juicio de valor sobre ellos, mejor nos valdría preguntarnos si no será que nosotros también hemos cometido el mismo error. ¿Cuántas veces hemos destruido la ilusión que nuestro Padre celestial tenía con nosotros y lo hemos dejado plantado en el altar?
Volvamos a Éxodo. Lamentablemente, la decisión del pueblo fue causa de que Dios reconsiderara su ideal y suscitó la necesidad de establecer un sistema de mediación sacerdotal. Este nuevo orden de culto estaría a cargo de los levitas; en especial, la familia de Aarón. He aquí sus palabras: «Harás que Aarón, tu hermano, junto a sus hijos, se acerquen a ti para que sean mis sacerdotes entre los hijos de Israel» (Éxodo 28:1). ¿Por qué esta tribu? Dejemos que Elena G. de White nos ofrezca la respuesta:
«Por instrucción divina se apartó a la tribu de Leví para el servicio del santuario. En tiempos anteriores, cada hombre era sacerdote de su propia casa. En los días de Abraham, por derecho de nacimiento, el sacerdocio recaía sobre el hijo mayor. Ahora, en lugar del primogénito de todo Israel, el Señor escogió a la tribu de Leví para trabajar en el santuario. Mediante este gran honor, Dios manifestó su apro­bación por la fidelidad de los levitas, tanto por haberse adherido a su servicio como por haber ejecutado sus juicios cuando Israel apostató al rendir culto al becerro de oro. El sacerdocio, no obstante, se restringió a la familia de Aarón. Aarón y sus hijos fueron los únicos a quienes se les permitió ministrar ante el Se­ñor; al resto de la tribu se le encargó el cuidado del tabernáculo y su mobiliario; además debían ayudar a los sacerdotes en su ministerio, pero no podían ofrecer sacrificios, ni quemar incienso, ni mirar los santos objetos hasta que estuvieran cubiertos» (Patriarcas y profetas, cap. 30, p. 318).
Conviene precisar que, aunque los levitas manifestaron un elevado grado de fide­lidad en medio de la apostasía generalizada, siempre debían tener presente que su sa­cerdocio era «un don de servicio» a favor del resto de la nación (Números 18:7). Que dicho ministerio les fuera concedido como «un don» habría de servir como un antídoto cuyo expreso propósito era evitar cualquier actitud legalista que pudiera socavar la verdad que proclamaba que ellos fueron elegidos por la gracia divina.
Dos funciones de los sacerdotes
en el Antiguo Testamento
¿Qué funciones desempeñarían estos nuevos sacerdotes? Por asunto de espacio nada más abordaré dos: (1) ofrecer sacrificios y (2) instruir al pueblo.
Respecto a la primera, el autor de Hebreos dice lo siguiente: «Porque todo sumo sacerdote es escogido de entre los hombres y constituido a favor de los hombres ante Dios, para que presente ofrendas y sacrificios por los pecados, él puede mostrarse pa­ciente con los ignorantes y extraviados, puesto que él también está rodeado de debilidad, por causa de la cual debe ofrecer por los pecados, tanto por sí mismo como también por el pueblo» (Hebreos 5:1-3). Más adelante, hace esta afirmación: «Todo sumo sacerdote está constituido para presentar ofrendas y sacrificios» (Hebreos 8:3). Un sacerdote que no tuviera ofrenda sacrificial, no merecía ni siquiera estar cerca del santuario. Hebreos recalca que para cumplir eficazmente con su trabajo, todo sacerdote debía «ser paciente» con los demás. En otras palabras, no podía cansarse de ofrecer sacrificios por los pecados de los extraviados e ignorantes.
¿Sabe usted por qué? Por la sencilla razón de que él también era un mortal pecador. El sacerdote no era escogido de entre los ángeles, sino de entre los hombres. Ello pone de manifiesto que la naturaleza del sacerdote era tan proclive a la maldad como la del resto del pueblo. De ahí que el primer deber del sacerdote consistía en ofrecer sacrificios por sus propios pecados. Como dice 1 Reyes 8:46: «No hay ser humano que no peque». Esta sentencia también incluye a los sacerdotes.
Por tanto, aunque el antiguo modelo sacerdotal había sido un medio de bendición para todos, al mismo tiempo tenía una grave limitación: el sacerdote no era mejor que el oferente. El profeta Oseas relata que la corrupción que imperaba en los círculos sa­cerdotales de su tiempo era de tal naturaleza que Dios mismo se vio obligado a tomar la decisión de echar a esa gente del sacerdocio (Oseas 4:6). Esta conducta deplorable por parte de los sacerdotes exponía ante el universo la urgente necesidad del establecimiento de un nuevo y mejor sistema sacerdotal que estuviera encabezado por un sacerdote distinto, uno que no fuera pecador.
La segunda función clave del sacerdote consistía en instruir al pueblo respecto al conocimiento de la voluntad divina (ver Números 27: 21). Era su responsabilidad «enseñar a los hijos de Israel todos los estatutos que Jehová les había dado por medio de Moisés» (Levítico 10:10; cf. Deuteronomio 33:10). Esto incluía orientar a la nación en asuntos relacionados con la pureza, los sacrificios y con temas de índole judicial (Deuteronomio 17:9). [9] Bien lo dijo Malaquías: «Porque los labios del sacerdote han de guardar la sabiduría, y de su boca el pueblo buscará la ley; porque es mensajero de Jehová de los ejércitos» (Malaquías 2:7). A la vez que el sacerdote ofrecía sacrificios por los pecados del pueblo, también tenía que cumplir con su deber de enseñar a los individuos para que no pecaran.
No obstante, debido a sus limitaciones humanas el sacerdote no siempre fue capaz de conocer plenamente la revelación divina. Por ejemplo, ni Moisés ni Aarón sabían qué hacer con el hombre que había sido capturado cortando leña en sábado (Números 15:32-36). Tampoco supieron cómo dirimir la situación que plantearon las hijas de Zelofehad (Números 27:1-11). El sumo sacerdote Eli no fue capaz de distinguir a una mujer que oraba de una borracha (1 Samuel 1:12-15). Estos ejemplos no comportan nada grave; pero el gran problema del sacerdocio del Antiguo Testamento es que llegó al punto de ni siquiera enseñar adecuadamente los principios básicos que habrían de regir a la nación escogida. Dios anunció que su «pueblo fue destruido porque le faltó conocimiento» (Oseas 4:6; cf. Isaías 1:3). ¿Por qué? Porque el sacerdote descuidó su función magisterial, lo cual provocó que toda una nación perdiera sus privilegios divinos. Malaquías acusó a los sacerdotes de haber «hecho tropezar a muchos en la ley» (Malaquías 2: 8).
Evidentemente, a estos hombres, cumplir con eficacia y responsabilidad su función como orientadores espirituales del pueblo de Dios le resultaba extremadamente difícil. Además de ser pecadores, jamás fueron capaces de conocer «todo el consejo de Dios». Una vez más se impone la necesidad de un mejor sacerdote, uno que sí pueda conocer todo lo que Dios quiere enseñarnos y que pueda hacerlo con fidelidad. ¿Quién sería ese sacerdote? Solo existe una respuesta: Jesús.
Un mejor sacerdote
Para nadie es un secreto que el libro de Hebreos presenta de manera inequívoca que, en todos los sentidos, el sacerdocio de Cristo es superior al sacerdocio levítico. De hecho, aunque podemos encontrar vestigios de la obra sacerdotal de Cristo en todo el Nuevo Testamento, Hebreos es el único libro canónico que se refiere explícitamente al Señor como sacerdote. Ello pone de manifiesto que si queremos obtener una idea clara de la obra mediadora de Jesús, hemos de dirigir nuestra atención a dicho libro. Recien­temente coordiné la publicación en español de una obra digna de ser leída por todos: Gracia para el oportuno socorro: El mensaje de Hebreos hoy. Reproduzco una declaración de su autor, el doctor William G. Johnson: «A lo largo del libro de Hebreos, el apóstol no trata de demostrar que Jesús es sumo sacerdote, sino más bien de establecer qué clase de sumo sacerdote es». [10] Reflexionemos sobre algunos aspectos relacionados con qué clase de sacerdote es Jesús.
Jesús ejerce un ministerio sacerdotal lleno de misericordia y fidelidad. La gente siempre ha precisado de sacerdotes misericordiosos y fieles. Lo triste del caso es que muchas veces se ha pasado por alto que ese tipo de sacerdote solo se halla en Jesús. ¿No ha notado que su vecino insiste en buscar misericordia y fidelidad confesando sus pecados ante un sacerdote católico? Quizás él no sepa por qué lo hace; pero dicha práctica está enraizada en ese deseo humano de hablar con alguien que tenga la capa­cidad o la disposición de entenderlo y ofrecerle una respuesta bondadosa. El falso sistema de mediación sacerdotal que existe en la iglesia popular surgió a raíz de las terribles persecuciones que se lanzaron contra los cristianos desde mediados del siglo 111 hasta principios del siglo IV.
En 250 el emperador Decio decretó que los cristianos debían abandonar su fe o morir. Como era de esperar, muchos sellaron su fidelidad al Señor con su propia vida. Pero otros sucumbieron y decidieron ofrecer sacrificios al emperador. Tras ceder un poco el fuego de la persecución, algunos recapacitaron y pidieron ser admitidos de nuevo en la iglesia. El tema de la reinstauración de los apóstatas suscitó arduos debates. Un grupo decía que esa gente no debía volver a formar parte del cuerpo de Cristo. Personajes de la talla de Tertuliano y Novaciano creían que la apostasía era un pecado imperdonable y que, por ende, los apóstatas no debían volver a ser admitidos en la comunidad de creyentes. Pero otros diferían de esta opinión. Por ejemplo, Cornelio, el obispo de Roma, argüía que todo el que se arrepintiera de su apostasía podía ser perdonado.
Si a usted le hubiera tocado vivir en aquella época, ¿a quién acudiría? ¿Al obispo de Roma, que perdona y acepta, o a Novaciano, que condena para siempre? ¿Qué cree usted que hizo la gente? Evidentemente, la mayoría acudió al obispo de Roma, pues la gente de aquella época, igual que nosotros, quería recibir empatía y perdón. Lamenta­blemente, ese asunto fue degenerando y el obispo de Roma terminó adjudicándose el derecho exclusivo de perdonar pecados y se consideró a sí mismo como el único puente-pontífice que existe entre Dios y los hombres. Quizá, si desde el principio Novaciano y su grupo hubieran manifestado más misericordia y perdón, habría sido más difícil para el enemigo poder establecer un sistema de mediación falsa que terminaría usur­pando la obra sacerdotal de Cristo.
Por suerte para nosotros, el mensaje de Hebreos sigue siendo que en todo momento, en los tiempos de Decio o en los nuestros, si el pecador quiere hallar perdón, Cristo, nuestro Sumo Sacerdote, siempre estaría listo para perdonarnos y admitirnos en su iglesia. Hebreos describe la mediación sacerdotal del Señor como un elemento continuo, pues él «vive siempre para interceder por ellos» (Hebreos 7:26, NVI). Si por alguna razón, usted siente que su vida espiritual está a punto de desfallecer a causa de las pruebas y dificultades, y que sus pecados se han convertido en una pena que lo ahoga, recuerde que puede acercarse «confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro» (Hebreos 4:16). Usted puede confiar en un sa­cerdote que es «autor de eterna salvación» (Hebreos 5:9). Como bien lo dijo Moisés, «Dios es grande en misericordia» (Éxodo 34:6). De hecho, nuestro Señor anhela que todos lleguemos a ser «monumentos de la misericordia de Dios y de la eficacia de la sangre de Cristo para limpiar del pecado» (Los hechos de los apóstoles, cap. 24, p. 189).
Un sacerdote misericordioso y fiel fue quien ministró a favor de la mujer pecadora de Juan 8 y trató con misericordia al tramposo de Zaqueo. Fue Jesús quien restauró a Pedro, después de que el bravucón apóstol lo hubo negado tres veces. Cristo es el sa­cerdote que lo ha tratado a usted con misericordia y bondad, que le ha perdonado todos sus pecados. ¿Sabe por qué? Porque él es fiel. ¿Fiel a qué? Fiel a su palabra de perdonar «todo pecado y blasfemia» (Mateo 12:31). Si ese sacerdote es capaz de perdonar todo pecado, ¿por qué seguir rehusando acudir a él y procurar el perdón que tanto anhela­mos? Las palabras de Juan no podían ser más claras: «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad» (1 Juan 1: 9). No sé usted, pero yo no busco un sacerdote que me condene; yo anhelo uno que me mire a los ojos, penetre hasta lo más recóndito del alma y me diga: «Hijo, tus pecados te son perdonados» (Mar. 2: 5). ¡Ese sacerdote es Jesús!
En los tiempos del Nuevo Testamento la función de sumo sacerdote implicaba ocupar la posición más encumbrada de la comunidad judía. Más que un servidor, el sumo sumosacerdocio había devenido en una posición principesca. Emil Schürer dice clara­mente que los «sumos sacerdotes de la época premacabea y los de la asmonea no eran simples sacerdotes, sino también príncipes». [11] Encontramos un ejemplo de esto en el primer libro de los Macabeos, uno de los apócrifos, cuando relata que Jonatán, el sumo sacerdote, asistió «con gran pompa» a la boda del rey Alejandro, se entrevistó con reyes, y «les ofreció regalos de oro y plata, y muchas otras cosas, y se ganó su amistad» (1 Macabeos 10: 60, DHH). El rey Alejandro «lo cubrió de honores, lo inscribió en el grupo de los primeros amigos del rey, y lo nombró jefe militar y gobernador de la provincia» (versículo 65). Es evidente que aquel sumo sacerdote era un gran personaje.
La búsqueda de este tipo de gloria mundanal impulsó a Jasón a traicionar a su hermano Onías, que era el sumo sacerdote, y tras ofrecer una enorme fortuna a Antíoco Epífanes, «compró con dinero el cargo de sumo sacerdote» (2 Macabeos 4:7, DHH). Pero llegó un mejor cliente, Menelao, que le pagó a Antíoco un poco más de dinero y con­siguió que «le diera el cargo de sumo sacerdote» (vers. 24). Lo más terrible de todo esto es que algunos llegaron a apoyarse en la misma ley de Moisés para conseguir el puesto y poder acceder a los emolumentos del sumosacerdocio. No cabe duda de que usted y yo estaríamos de acuerdo en afirmar que estos últimos eran los más espirituales. Josefo relata que Antígono le arrancó la oreja de un mordisco al sumo sacerdote Hircano. Luego se basó en tal defecto físico para asegurarse de que Hircano jamás pudiera ni siquiera acercarse al templo. No olvide que la ley prohibía que una persona con defectos físicos llegara a formar parte del círculo sacerdotal (Levítico 21:18). ¡Bravo por Antígono! Era un hombre muy celoso de que se cumpliera un «Así dice el Señor». Por eso Albert Vanhoye afirma que «en las costumbres de aquel tiempo el camino de acceso al sacer­docio era el de la ambición». [12] Quizá que nos sea de mucha utilidad reflexionar sobre esta pregunta: ¿Cuántos de nosotros habremos utilizado alguna porción de la Santa Palabra para justificar nuestras no santificadas ambiciones personales y humillar a quienes pudieran evitar que cumplamos con nuestro inicuo deseo?
Mi querido lector, el caso es que llegar a ser sumo sacerdote siempre fue un gran privilegio. Y no es para menos, pues el que ostentaba dicho cargo era «el jefe político de la nación». [13] ¿Y qué tiene que ver toda esta perorata histórica con Cristo?
Vamos a aplicar el método de estudio de la lección de la Escuela Sabática. Aquí tiene una pregunta y, tras haber leído el texto bíblico, usted la responderá. ¿Qué necesita Cristo para llegar a ser sumo sacerdote? Lea Hebreos 2:17. ¿Ya sabe la respuesta? Si Jesús quería llegar a ser nuestro sumo sacerdote, «debía ser en todo semejante a sus herma­nos». Tenga presente que el autor de Hebreos ya había afirmado en el capítulo anterior que Cristo es superior a los ángeles, que él fue el creador del universo, que en él podía­mos contemplar la gloria del Señor, que Jesús es Dios por los siglos de los siglos (Hebreos 1:2, 3, 9). Sin embargo, ese ser majestuoso si quería llegar a ser nuestro sumo sacerdote, el «puente» entre el Dios y los pecadores, «debía» convertirse en uno de nosotros. Como leímos más arriba si «todo sumo sacerdote es escogido de entre los hombres», entonces el Dios del cielo, para poder ejercer como nuestro sumo sacerdote en el santuario ce­lestial, tenía que «humillarse a sí mismo», encarnarse y vivir entre nosotros (Filipenses 2:5-7). El autor de Hebreos es contundente: el Hijo de Dios se encarnó para convertirse en nuestro sumo sacerdote.
Al hacerse carne y «habitar entre nosotros», Cristo se preparó para enfrentarse a la muerte, destruir al diablo y abrir el camino para que todos nosotros tengamos entrada al reino de los cielos. Para Jesús, el ministerio sumosacerdotal no es una senda que conduzca hacia la gloria y la grandeza, sino hacia la humildad y el servicio a favor de los que buscan ser hu­mildes como él. No se colocó por encima del pueblo, sino que se hizo uno del pueblo. Pero, ¿por qué lo hizo? Porque resulta «casi imposible entender a alguien a menos que uno pueda identificarse con su experiencia». [14] Si quería salvarnos e identificarse con nosotros, Jesús tenía que experimentar por en sí mismo lo que implica tratar de ser fiel a Dios en el terreno del diablo. Por eso el Señor se enfrentó a «los aspectos más dramáticos y más dolorosos de la existencia humana: las pruebas y las tentaciones, los sufrimientos y la muerte», [15] y ahora él puede «compadecerse de nuestras debilidades» (Hebreos 4:15).
¿Acaso no es eso lo que necesitamos: un sacerdote que pueda dejar de lado la os­tentación de su altar y descender a los más profundos abismos de nuestra existencia? La humildad sacerdotal de Cristo quedó evidenciada a lo largo de su ministerio terrenal. El leproso no requería un sacerdote que, tras haberle certificado que estaba contaminado con tan terrible plaga, lo excomulgara del pueblo; él precisaba sentir el roce y el palpitar suave de una mano sacerdotal que lo curara. Jesús lo hizo. Mientras el sumo sacerdote evitaba estar cerca de un cadáver, la viuda de Naín anhelaba la llegada de un sacerdote que tocara a su hijo muerto y lo resucitara. Jesús lo hizo. Las leyes sacerdotales prohibían a Mateo que se acercara al templo, pero el cobrador de impuestos necesitaba un sacerdote que lo llamara a estar a su lado. Jesús lo hizo. Elena G. de White escribió: «Al revestirse de la humanidad, nuestro Salvador une sus intereses con los de los caídos hijos e hijas de Adán» (El Deseado de todas las gentes, cap. 14, p. 121). Sí, Cristo une el cielo con la tierra. Pablo afirma categóricamente que solo existe «un mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo hombre» (1 Timoteo 2:5).
Un día, en Escocia, John Foster llegó a su casa y encontró a su hija llorando con gran amargura.
—¿Por qué lloras? —le preguntó.
—Lloro porque, en China, los tanques japoneses han entrado en Cantón.
Mucha gente no había dado importancia a la noticia. Pero ella, cuando lo supo, lloró porque había nacido en Cantón. Era la ciudad donde se había criado. Allí estaban sus amigos y sus maestros. Se solidarizaba con el sufrimiento que la invasión japonesa provocaría a aquella gente porque ella formaba parte de ellos.
Quizá usted se pregunte: «¿Y por qué Jesús está listo para socorrernos?». La respuesta es porque él se solidariza con nuestros problemas y se identifica con nuestras luchas. «Cuando tenemos algo triste que contar, cuando la vida nos ha calado hasta los huesos con sus lágrimas, no acudimos a un Dios que es incapaz de comprender lo que nos ha sucedido, sino que acudimos a un Dios que ha estado allí. Por eso mismo, si podemos decirlo así, le resulta tan fácil comprender, ayudar y perdonar». [16]
Un rasgo distintivo del sumosacerdocio de Jesús es que, a pesar de que conoce bien lo que significa vivir en este mundo, él no tiene que ofrecer sacrificios por sus propios pecados, pues él es un sumo sacerdote «santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores y hecho más sublime que los cielos» (Hebreos 7:26). Lo interesante es que aunque es más sublime que los cielos, Jesús insiste en ser el puente a través del cual podemos tener un vínculo permanente con Dios. Él es el pontífice que permite que gente pecadora, como usted y como yo, abriguemos en nuestra alma la seguridad de que tenemos acceso directo al trono de Dios. ¡Qué humilde es nuestro Señor! Se humilló para poder ser nuestro sumo sacerdote. ¿No le gustaría avanzar hacia la eternidad ca­minando por ese puente?





Referencias
[1] Samuel Vila, Enciclopedia de anécdotas e ilustraciones (Terrassa, Barcelona: CLIE, 2003), tomo 2, p. 60.
[2] Francis D. Nichol, ed., Comentario bíblico adventista (Buenos Aires: ACES, 1992), tomo 1, p. 520.
[3] Tremper Longman III, How to Read Exodus (Downers Grove, Ilinois: InterVarsity, 2009), p. 120.
[4] John H. Walton, Ancient Near Eastern Thought and the Old Testament (Grand Rapids: Baker Academic, 2006), p. 130.
[5] W. Dommershausen, «kohen» en G. Johannes Botterweck, Helmer Ringgren y Heinz-Iosef Fabry, eds., Theological Dictionary of the Old Testament (Grand Rapids, MI: William B. Eerdmans, 1995), vol. VII, p. 66.
[6] R. Alan Cole, Exodus. Tyndale Old Testament Commentaries (Ilinois: InterVarsity, 1973), p. 153.
[7] I. Barton Payne, «kohen» en R. Laird Harris, Gleason L. Archer, Jr. y Bruce K. Waltke, eds., Theological Wordbook of the Old Testament (Chicago: Moody, 1980), p. 431.
[8] Walter C. Kaiser, Toward an Old Testament Theology (Grand Rapids: Zondervan, 1978), p. 109.
[9] Philip Jenson, «khn» en Willem A. VanGemeren, ed„ New International Dictionary of Old Testament Theology & Exegesis (Grand Rapids: Zondervan, 1997), t. 2, p. 602.
[10] Gracia para el oportuno socorro (Doral: APIA, 2013), p. 87. La cursiva es del autor.
[11] Emil Schürer, Historia del pueblo judío en tiempos de Jesús (Madrid: Cristiandad, 1985), 1.11, p. 303. Para detalles adicionales sobre el sacerdocio en estos tiempos, ver H. W. Basser, «Priest and Priesthood, Jewish» en Craig Evans y Stanley Porter, eds., Dictionary of the New Testament Background (Downers Grove, Ilinois: InterVarsity, 2000), pp. 824-827.
[12] Albert Vanhoye, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo según el Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 1984), p. 83.
[13] Emil Schürer, obra citada, p. 303.
[14] Exploring Hebrews. A Devocional Commentary (Hagerstown: Review and Herad, 2003), p. 57.
[15] Albert Vanhoye, obra citada, p. 85.
[16] William Barclay, Comentario al Nuevo Testamento: 17 tomos en 1 (Barcelona: CLIE, 2008), p. 892.
Cristo, nuestro Sumo Sacerdote Cristo, nuestro Sumo Sacerdote Reviewed by FAR Ministerios on 11/19/2013 Rating: 5

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