La expiación del pecado
Leí en cierta ocasión que todo pecado constituye un mordisco directo al corazón de Dios. Cuando mis niños comenzaron a tener dientes, morderme era uno de sus pasatiempos favoritos. A veces me mordían con cariño; otras, lo hacían siguiendo el impulso del pequeño demonio que todos llevamos dentro: nuestra naturaleza humana caída. ¿Nos empujará nuestra naturaleza pecaminosa a morder a nuestro Padre celestial? Sin duda. Dios lo sabe. También sabe que, en última instancia, el pecado nos destruye a nosotros mismos. En realidad, nuestra rebelión lo hiere porque nosotros sufrimos sus consecuencias. Pero lo mejor de todo es que el Señor no es como los dioses paganos, indiferente al pecado y a los pecadores, sino que buscó la manera de lidiar con nuestros fallos y transgresiones, y, de esa manera, minimizar el efecto de nuestros mordiscos pecaminosos. Mientras que, como vimos en el capítulo anterior, Levítico 1-3 aborda los sacrificios que tienen que ver con nuestra dedicación y consagración plenas al Señor, Levítico 4 y 5 hacen referencia a los sacrificios que se ofrecían cuando alguien quebrantaba alguno de los mandamientos de Dios. Como es innegable que «la violación de los mandamientos [...] genera impureza, que puede ser letal para la comunidad de Israel», 1 en estos capítulos Moisés explicó de qué manera el Señor combatía la contaminación que generaba el pecado. No vamos a dividir el estudio del sacrificio por el pecado y del sacrificio por la culpa de Levítico 4 y 5, puesto que, a diferencia de los sacrificios de los capítulos 1-3 que poseían sus propias especificaciones, esta mutual sacrificial estaba regida por «una misma ley» (Levítico 7:7).
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Lo primero que es necesario precisar es que entregarnos a Dios, dedicarle nuestros recursos y vivir en paz con él, no significa necesariamente que ya vivamos envueltos en un halo de santidad que nos impide «morderlo» rechazando los planes que él tiene para nosotros. De hecho, Levítico 4 comienza diciendo: «Si alguien peca...» (versículo 1, BJ). Evidentemente, ese «alguien» formaba parte del pueblo escogido. Por tanto, entre los llamados a ser «santos» (Levítico 19:2) también usted se podría topar con gente que en cualquier momento saldría de la esfera de la santidad y se adentraría en el terreno cenagoso del pecado. Ese «alguien» no era un pagano cuya sórdida vida era manifiesta a todo el que tuviera ojos. Según Levítico ese «alguien» podría ser nada más y nada menos que: (1) el sacerdote ungido (versículos 3-12); (2) «toda la congregación» (ver-sículos 13-21); (3) los dirigentes (versículos 22-26); o (4) cualquier miembro «del pue-blo» (versículos 27-35). En otras palabras, corno todos tenemos dientes, queriendo o no queriendo, todos estamos expuestos a morder a nuestro Padre, todos podemos des-viarnos de la senda de verdad y rectitud. Nadie puede eludir esta incontrovertible realidad.
La naturaleza del pecado del creyente
En Levítico 4 y 5 el pecado del pueblo de Dios no es concebido como una rebelión abierta y descarada contra el Señor, sino como un acto involuntario. Varias veces en-contramos la frase el que «peca involuntariamente» (hebreo jattat bisegaga, Levítico 4:2, 13, 22, 27). ¿Qué significa dicha expresión? Creo que conocerla un poco nos ayudará a entender la naturaleza del pecado y de qué manera ese intruso todavía se hace presente en la vida de los hijos de Dios.
El significado básico de la palabra hebrea jattat, «pecado», es «errar el blanco», equi-vocarse. 2 Con este sentido la encontramos en Josué 20:16: «Entre toda aquella gente había setecientos hombres escogidos que eran zurdos, todos los cuales tiraban una piedra con la honda a un cabello y no erraban (jattat)». Supongo que usted sabe que únicamente yerra quien intenta dar en el blanco. ¿Puede errar el que nunca tira a la diana? Como dijo Woody Allen en cierta ocasión: «Si no te equivocas de vez en cuando, es que no lo intentas». De ahí, que en Levítico 4 y 5 el que peca no es el perverso y re-belde, sino el que intenta vivir en armonía con la voluntad del Señor. Así como úni-camente cae quien está aprendiendo a caminar, los hijos de Dios que luchan por vivir en conformidad con sus mandatos corren el riesgo de cometer algún error en su anda-dura hacia al cielo. Todos estamos expuestos a pecar, incluso creyendo que estamos haciendo lo correcto. Por eso hemos de estar en guardia, porque el pecado es como una bestia que nos acecha a fin de encontrar la oportunidad precisa para descuartizarnos.
Teniendo esto en cuenta, me parece que Levítico quiere enseñarnos que todos, con independencia de que seamos pastores, hermanos, líderes de grupos, todos, estamos expuestos a fallar, ya que, a diferencia de los que no forman parte del pueblo de Dios, nosotros estamos decididos a dar en el blanco que Dios nos ha propuesto. ¿Cuál es ese blanco según Levítico? La santidad (11:44, 45; 19:2; 20:7, 26; 21:6). En otras palabras, los
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llamados a ser santos no somos inmunes a la posibilidad de errar y, por tanto, hemos de evitar a toda costa suponernos infalibles e inmaculados. Me da la impresión de que aunque creemos que los dogmas de la infalibilidad papal y la inmaculada concepción de María son falsos, a veces pensamos que, cuando se nos aplican a nosotros, son cier-tos. Pues no; como el papa, todos somos falibles; y al igual que María, usted y yo arras-tramos una mácula de pecado que no puede ser eliminada simplemente enalteciéndo-nos ante los demás como entes perfectos. Creo que si dedicamos un par de párrafos al significado de la palabra «involuntariamente» podremos entender mejor este aspecto.
La palabra hebrea segaga ha sido traducida como «inadvertidamente» (NVI, NBLH, BP, B)), «por yerro» (RV60), «sin darse cuenta» (TLA), «por ignorancia» (Levítico 5:18, RV95). El término hebreo alude a un «error que en el que interviene algún aspecto de ignorancia». 3 Con este sentido se aplica en Deuteronomio 27:18: «Maldito el que haga errar (segaga) al ciego en el camino». El ciego fue inducido al error debido a su falta de conocimiento. Es decir, en ocasiones podemos pecar y ni siquiera saber que hemos pecado. Ello es producto de nuestra falta de discernimiento respecto a cuál es la volun-tad de Dios para nuestras vidas. No obstante, ignorar el alcance malévolo de nuestros actos no evita que hayamos mordido el corazón del Señor. Tampoco podemos relegar a un segundo plano el hecho de que empeñarnos voluntariamente en permanecer en la ignorancia de por sí ya nos hace reos de pecado (ver Mensajes selectos, tomo 3, p. 332). Decir «No lo sabía» habiendo tenido toda la luz a mi alcance, no me libra de la culpa de pecado. Por eso nos conviene estar en permanente actitud de alerta: usted y yo pode-mos pecar por yerro, por ignorancia, por inadvertencia, sin darnos cuenta.
Esto pone sobre el tapete que nunca, y repito, nunca estaremos en condición de ase-gurar que en nosotros no hay pecado. Bien lo dijo el apóstol: «Si decimos que no tene-mos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros» (1 Juan 1:8). Quizá no estemos pecando de manera consciente, pero es casi seguro que lo estemos haciendo de forma involuntaria. Lo mejor para nosotros sería seguir la sa-biduría práctica de David, y al orar no olvidar repetir estas plegarias:
«Examíname, oh Dios, y sondea mi corazón;
ponme a prueba y sondea mis pensamientos.
Fíjate si voy por mal camino,
y guíame por el camino eterno» (Salmo 139:23, 24, NVI).
«¿Quién está consciente de sus propios errores?
¡Perdóname aquellos de los que no estoy consciente!» (Salmo 19:12, NVI).
Como dijo Lutero en su primera tesis, toda nuestra vida ha de ser una penitencia; es decir, una permanente confesión de nuestro estado pecaminoso.
¿Qué debía hacer todo aquel que por «error» había abandonado el sendero correc-to? Volvamos a Levítico 4 y 5. © Recursos Escuela Sabática
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Un sustituto del pecador
Los sacrificios por el pecado y por la culpa nos enseñan una verdad incontroverti-ble: el pecado tiene un coste. De ahí que cuando «alguien» pecaba le correspondía ofre-cer un sacrificio directamente proporcional a su estatus económico. La ofrenda tenía que ser un becerro si la infracción había sido cometida por un sacerdote o por toda la congregación (Levítico 4:4, 14); el dirigente debía presentar un macho cabrío (Levítico 4:23); una persona común del pueblo podía ofrecer una cabra o un cordero (Levítico 4:28, 32); pero si no podía pagar el precio de un animal de tal envergadura, podía ofre-cer «dos tórtolas o dos palominos», o tan solo un poco de harina (Levítico 5:7, 11). La idea clave aquí es que, aunque tiene un precio, el perdón es asequible para todos. Co-mo todos los integrantes de la nación eran pecadores, Dios había hecho provisión de perdón para todos. Solo tenían que seguir al pie de la letra las instrucciones prescritas en la ley del sacrificio por el pecado.
Que uno de los objetivos de estos sacrificios era servir como medio de perdón para el pecador queda claro en la repetición de la frase «será perdonado» (Levítico 4: 31, 35; 5:10, 13, 16, 18). El individuo recibía un beneficio directo al ofrecer su sacrificio por el pecado o por la culpa. El perdón ofrecido por Dios se basaba en un principio inaltera-ble: «La expiación por la vida se hace con la sangre» (Levítico 17:11, BJ). «Sin derrama-miento de sangre no hay perdón» (Hebreos 9:22, NV1). Estos pasajes ilustran que en todo momento el pecador ha recibido el perdón de sus faltas, no en virtud de su condi-ción, sino en virtud de la sangre derramada en su lugar. El Talmud lo expresa con estas palabras: «Siempre que la sangre toca el altar el oferente recibe la expiación». 4
El verbo hebreo kipper, traducido como «expiación», conlleva la idea de cubrir. También está relacionado con una aldea designada como lugar de abrigo o refugio. La expiación sirve como un escudo que cubre, que resguarda al ser humano de las graves consecuencias que provoca el pecado y le proporciona un refugio que lo protege de la muerte, el quebrantamiento de la ley divina. Tras analizar esta expresión, el filólogo H. Herrmann concluye acertadamente: «Si no se hace expiación, queda amenazada la vida; y si se hace, se preserva la vida. Puesto que la vida es así salvada por la vida, la idea de sustitución en algún sentido está innegablemente presente en el término kipper». 5 Lo que estamos diciendo es que Levítico 4 y 5 declaran implícitamente que la sentencia que debía dictarse contra el pecador, en realidad, recaía sobre el animal. En otras palabras, el animal ejercía la función de sustituto del ser humano y padecía la muerte que le correspondía al culpable.
La imposición de manos
Para que el animal sirviera como sustituto del pecador, era preciso transferir el pe-cado al animal. ¿Cómo ocurría eso? Por medio de la imposición de manos. En Levítico 16:21 poner las manos sobre la cabeza del macho cabrío equivalía a colocar sobre el
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animal todos los pecados y las rebeliones de los hijos de Israel. El mismo acto de impo-sición de manos ocurría durante el servicio diario (Éxodo 29:10; Levítico 4:4, 15, 24, 29, 33). Por tanto, podemos sugerir que, diariamente, a través de la imposición de manos, el pecado se trasladaba del individuo a la ofrenda sacrificial.
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Declaraciones rabínicas afirman que, al imponer sus manos sobre la víctima, «el oferente, por así decirlo, quita sus pecados de sí mismo y los transfiere sobre el animal vivo». 7 El teólogo judío Abravanel (1437-1508) solía decir que «después de la oración de confesión [relacionada con la imposición de manos] los pecados de los hijos de Israel quedaban sobre el sacrificio». 8 Al participar de este ritual el pecador quedaba absuelto de la sentencia de muerte que pendía sobre él y era liberado del pecado. Ahora el peca-do había establecido su sede en la vida del animal; por tanto, el animal debía sufrir las consecuencias y morir en lugar del oferente. Pero las cosas no quedaban ahí.
La transferencia del pecado al santuario
Una vez que el animal era sacrificado su sangre se introducía en el recinto sagrado. Cuando el pecado había sido cometido por el sacerdote o por la congregación, se rocia-ba la sangre siete veces delante del velo que separaba el Lugar Santo del santísimo, se colocaba sangre sobre los cuernos del altar del incienso y el resto se derramaba sobre el altar que se hallaba en el atrio del santuario (Levítico 4:6, 7, 17, 18). En ambos casos la carne de estos sacrificios era quemada en su totalidad (versículos 12; 21). Cuando el pecado era cometido por un miembro o algún dirigente del pueblo, la sangre se coloca-ba sobre los cuernos del altar del holocausto (Levítico 4:25, 30).
Sé que tantos datos abruman; sin embargo, no se desanime y siga leyendo. Si se fija bien, el sacrificio en favor del miembro común no era quemado, ¿sabe por qué? Porque los sacerdotes debían comer del sacrificio «por el pecado; en el Lugar Santo» (Levítico 6:26).
El asunto no acababa con la imposición de manos y con la muerte del animal, la ex-piación continuaba por medio de la manipulación de la sangre y la ingesta de la carne del sacrificio por el pecado. ¿Qué sentido tiene esto?
Confieso que aquí nos enfrentamos a cierto grado de complejidad; pero trataremos de buscar algunas pistas que nos ayuden a simplificarlo, pues esto es básico para el entendimiento que tenemos los adventistas sobre el tema del santuario. De momento solo veremos dos de dichas pistas. La primera tiene que ver con la sangre y la encon-tramos en Levítico 6:27: «Y si su sangre salpica sobre el vestido, lavarás aquello sobre lo cual caiga en Lugar Santo». De este pasaje podemos colegir que la sangre era un agente de contaminación, ya que al caer sobre el vestido este debía ser limpiado. ¿Estoy di-ciendo que la sangre que purificaba al pecador también contaminaba? Exacto (ver Nú-meros 35:33; Salmo 106:38; Lamentaciones 4:4). Aunque parezca paradójico la sangre cumple una doble función: limpia y contamina. Después de analizar más de media © Recursos Escuela Sabática
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docena pasajes bíblicos relacionados con este tema, el finado Gerhard Hasel concluyó: «La sangre del sacrificio contamina» el santuario, pero «purifica o limpia al oferente».
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Encontramos la segunda pista en Levítico 10:17: «¿Por qué no comisteis la expiación en Lugar Santo? Pues es muy santa, y él os la dio para llevar el pecado de la comuni-dad, para que sean reconciliados delante de Jehová». Aquí la frase clave es que el sa-cerdote tenía que comer la carne del sacrificio cuya sangre no se había introducido al santuario, para «llevar el pecado». Por tanto, el pecado era transferido al santuario a través de la sangre y por medio del sacerdote. Éxodo 28: 38 declara que el sacerdote había de llevar «las faltas cometidas por los hijos de Israel». De esa manera, el pecado de todos, sacerdotes, dirigentes, comunidad e individuos, ya sea por la sangre o por medio del sacerdote, terminaba morando en el santuario de Dios.
Veamos cómo lo explica Elena G. de White:
«La sangre, que representaba la vida perdida del pecador, cuya culpa cargaba la vícti-ma, la llevaba el sacerdote al Lugar Santo y la asperjaba delante del velo, detrás del cual estaba el arca que contenía la ley que el pecador había violado. Mediante esta ceremo-nia el pecado era transferido simbólicamente, a través de la sangre, al santuario. En cier-tos casos, la sangre no era llevada al Lugar Santo; pero entonces el sacerdote debía comer la carne, como Moisés lo había indicado a los hijos de Aarón al decir: "Él os la dio para llevar el pecado de la comunidad, para que sean reconciliados delante de Jehová" (Levítico 10:17). Ambas ceremonias simbolizaban igualmente la transferencia del peca-do del penitente al santuario» (Cristo en su santuario, cap. 7, p. 108; la cursiva es nues-tra).
Dios perdonó al pecador, pero todavía no ha dado una solución definitiva al pro-blema del pecado. Ahora hay que erradicar del santuario la contaminación que ha sido generada por los pecados confesados del creyente. ¿Cuándo ocurría dicha erradica-ción?
El Día de la Expiación
El 6 de octubre de 1973 yo ni siquiera había nacido, pero la fecha me ha intrigado desde la primera vez que leí de ella en un libro que marcó profundamente mi vida cuando apenas era un adolescente: Más allá del futuro, del Dr. Félix Cortés A. Ese día comenzó la cuarta guerra árabe-israelí. Aquella batalla desempeñó un papel tan signi-ficativo en el devenir histórico de las relaciones entre árabes e israelíes que de ella se han escrito más de cien libros. El 6 de octubre era una fecha memorable tanto para los judíos como para los musulmanes. Por el lado musulmán, ese día se celebraba la oca-sión en que Mahoma decidió comenzar los preparativos para la Batalla de Badr, una de las pocas batallas mencionadas en el Corán. Para los israelíes, el 6 de octubre de 1973 era el Día de la Expiación, la festividad más solemne del calendario religioso de los judíos. Por ello, la mayoría de israelíes estaba orando y reflexionando en las sinagogas
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o en sus casas, y muchos soldados también tenían su espíritu en actitud de adoración. De ahí que para ambos bandos la guerra presentase un matiz netamente religioso.
Aunque Israel había recibido información sobre la inminencia de un ataque, a lo mejor nunca imaginó su alcance real. Los árabes lanzaron una embestida «sin prece-dentes desde la Segunda Guerra Mundial. Egipto y Siria atacaron por el norte y por el sur en tres frentes simultáneos. Tres ejércitos combinados de 380.000 soldados, más 90.000 iraquíes, 68,000 jordanos y otros que vinieron a ayudar, se lanzaron contra 275.000 soldados que era lo más que Israel podía movilizar». 10 Jaim Herzog describe la reacción de Israel con estas palabras: «Una nación que rezaba corrió hacia las unidades y hacia los puntos de asamblea, cambiando en el camino los mantos de oración por los uniformes». 11
Los árabes sabían que ese era un buen momento para atacar por sorpresa a Israel, puesto que los descendientes de Jacob tenían puesta toda su atención en la observancia de la más solemne de todas las ceremonias religiosas judías: El Yom Kippur, el Día de la Expiación, que, además, aquel año cayó en sábado. Por eso los israelíes tenían «la aten-ción puesta en las fronteras del espíritu antes que en las fronteras de los árabes. Esto ayudó a los árabes a lograr lo que la sabiduría convencional había dicho que era impo-sible: atacar por sorpresa a Israel». 12
¿Por qué los judíos descuidaron su seguridad física por estar inmersos en una acti-vidad de naturaleza espiritual? El Día de la Expiación era el día por antonomasia del calendario litúrgico hebreo, hasta el punto de que, simplemente, lo llamaban El Día. Se celebraba el 10 del séptimo mes. La preparación incluía una meticulosidad extrema. Según la Misná todo tenía que ceñirse al orden establecido en Levítico 16, «si se adelan-ta un acto a otro, es como si no se hubiera ejecutado nada» (Yoma 5:7). 13 Una semana antes, el sumo sacerdote era «separado de su familia», no se le daba mucha comida, «porque la comida suele traer consigo el sueño» (Yoma 5:1, 4) y durante el sueño podía quedar contaminado. Los rabinos enseñaban que durante ese día se prohibía «el comer, el beber, el lavarse, el ungirse, el calzar sandalias y las relaciones maritales», se obliga-ba a los niños a ayunar y el que comiera algo no debía ingerir una porción mayor al tamaño de un dátil (Yoma 7:1, 4, 2).
Los judíos vinculaban el Día de la Expiación con el inicio de una nueva creación. 14 Ese día Dios purificaba a su pueblo y daba inicio a una nueva etapa en la relación entre él y sus hijos. A lo largo del año el Señor se había hecho cargo de los pecados confesa-dos de cada miembro de la comunidad del pacto al permitir que el pecado de sus hijos penetrara hasta su misma morada. No obstante, el pecado no puede permanecer para siempre ante la presencia de un Dios santo. De modo que una vez al año, durante el Día de la Expiación, todos los pecados que habían contaminado el santuario, los peca-dos confesados, debían ser borrados de allí. Al final de dicho proceso de purificación, todo lo que había infestado al templo de Dios tenía que ser erradicado del santuario y colocado sobre el macho cabrío de Azazel. De esa manera el Día de la Expiación se convertía en un día de juicio en el que se ponía fin al problema del pecado y a quien lo había provocado. © Recursos Escuela Sabática
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¿Quién es Azazel?
Muchos han interpretado de forma errónea la función que los adventistas atribui-mos a Azazel dentro de los rituales del culto hebreo. Algunos nos acusan de imputarle al macho cabrío de Azazel una función expiatoria de pecados (Levítico 16:8,10, 26). Según ellos, los adventistas en realidad atribuimos el perdón final de los pecados al diablo. Harold Bloom, en su libro La religión americana, dice: «No se me ocurre ninguna otra doctrina [...] que asigne un papel tan crucial a Satán. Si ese espíritu malo se borrara de manera prematura, entonces para los adventistas del séptimo día no habría salva-ción [...). Satán [...] carga con los pecados del pecador, y así lo que se nos ofrece es, en realidad, una expiación satánica». 15 Esta es una acusación grave pero, ¿habrá algo de cierto en ella?
Recordemos que «sin derramamiento de sangre no hay perdón» (Hebreos 9:22, NVI). Justo después de haber dado las instrucciones respecto al Día de la Expiación, Dios le dijo a Moisés que «la misma sangre es la que hace expiación por la persona» (Levítico 17:11). Por eso los adventistas creemos que Jesús murió por nuestros pecados (1 Corintios 15:3), que cargó nuestros pecados (Isaías 53:6) y que nos limpia de todo pecado (1 Juan 1:7). Dicho esto repasemos algunos puntos clave de Levítico 16.
El Señor ordenó que se eligieran «dos machos cabríos» (versículo 5), uno para Jeho-vá y otro para Azazel (versículo 8). El hecho de que este pasaje contraste a Jehová con Azazel sugiere que este último ha de ser un personaje tan real como lo es Jehová, y además que representa un poder antagónico al Señor. 16 Ritos similares tanto en Babi-lonia como en Ebla asocian al macho cabrío con un demonio del desierto. 17 En la litera-tura judía extrabíblica, Azazel es identificado como Satanás. 18 El libro de Henoc lo tilda de ser el responsable de «enseñar toda clase de iniquidad» (1 Henoc 9:6 cf. 10:8; 13:2). 19 Por supuesto, hay muchos intérpretes que rechazan identificar a Satanás con el macho cabrío de Azazel. Por ejemplo, la Epístola de Bernabé, un documento cristiano fechado entre los años 70-79, sostiene que el macho cabrío para Azazel era un símbolo de Cristo (capítulo 7). Bajo el argumento de que el macho cabrío no puede ser usado para representar tanto a Cristo como al diablo, los seguidores de tal propuesta olvidan que en la Biblia la serpiente y el león son usados como símbolos de Jesús (Juan 3:14, 15; Apocalipsis 5:5) y de Satanás (Apocalipsis 12:9; 1 Pedro 5:8).
Levítico 16: 9 subraya algo bien interesante: «Hará traer Aarón el macho cabrío so-bre el cual caiga la suerte por Jehová, y lo ofrecerá como expiación» (la cursiva es nuestra). Otras versiones dicen: «sacrificio expiatorio» (NVI, BP), «sacrificio por el pecado» (DHH, BJ). En cambio, el macho cabrío que representaba a Azazel debía presentarse vivo (versículo 10); es decir, su sangre no era derramada, su función no tenía nada que ver con la expiación del pecado. Incluso, su participación en el proceso comenzaba cuando el sacerdote ya había «acabado de expiar el santuario» (versículo 20).
¿Entonces cuál era el papel de Azazel? Al final del Día de la Expiación, todos los pecados que ya habían sido perdonados y que habían contaminado el santuario, eran sacados del tabernáculo y colocados de manera simbólica «sobre la cabeza del macho
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cabrío vivo» (versículo 21) para que este llevara «sobre sí todas sus iniquidades» (ver-sículo 22). La función del macho cabrío de Azazel no era perdonar pecados, sino pagar por haber sido el instigador del pecado. Levítico 16 proclama que Satanás no se saldrá con la suya, muy pronto tendrá que pagar por todo lo malo que ha hecho en nuestro planeta.
La transformación obrada por el perdón
¿Qué podemos sacar de toda esa intrincada teología de los sacrificios que nos sea útil para enriquecer nuestra vida espiritual? Tanto en los sacrificios diarios como el Día de la Expiación brota de forma omnipresente una gran verdad: Dios es misericordioso. Él está dispuesto a cargar con nuestros pecados. Ya lo había dicho el profeta Miqueas: «¿Qué Dios hay como tú, que perdona la maldad y olvida el pecado del remanente de su heredad? No retuvo para siempre su enojo, porque se deleita en la misericordia» (Miqueas 7:18). La frase «que perdona la maldad», literalmente significa que Dios ha decidido llevar sobre sus hombros la maldad de su pueblo.
Al quitar el pecado de sus hijos nuestro Creador «hace alejar de nosotros nuestras rebeliones» (Salmo 103:12). El perdón divino nos aleja de nuestros pecados para que nunca más surjan en nuestra contra. Uno de mis pasajes favoritos de la Biblia, que no es muy conocido, proclama: «Echaste tras tus espaldas todos mis pecados» (Isaías 38:17). Sí, Dios me quitó la carga de pecado y se quedó con ella. Y lo hizo porque me ama, porque tiene misericordia de mí. Ahora puedo levantarme y saber que soy un pecador que por gracia ha sido perdonado.
A principios de 2013 estaba muy de moda la novela Los miserables, de Víctor Hugo. Por supuesto, dicho afán no estaba relacionado con la lectura de la voluminosa obra del renombrado autor francés, sino con la nueva versión que Hollywood ha llevado a la pantalla grande protagonizada por Hugh Jackman, Russell Crowe y Anne Hathaway.
La trama de dicha obra gira en torno a un personaje, Jean Valjean, que había sido condenado a diecinueve años de cárcel por haber robado un pedazo de pan. Después de ser liberado, nadie quería darle albergue puesto que dondequiera que se presentaba lo perseguía el sambenito de expresidiario. Durante varios días deambuló de un lugar a otro, pero nadie estuvo dispuesto a brindarle ayuda. En esas circunstancias se encontró con un obispo que se compadeció de él. Dice el relato que el obispo «instaló a su hués-ped en la alcoba. Una cama blanca y limpia lo esperaba». Pero dormir era lo menos importante para Valjean.
Tras saber que el obispo y su hermana dormían, sigilosamente se levantó y robó la cubertería de plata del obispo. A la mañana siguiente, la primera en darse cuenta del hurto fue Maglorie, la sirvienta, y corrió a dar aviso al obispo y reclamarle por haber recibido «¡a un hombre así, y darle cama a su lado!». Maglorie todavía no había termi-nado de hablar cuando tres individuos llegaron a la casa junto con Valjean. Eran los © Recursos Escuela Sabática
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oficiales de policía que habían capturado al obstinado ladrón. Cuando el obispo salió a la puerta todos se sorprendieron al oír sus palabras:
—¡Ah, has regresado! —dijo mirando a Jean Valjean—, Me alegro de verte. Te había dado también los candeleros, que son de plata, y que pueden valer también doscientos francos. ¿Por qué no te lo llevaste con los cubiertos?
Jean Valjean abrió los ojos y miró al venerable obispo con una expresión que no po-dría pintar ninguna lengua humana.
—Monseñor —dijo el cabo—, ¿Es verdad entonces lo que decía este hombre? Lo en-contramos como si fuera huyendo, y lo hemos detenido. Tenía esos cubiertos...
—¿Y les ha dicho —interrumpió sonriendo el obispo— que se los había dado un hombre, un sacerdote anciano en cuya casa había pasado la noche? Ya lo veo. Y lo han traído acá.
—Entonces —dijo el gendarme—, ¿podemos dejarlo libre?
—Sin duda —dijo el obispo.
Aquella mañana Valjean tuvo un encuentro cara a cara con el perdón. El ladrón fue tratado como si no lo fuera. Conservó los utensilios como un recuerdo de la bondad de aquel anciano y desde entonces dedicó su vida a ayudar a los necesitados. El perdón lo transformó.
Me encanta esta declaración inspirada de Elena G. de White:
«El hecho de que haya cometido algún error no lo hace menos querido por Dios, porque cuando el creyente toma conciencia de su falta, regresa, y vuelve a fijar sus ojos en Cris-to. Sabe que está en comunión con su Salvador, y cuando es reprochado por su equivo-cación en un asunto de juicio, no camina de mal humor quejándose de Dios, sino que transforma su error en una victoria. Aprende la lección de las enseñanzas de su Maes-tro, y presta más atención para no ser engañado nuevamente» (La oración, cap. 7, pp. 80, 81; te cursiva es nuestra).
Nuestro Padre sabe muy bien que somos culpables; pero no se deleita en reprochar-nos nuestras faltas y delitos, sino que anhela que acudamos a él y oremos como lo ha-cían los judíos durante el Día de la Expiación: «Oh Dios, te ofendí, transgredí, pequé delante de ti, yo, mi familia [...]. Como está escrito en la Ley de Moisés tu siervo: "Por-que en ese día se hará la expiación por vosotros para que os purifiquéis ante el Señor de todos vuestros pecados" [Levítico 16:30]» (Yoma 4:2).
Podemos acercarnos a Jesús y hacer nuestras las palabras del epitafio de la tumba de Copérnico:
«No pido las bondades que recibió Pablo.
Ni tampoco la gracia concedida a Pedro.
Solo te pido, con toda mi alma,
el perdón que tú diste al ladrón crucificado».
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Así como el obispo perdonó a Valjean, y Jesús perdonó al ladrón, Dios está dispues-to no solo a perdonarnos, sino también a transformarnos. Solo hemos de acudir a él y reconocer nuestra verdadera condición. La sierva del Señor nos asegura:
«El perdón de Dios no es solamente un acto judicial por el cual libra de la condenación. No es solo el perdón por el pecado. Es también una redención del pecado, es la efusión del amor redentor que transforma el corazón. David tenía el verdadero concepto del per-dón cuando oró "Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva la firmeza de mi"» (Así dijo Jesús, cap. 5, p. 176; la cursiva es nuestra).
Como dijo William Shakespeare: «Nada envalentona tanto al pecador como el per-dón». Con razón me siento tan valiente.
Referencias
1 Juan Luis de León Azcárate, Levítico. Comentarios a la Nueva Biblia de Jerusalén (Bilbao: Desclée Brouwer, 2006), p. 64.
2 Ver R. Knierim, «ht» en Ernst Jenni y Claus Westermann, eds., Theological Lexicon of the Old Tes-tament (Peabody, Massachusetts: Hendrickson, 1997), pp. 406-411. E. A. Martens, «Sin, Guilt» en T. Desmond Alexander y David W. Baker, Dictionary of the Old Testament: Pentateuch (Downers Grove, Illinois, InterVarsity, 2003), pp. 765, 766.
3 Roy Gane, Leviticus, Numbers. The NIV Application Commentary (Grand Rapids: Zondervan, 2004), p. 98.
4 Citado por Alfred Edersheim, El templo: su ministerio y servicios en tiempo de Cristo (Terrassa: CLIE, 2004), p. 129.
5 H. Herrmann, «hilaskomai, hilasmós» en Gerhard Kittel, ed., Theological Dictionary of the New Testament (Grand Rapids: Michigan: W. B. Eerdmans, 1972), tomo III, p. 310.
6 Ángel M. Rodriguez, «Transfer of Sin in Leviticus» en Frank B. Holbrook, ed., 70 Weeks, Leviticus, Nature of Prophecy (Washington, D.C.: Biblical Research Institute, 1986), p. 180.
7 Ángel M. Rodríguez, obra citada, p. 132.
8 Ver nota anterior.
9 «Studies in Biblical Atonement I: Continual Sacrifice, Defilement/Cleasing and Sanctuary» en Arnold Wallenkampfy W. Richard Lesher, eds., The Sanctuary and the Atonement: Biblical, Historical, and Theological Studies (Washington, D. C.: Review and Herald, 1981), p. 96. Desde una perspectiva adventista, la mejor presentación sobre este tema es la de Roy Gane, en su monumental obra Cult and Character. Purification Offerings, Day of Atonement and Theodicy (Winona Lake, Indiana: Ei-senbrauns, 2005), pp. 163-197.
10 Félix Cortés A., Más allá del futuro (Miami: APIA, 1993), pp. 25, 26.
11 Las guerras árabe-israelíes. De la Guerra de Independencia a la Guerra del Líbano (Jerusalén: La Sema-na, 1987), p. 270.
12 Cortés, obra citada, p. 26.
13 Todas las citas son de Carlos del Valle, ed., La misná (Madrid: Nacional, 1981).
14 Jacques B. Doukhan, Secretos de Daniel (Doral, Florida: APIA, 2008), pp. 129-132.
15 (Madrid: Ediciones Taurus, 2000), pp. 162, 163; la cursiva es nuestra.
16 Francis D. Nichold, ed., Comentario bíblico adventista (Buenos Aires: ACES, 1992), tomo 1, p. 789. © Recursos Escuela Sabática
6. La expiación del pecado ● 70
17 John H. Walton, Victor H. Matthews y Mark W. Chavalas, Comentario del contexto cultural de la Biblia: Antiguo Testamento (El Paso, Tx: Mundo Hispano, 2000), p. 134.
18 William H. Shea, «Azazel in the Pseudepigrapha» en Journal of the Adventist Theological Society, 13/1 (Primavera 2002), pp. 1-9.
19 F. Corriente y A. Piñero, «Libro 1 de Henoc» en A. Diez Macho, ed., Apócrifos del Antiguo Testa-mento (Madrid: Cristiandad, 1984), tomo IV, p. 46.
La expiación del pecado
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11/05/2013
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