El plan divino para la salvacion

La palabra adoración debería llenarnos con un sentido de reve­rencia y respeto por nuestro maravilloso Dios. No obstante, para muchas personas de hoy, es una palabra de moda para toda clase de entretenimientos religiosos extraños y pervertidos.
A. W. Tozer, un famoso predicador y escritor del siglo XX, a menudo advirtió contra adorar al dios del entretenimiento, que ya entonces era una tendencia. Sugería que la iglesia cristiana existe para adorar a Dios y que la calidad de esa adoración debía medirse por nuestro concepto de Dios, ya sea que lo veamos como santo y justo, o lo bajemos al nivel en el cual podamos identificarnos con él más cómodamente.
Cuanto más sabemos acerca de Dios, su santidad, su carácter y su autorevelación, tanto mejor comprenderemos cómo adorarlo. La adoración debe fluir de un corazón colmado con el asombro y la adoración hacia el Dios que amamos.
En este capítulo, consideraremos el gran modelo divino de ado­ración que se encuentra en el Santuario del desierto, cuyo modelo fue dado a Moisés por Dios mismo.
El salmista, frustrado por las obvias contradicciones en la vida y la aparente prosperidad de los malvados, exclamó que él no lo entendía. "Cuando pensé para saber esto, fue duro trabajo para mí, hasta que entrando en el santuario de Dios, comprendí el fin de ellos" (Salmo 73:16, 17). El salmista encontró respuestas en el san­tuario, y así podemos lograrlas nosotros, pues Dios se revela a sí mismo y sus planes para nuestro bien en el santuario. Solo cuando encontramos las respuestas a las preguntas más difíciles de la vida, como se revelan en el santuario, podemos realmente adorar a Dios con todo nuestro corazón y alma. De otro modo, la adoración pue­de llegar a ser solo una forma o un conjunto de ritos por los que pasamos sin realmente comprender lo que significa adorar a Dios. La adoración puede llegar a ser una forma de encontrar nuestras necesidades egoístas de atención o, peor aún, ser solo otra manera de entretenimiento que satisface nuestra naturaleza pecaminosa.
La directora de culto, la doctora Cheryl Wilson-Bridges, lo ex­presa bien: "En la adoración, solo Dios es el soberano Juez que ejerce una autoridad justa. [...] Si en nuestra adoración perdemos el privilegio de alegrarnos en la santa presencia de Dios, enton­ces nuestra alabanza es probable que llegue a ser una víctima de nuestro orgullo centrado en nosotros mismos y en nuestros deseos ambiciosos". El camino de Dios es la única guía segura para que sigamos en la vida, en obediencia, y especialmente en adoración.
Hacedme un santuario
Dios dijo: "Y harán un santuario para mí, y habitaré en medio de ellos" (Éxodo 25:8). ¿Cómo le habría sonado a usted esta orden si hubiese estado en ese desolado desierto? ¡Cuán imposible debió parecerles a los hijos de Israel! No había lugares para aprovisionarse de madera, ni había ferreterías ni personal de construcción. No obstan­te, Dios tenía un plano para un lugar donde pudiera encontrarse con su pueblo; mejor todavía, ¡él quería morar con ellos! Ya había provisto los materiales: la gente misma traería lo que había conseguido de sus amos y vecinos egipcios (Éxodo 12:35,36). Dios dijo a Moisés: "Di a los hijos de Israel que tomen para mí ofrenda; de todo varón que la diere de su voluntad, de corazón, tomaréis mi ofrenda" (Éxodo 25:2).
Dios había planificado cuidadosamente un santuario portátil y sus muebles, incluyendo cómo debía ser armado y desarmado para llevarlo de un lugar a otro mientras Israel peregrinaba por el desier­to. Les dio instrucciones detalladas para cada aspecto del Santuario y de sus servicios. La respuesta de la gente al pedido de Dios de dar una ofrenda determinaría el éxito del proyecto. Dios detalló: "Todo generoso de corazón la traerá [la ofrenda]" (Éxodo 35:5, la cursiva fue añadida). Note que el corazón generoso viene antes de la ofrenda; ambos son importantes, pero deben suceder en el orden correcto. Y el pueblo de Dios dio con corazones generosos, trayendo de toda cla­se de materiales para la obra (versículos 22-35). Finalmente, los artesanos fueron a Moisés y le dijeron: "Dile a la gente que no traiga más ofren­da; tenemos demasiado" (ver Éxodo 36:3-7).
¿Ha estado su iglesia involucrada alguna vez en un programa de construcción? ¿Tuvo alguna vez el pastor que pararse al frente y decirle a la congregación: "Por favor, no traigan más ofrendas, tenemos más que suficiente, y no tenemos lugar para guardarlas"? Bendita es la congregación que tuvo alguna vez ese dilema. ¿Qué motivó acciones tan generosas de parte de los israelitas?
El término "adorar", en la Escritura, proviene de una palabra he­brea que significa, literalmente, "postrarse ante una persona importan­te o un rey; homenajear, inclinarse o prestar obediencia y reverencia".
Aunque doblar las rodillas ante nuestro Hacedor es importan­te, también le damos homenaje –y lo adoramos– dándole parte de nuestros bienes materiales para apoyar su obra. El pueblo de Is­rael dio lo mejor que tenía; lo dieron voluntariamente para la casa del Señor. Cada don que llevamos a nuestro Dios -sean diezmos, ofrendas, talentos o tiempo- debe ser llevado como un acto de ado­ración. Dios es honrado y se deleita en bendecirnos al aceptar los dones que le llevamos con ese espíritu.
El templo del desierto era el centro y el foco de la experiencia de adoración. Cada rito, detalle y mueble en el antiguo Santuario ilustraba principios importantes de adoración. Aun ahora podemos aprender mucho acerca de cómo quiere Dios que lo adoremos, al considerar el modelo del Santuario de Israel.
Démosle la espalda a la falsa adoración
La puerta del atrio del Santuario -literalmente, una cortina- mi­raba hacia el Este. De este modo, los adoradores que entraban en el atrio siempre daban su espalda al sol naciente. Muchas de las religiones paganas antiguas involucraban la adoración del sol. Con esta sencilla disposición, Dios advirtió a su pueblo en contra de la adoración falsificada por Satanás tan generalizada en esos días. Si­glos más tarde, el profeta Ezequiel, al ver que había personas en el Templo que miraban hacia el Este y adoraban al sol, les advirtió de los severos juicios de Dios en contra de su pecado (Ezequiel 8:15-18).
Contrariamente a lo que pensaríamos, esta observación tiene re­levancia para nosotros hoy: necesitamos solo observar algunas de las tendencias actuales en cuanto a la adoración. Por ejemplo, no hace mucho tiempo se expusieron informes de que la Nueva Era in­tentó infiltrar enseñanzas y prácticas de culto orientales en iglesias cristianas. Muchas de las tendencias de la adoración popular actual se basan en el ocultismo, pero utilizan terminología cristiana, con lo que dan evidencia del éxito de los objetivos de la Nueva Era.
En un tono más positivo, la puerta del atrio era la entrada a la casa de adoración. David sugirió de qué manera debemos acercar­nos a la casa de Dios: "Entrad por sus puertas con acción de gracias, por sus atrios con alabanza; alabadle, bendecid su nombre. Porque Jehová es bueno; para siempre es su misericordia" (Salmo 100:4, 5).
Los sacerdotes del Nuevo Testamento
Los sacerdotes de vestiduras blancas que oficiaban en el San­tuario representaban la vida pura y sin mancha de Jesucristo, que llegaría a ser el sacrificio máximo por el pecado y quien volvería al cielo para ser el Sacerdote -Mediador- para la raza perdida. "Todo lo relacionado con la indumentaria y la conducta de los sacerdotes había de ser tal, que inspirara en el espectador el sentimiento de la santidad de Dios, de lo sagrado de su culto y de la pureza que se exigía a los que se allegaban a su presencia". Pedro nos recuerda que nosotros, como cristianos, somos un "real sacerdocio, una na­ción santa, pueblo adquirido por Dios" (1 Pedro 2:9).
Esto es algo que sería útil que recordáramos al acudir a adorar a Dios en su casa: formamos parte del sacerdocio de Dios. Si Cristo ha puesto sobre nosotros su manto inmaculado de justicia, deberíamos –en gratitud por su don– reflejar su carácter en nuestra conducta y aun en nuestra apariencia y vestimenta, especialmente cuando va­mos a la misma presencia del Rey del universo, para adorarlo.
Jesús contó una parábola acerca de un hombre que asistió a la celebración de una boda como invitado, pero cuando su anfitrión vio que no tenía la vestimenta adecuada para la boda, lo echó afuera (Mateo 22:11-13). ¡Qué tragedia es profesar servir a Dios y no obstante suponer que podemos vestirnos como nos plazca y todavía ser acep­tados por un Dios santo! En esta época es usual ver personas que en­tran al lugar de adoración vestidos de una manera que avergonzaría a un cristiano aun en la playa. ¿Cómo debe sentirse nuestro Padre celestial por nuestra falta de respeto y humildad en su presencia?
Una presentadora de noticias recientemente pasó un fin de se­mana en un seminario aprendiendo la etiqueta adecuada ante la realeza, porque entrevistaría a la Reina Isabel. ¿No sería apropiado que aprendiéramos el protocolo celestial para la adoración?
El sacrificio que Dios desea: un requisito previo para la adoración
El altar del holocausto ubicado cerca de la puerta del atrio exte­rior era la primera actividad del servicio del Santuario. Cada mañana y cada tarde, los sacerdotes ofrecían un cordero de un año, sin man­cha, sobre ese altar. El cordero simbolizaba a Cristo (1 Pedro 1:19).
Los sacrificios diarios sobre el altar del holocausto recordaban al pueblo de Dios que la adoración es un asunto diario. De maña­na y de tarde necesitamos confesar nuestros pecados y recibir el perdón divino. Además de los sacrificios diarios ofrecidos por los sacerdotes, los pecadores podían traer su ofrenda de un cordero (o un sustituto si era demasiado pobre). El pecador tenía que degollar al cordero. El sacerdote tomaba entonces la sangre, y la salpicaba alrededor del altar del holocausto.
Para ilustrar la importancia de este rito, adelantémonos un poco. El profeta Natán narró al amado rey David una parábola acerca de un hombre rico, que tomó y luego mató al único cordero que poseía un hombre pobre. David se enojó por la injusticia; pero, cuando pronunció una sentencia de muerte sobre el egoísta hombre rico, Natán declaró: "Tú eres aquel hombre" (ver 2 Samuel 12:7).
Imagínate la escena: el rey va al Santuario con un cordero, le corta la garganta, ve cómo la sangre brota del inocente animal. (Re­cuerda que David había sido pastor de ovejas.) El rey culpable está de pie allí, lleno de condena propia, remordimiento y humillación. No es extraño que él clamara: "Ten piedad de mí, oh Dios, confor­me a tu misericordia; conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones" (Salmo 51:1). Él admite que merece el castigo de Dios, y ora pidiendo restauración (versículos 3-5, 12). Luego, mirando al po­bre cordero inocente que ha sido sacrificado por su terrible pecado, David expresa una afirmación sorprendente: "Porque no quieres sacrificio […] no quieres holocausto" (versículo 16). ¿Por qué dijo esto David? Porque él entendió que los sacrificios que Dios realmente desea son "el espíritu quebrantado; al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios" (versículo 17).
¿Qué tiene que ver esta historia con la adoración? Citando a la Dra. Bridges otra vez: "La verdadera adoración la inicia la Deidad y recibe poder de ella, que estaba simbolizada por el sacrificio animal que prefiguraba la muerte de Cristo". El espíritu de arrepentimiento y de tristeza por nuestro pecado son los únicos caminos hacia la pre­sencia de Dios; el único sendero a la adoración auténtica de un Dios santo. Antes de entrar al santuario, debemos hacer expiación por el pecado. Antes de adorar a Dios, debemos hacer lo que hizo David: ir a Dios con un espíritu quebrantado, con un corazón que se da cuenta de su pecaminosidad y clama a Dios pidiendo perdón y limpieza.
Pablo sugiere que debemos presentar nuestros "cuerpos en sa­crificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro [nuestro] culto racional" (Romanos 12:1). La palabra culto, en este versículo, implica un acto religioso de adoración.
Lo que Dios realmente busca es la persona entera: cuerpo, espíri­tu y corazón. Para los seres humanos pecaminosos, el sacrificio de un corazón humilde y contrito es el primer requisito previo, la primera ofrenda aceptable para la adoración de un Dios santo. El pecado origi­nalmente separó al hombre de la comunión con Dios. El sistema de sa­crificios debía enseñar a la familia humana que solo un sacrificio podía reconciliarlos con Dios, y permitirles ser restaurados en su presencia.
La fuente de bronce: un lugar para la purificación
La fuente, un lugar para lavar, estaba muy cerca del altar del holocausto. Aquí los sacerdotes se lavaban las manos y los pies an­tes de entrar en el Lugar Santo o antes de ministrar en el altar del holocausto. Era un lugar donde podían ser limpiados antes de pre­sentarse ante Dios, enseñando que todo pecado y contaminación debe abandonarse antes de entrar a la presencia de Dios.
David suplicó al Todopoderoso tener un corazón limpio (Salmo 51:10). Cuando comparecemos delante de un Dios santo, nosotros también debemos orar pidiendo limpieza. También debemos aban­donar todo pecado al ir a adorarlo. Pablo sugiere que Dios desea santificar y purificar a su pueblo con "el lavamiento del agua por la palabra" (Efesios 5:26). Al sumergirnos en su Palabra y pasar tiempo con Dios en meditación y oración, su gracia nos limpiará y purifi­cará. Con esta limpieza estamos listos para adorar a nuestro Dios.
La adoración y los panes de la presencia
La mesa de los panes de la proposición estaba ubicada en el Lugar Santo, y siempre había doce panes. La palabra hebrea traducida como "panes de la proposición" literalmente significa "panes de la presen­cia". Simbolizaban a Cristo, que nos representa ante Dios. "Porque el pan de Dios es aquel que descendió del cielo y da vida al mundo [...] Jesús les dijo: Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás" (Juan 6:33, 35). La respuesta de la gente fue: "Señor, danos siempre este pan" (versículo 34).
Cuando los pastores guían a la congregación en la adoración, tienen el privilegio y la responsabilidad de alimentar a sus congre­gaciones con el pan de la presencia. No recibimos este pan al escu­char meras filosofías, opiniones humanas o historias entretenidas. Solo el sólido pan espiritual –Jesucristo y su Palabra– nutrirán las almas y producirán crecimiento espiritual.
Los doce panes de la proposición o de la presencia habían de ser comidos por Aarón y sus hijos, y debían ser remplazados por panes frescos cada sábado. Los que ministran la Palabra de Dios deberían tener pan fresco cada sábado para alimentar a su pueblo, porque ellos mismos deberían alimentarse del pan cada día. "Yo soy el pan vivo que descendió del cielo; si alguno comiere de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo" (Juan 6:51).
"El primero y más alto deber de toda criatura racional es el de escudriñar la verdad en las Sagradas Escrituras". Cuan imperativo es, entonces, que los pastores y ancianos dirijan a su congregación a escudriñar y aprender cuáles son las instrucciones de Dios para su pueblo. Cuán importante es comparar un pasaje con otro y enseñar a la gente a estudiar e interpretar adecuadamente las enseñanzas de la Palabra de Dios. ¡Necesitamos pan fresco cada sábado!
La adoración y el candelabro de oro
El hermosamente labrado candelabro, formado de una sola pie­za de oro y que pesaba unos ciento ochenta kilos, estaba frente a la mesa de los Panes de la Presencia.
El propósito del candelabro era alumbrar el Santuario continua­mente, ardiendo día y noche al recibir un suministro permanente de aceite de oliva. Jesús afirmó ser la Luz del mundo (Juan 8:12). Prome­tió enviar a sus seguidores el Espíritu Santo (simbolizado por el acei­te) a fin de guiarlos y prepararlos para ser sus testigos (Juan 16:7-15).
Tanto el agua como la sangre, como ya hemos visto, son agentes de limpieza. Una tercera clase de purificación es por fuego. El Espí­ritu Santo, simbolizado por lenguas como de fuego, cayó sobre los creyentes el día de Pentecostés (ver Hechos 2:1-3).
El aceite del Espíritu Santo era la fuente del fuego que ardía en los corazones de los apóstoles. Encendió un fuego en los corazones y las vidas de judíos y gentiles; quienes, con poder sobrenatural, difundieron el cristianismo en todo el mundo entonces conocido.
Necesitamos también recibir esa misma purificación por fue­go -el poder del Espíritu Santo- para que nuestra adoración a un Dios santo sea aceptable. Al acercarnos a adorar a Dios, el Espíritu Santo nos convence de pecado, nos anima con el perdón y la acep­tación, y nos asegura el amor de Dios. Entonces, con corazones purificados y humillados, le damos permiso para que nos colme con su Espíritu, de modo que podamos reflejar su luz a un mundo oscurecido por el pecado. Juan vio a Jesús, "el Hijo del Hombre", caminando en medio de los candelabros de oro en el Santuario celestial (Apocalipsis 1:13). ¡Qué seguridad se da a cada creyente que va a adorar a Dios!
El altar del incienso y nuestro gran Sumo Sacerdote
El altar del holocausto estaba hecho de bronce, pero el altar del incienso estaba cubierto de oro. El sumo sacerdote debía ofrecer in­cienso sobre este altar cada mañana y cada tarde, como una ofrenda perpetua ante el Señor. Aunque el altar del incienso realmente esta­ba en el Lugar Santo, estaba "delante del propiciatorio" (Éxodo 30:6), por lo que, en un sentido, pertenecía al Lugar Santísimo. La nube de humo del incienso ascendía ante el propiciatorio, por encima del Arca del Pacto. Esta caja santa contenía las tablas de piedra con la santa ley que Dios mismo había escrito con su propio dedo. Israel había quebrantado los mandamientos inscritos en esas tablas de piedra, pero se había hecho expiación. El incienso ascendía delante del mueble sagrado que representaba la intercesión del gran Sumo Sacerdote que vendría.
Entretanto, los adoradores debían encargarse de orar con fer­vor, de escudriñar sus corazones y confesar su pecado. Ninguna ofrenda que pudieran traer, ninguna confesión que pudieran hacer, podría absolverlos de su transgresión. Solo la muerte de un sustitu­to, prefigurando el Sacrificio máximo, podía pagar su deuda. Pero lo más importante es que necesitaban un intercesor, alguien digno que pudiera defenderlos.
Tenemos "un gran sumo sacerdote que traspasó los cielos, Jesús el Hijo de Dios [...] Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportu­no socorro" (Hebreos 4:14,16). "Tenemos tal sumo sacerdote, el cual se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos, ministro del santuario, y de aquel verdadero tabernáculo que levantó el Señor, y no el hombre" (Hebreos 8:1, 2). "[Él] puede también salvar perpe­tuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos" (Hebreos 7:25).
Elena de White sugirió que aun lo mejor que tengamos para ofre­cer a Dios en actos de adoración –oraciones, alabanza, confesión pe­nitente del pecado, aun la obediencia–, por cuanto pasan a través de los canales corrompidos de nuestra naturaleza humana pecaminosa, son inaceptables para Dios a menos que se ofrezcan por medio de nuestro Intercesor. Este aplica su sangre y ofrece, junto con nuestro sacrificio, el incienso de su propia preciosa justicia. La fragancia de ese incienso asciende como una nube alrededor del propiciatorio.
¡Y estas son buenas noticias! No pueden ser mejores. Cuando lo adoramos y le damos lo mejor que tenemos, todavía no es su­ficientemente bueno. Sin embargo, nuestro gran Sumo Sacerdote, Jesucristo, está intercediendo constantemente en nuestro favor. Él toma nuestra débil adoración y la ofrece ante el Padre, con el in­cienso fragante de su propia justicia. Esa maravillosa verdad tiene el poder de cambiar nuestros corazones, nuestras actitudes, nuestra conducta y nuestra adoración.
La gloria de la shekina
Aprendimos en el capítulo 1 que la gloria de la shekina residía a la puerta del Jardín del Edén, donde Adán, Eva y sus descendien­tes adoraron durante muchos años. La misma gloria de la shekina permanecía sobre el arca del pacto, con su propiciatorio, y que con­tenía los Diez Mandamientos (Éxodo 25:16-22). La misma presencia de Dios era la que santificaba el Santuario. La presencia de Dios también estaba en la columna de día (para protegerlo del calor del desierto) y en la columna de fuego por la noche (la fuente de luz, y protección de los enemigos). La presencia de Dios hacía que el San­tuario fuera tan santo que solo los sacerdotes y los levitas podían entrar en ese lugar sagrado. No obstante, la gloria de la shekina era solo un pálido reflejo del glorioso templo en el cielo. Aun así, su gloria, al revelar la majestad y la santidad de Dios era tan grande que el sumo sacerdote entraba al Lugar Santísimo solo en el día de la Expiación, y llevaba campanillas en el ruedo de su vestimenta de modo que la gente pudiera saber, por el sonido de ellas, que no había sido abrumado por la gloria de la shekina.
Cuando hoy invocamos la presencia de Dios en nuestros cultos de adoración, estamos invitando al mismo Dios santo a quien Israel adoraba, a que se encuentre con nosotros. Hoy no es menos santo de lo que fue entonces. Cuán importante es, entonces, que cuando nos acerquemos a Dios en adoración, lo hagamos con reverencia, respeto y honra.
El santuario portátil del desierto era hermoso: "No hay palabras que puedan describir la gloria de la escena que se veía dentro del santuario, con sus paredes doradas que reflejaban la luz de los can­deleras de oro; los brillantes colores de las cortinas, ricamente borda­das con sus refulgentes ángeles; la mesa y el altar del incienso, reful­gentes de oro [...] el arca sagrada [...] y sobre ella la santa ‘shekina”.
El Palacio Biltmore, en Asheville, Carolina del Norte, es tal vez la estructura más hermosa y bien conservada de su clase en los Es­tados Unidos. A menudo, cuando los grupos de turistas observan las enormes e impresionantes salas de esta mansión, las voces se acallan hasta volverse solo susurros.
Tal vez, necesitemos preguntarnos si nuestra adoración ha llega­do a ser tan común para nosotros que nos olvidamos de que la casa de adoración es el lugar a donde Dios viene para encontrarse con nosotros. ¿Hemos perdido nuestro sentido de reverencia al estar ante la grandeza y majestad de nuestro Dios? Él desea encontrarse con nosotros como lo hizo con el Israel de antaño, pero debemos acudir a su casa con reverencia y respeto.
Cuanto más contemplamos su grandeza y majestad, así como su amor y misericordia condescendientes, más profunda será nuestra admiración y humildad al entrar en su santa presencia. Entonces diremos con el salmista: "Dios temible en la gran congregación de los santos, y formidable sobre todos cuantos están alrededor de él. Oh Jehová, Dios de los ejércitos, ¿quién como tú? Poderoso eres, Jehová, y tu fidelidad te rodea" (Salmo 89:7, 8).

A. W. Tozer, Tozer on Worship and Entertaínment (Camp Hill, Penn.: Wing Spread, 1997), pp. 18, 23.
Cheryl Wilson-Bridges, Levite Praise (Lake Mary, Fl: Creation House, a Strang Company), p. 51.
Will Baron, Deceived by the New Age (Nampa, Ida.: Pacific Press, 1990), capítulos 5, 8, 9.
Elena de White, Patriarcas y profetas, p. 364.
Cheryl Wilson-Bridges, Levite Praise, p. 53 (la cursiva fue añadida).
Elena de White, El conflicto de los siglos, p. 656.
Ver Elena de White, Mensajes selectos, tomo 1, p. 404.
Patriarcas y profetas, p. 361.
El plan divino para la salvacion El plan divino para la salvacion Reviewed by FAR Ministerios on 7/24/2011 Rating: 5

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