Un Santuario para todos
Pulsemos el botón de arranque de los motores de una
inverosímil máquina del tiempo y
retrocedamos hasta uno de los momentos más críticos de la historia del pueblo de Dios: el fin del año 740 a. C. Un año antes, 741 a.
C., el despiadado rey asirio Tiglat-pileser III había iniciado su primera
campaña militar con la clara intención de ampliar sus dominios por el oeste.
Este primer paso desencadenó una serie de acontecimientos que provocarían la
caída del reino de Israel, la destrucción de Samaria y la deportación a tierras
lejanas de las diez tribus del Norte. Asiria se estaba convirtiendo en la
nación más poderosa de la región y nadie se atrevía a enfrentarse a ella. [1]
Después de
conquistar Babilonia, Tiglat-pileser III ordenó a sus ejércitos que avanzaran
hacia Judá. El mismo rey cuenta en sus anales que dicha decisión suscitó
algunos problemas con «Azriau de Iauda». ¿Quién era este «Azriau
de Iauda»? La mayoría de los
eruditos bíblicos cree que es Azarías/Uzías, el rey de Judá (ver 2 Reyes
15:1-7; 2 Crónicas 26). La Biblia se refiere a Uzías como un versado estratega
militar cuyo ejército estaba formado por más de trescientos mil soldados (2
Crónicas 26:11-13), y dice que construyó «máquinas inventadas por ingenieros
[...] para arrojar flechas y grandes piedras» (versículo 15). Como su fama se
había extendido por todas partes y, en medio del pleno apogeo asirio, Uzías era
considerado un rey poderoso, es probable que encabezara una coalición de
naciones que se aliaron para frenar los embates de las huestes asirías. [2] De ahí que Uzías haya sido el instrumento humano que
Dios utilizó para proteger a Judá de las hordas endemoniadas de los enemigos
del norte. Gracias a sus habilidades bélicas Uzías se convirtió en un símbolo
del creciente poder que estaba alcanzando el pequeño reino de Judá en aquella
época.
No
se agobie con todos estos datos históricos. Pero usted debe estar
preguntándose: ¿Qué tiene todo esto que ver con el año 740 a. C? Permítame
explicarle. El rey Uzías murió ese año y para muchos de los habitantes de Judá
la muerte del rey devino en la pérdida de las esperanzas de poder obtener la
victoria ante una posible invasión asiria. Judá había olvidado que Uzías había
sido un rey poderoso porque Uno mayor que él había delegado tal poder en él.
Parecía que la nación no recordaba que Dios fue quien «le prosperó» (2 Crónicas
26: 5) y «le dio ayuda contra los filisteos, contra los árabes que habitaban en
Gur-baal y contra los amonitas» (versículo 7). Aunque Uzías había muerto, Dios
¡seguía vivo! Por tanto, la esperanza de victoria seguía vigente para el
pueblo. Bastaba con que volvieran la mirada al verdadero Rey. Pero, ¿dónde
estaba ese Rey?
El santuario celestial: centro de control del universo
La respuesta a
dicho interrogante se encuentra en Isaías 6. Este capítulo es, sin duda alguna, uno de los pasajes
más inconmensurables de las Escrituras. La escena posee una viveza inigualable;
sus imágenes son esplendorosas; la experiencia del profeta es rayana en lo
inefable. Su lectura nos deja con la respiración entrecortada, pues nos ofrece
la oportunidad de percibir en el corazón la solemnidad que envuelve el
encuentro entre Dios y su profeta. Con justa razón este es uno de los capítulos
más ricos de toda la Biblia, ya que aborda temas como la santidad de Dios, el
pecado y el perdón, la naturaleza de la adoración, el llamamiento divino, el
poder de la Palabra de Dios, el endurecimiento del corazón y el santuario
celestial. Por supuesto, aquí únicamente nos interesa estudiar lo que Isaías 6 nos enseña respecto a la función del templo celestial,
pues como escribió Niels-Erick Andreasen, «Isaías 6:1-4 retrata el santuario celestial como una realidad
auténtica mediante la cual el santuario terrenal encuentra su cumplimiento y
eficacia». [3] En Isaías 6
el profeta mesiánico nos ofrece una inapreciable introducción al tema que
abordaremos en el resto de este libro. Leamos Isaías 6:1-8:
«El año en que
murió el rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y sus
faldas llenaban el Templo. Por encima de él había serafines. Cada uno tenía
seis alas: con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían sus pies y con dos
volaban. Y el uno al otro daba voces diciendo:
"¡Santo,
santo, santo, Jehová de los ejércitos!
¡Toda la tierra
está llena de su gloria!".
«Los quicios de
las puertas se estremecieron
con la voz del
que clamaba,
y la Casa se
llenó de humo.
Entonces dije:
—¡Ay de mí que
soy muerto!,
porque siendo
hombre inmundo de labios
y habitando en
medio de pueblo que tiene labios inmundos,
han visto mis
ojos al Rey, Jehová de los ejércitos.
«Y voló hacia
mí uno de los serafines,
trayendo en su
mano un carbón encendido,
tomado del
altar con unas tenazas.
Tocando con él
sobre mi boca, dijo:
—He aquí que
esto tocó tus labios,
y es quitada tu
culpa
y limpio tu
pecado.
«Después oí la
voz del Señor, que decía:
—¿A quién
enviaré y quién irá por nosotros?
Entonces
respondí yo:
—Heme aquí,
envíame a mí».
Volvemos a
preguntarnos, cuando el rey terrenal murió, ¿dónde estaba Dios? ¡Él estaba en su
templo! Uzías falleció «en una casa apartada» de su palacio (2 Crónicas 26:21),
pero el Rey de universo seguía vivo, sentado en su trono. Si el pueblo quería
encontrar a su Protector y revivir las esperanzas de victoria frente a las
huestes asirías, le bastaba con acudir ante la presencia de Aquel que, desde el
cielo, ejerce su dominio soberano sobre los acontecimientos que se desarrollan
en la tierra. Aunque Uzías había perdido su poder, el Señor seguía al mando.
Nos vendrían muy bien preguntarnos: ¿Dónde se hallaba el trono que menciona
Isaías? ¿A qué templo se está refiriendo?
Como Isaías no era
descendiente del linaje sacerdotal resulta evidente que no tenía acceso al
interior del santuario terrenal. Los levitas eran responsables de acampar «alrededor
del tabernáculo del Testimonio, para que no se desate la ira sobre la congregación
de los hijos de Israel» (Números 1:53) y evitar que cualquier persona que no
fuera miembro de dicha tribu contaminara «la santidad del tabernáculo, que era
el lugar donde Dios moraba». [4] La ley de Moisés declaraba explícitamente que el que
se acercara al santuario, a menos que fuera levita, moriría (Números 1:51). Por
ello la «custodia del santuario» se hallaba a cargo de «Aarón y sus hijos»
(Números 3:38). Los mismos israelitas exclamaron que «cualquiera que se
acerque, el que se llegue al tabernáculo de Jehová, morirá» (Números 17:13). En
otras palabras, quien no formara parte de la casta sacerdotal no tenía derecho
a penetrar más allá de la puerta de entrada al atrio del santuario, y el que se
atreviera a hacerlo sería condenado a la pena capital.
Incluso dentro de
la misma tribu de Leví había rigurosas restricciones. Por ejemplo, si un levita
no era descendiente de Aarón no tenía derecho a participar en las ceremonias
que se celebraban en el interior del santuario (Números 18:7); y aunque formara
parte del linaje aaronita, a menos que fuera el sumo sacerdote tenía prohibido
entrar al Lugar Santísimo del santuario. El propio sumo sacerdote tan solo
podía ir más allá del velo una vez al año, durante el Día de la Expiación
(Levítico 16:2).
Todo lo anterior
nos permite entrever que resulta muy improbable que Isaías hubiera podido
penetrar más allá del atrio del santuario terrenal. De ahí que lo más lógico es
suponer que el trono y el templo del cual habla el profeta en el capítulo 6 aluden directamente al santuario celestial. Según
Isaías 14:13, el «trono alto y sublime» de Dios se halla en el mismo «cielo»,
en «el monte del testimonio». «El cielo es mi trono» (Isaías 66:1). El salmista va en la misma dirección cuando declara:
«Miró el Señor desde su altísimo
Santuario; contempló la tierra
desde el cielo» (Salmo 102:19, NVI; cf.
Salmo 11:4, 5; la cursiva es nuestra). En Isaías 6 el santuario celestial «es el lugar donde el Señor
está entronizado como Rey». [5] El rey terrenal ha muerto, pero el Rey celestial sigue
vivo y ejerciendo su soberanía sobre los asuntos terrenales. De hecho, es en
este capítulo donde por primera vez el profeta identifica a Dios como «Rey»
(vers. 5). El santuario celestial, entonces, es el centro de control del
universo. Allí está el trono del Rey de todo cuanto existe.
Mientras que para
los reyes estaba terminantemente prohibido ministrar en el interior del
santuario, el Señor sí puede ejercer sus funciones regias desde el interior del
templo celestial. Ello debió hacer pensar al profeta que el rey Uzías murió a
causa de la lepra que le sobrevino por confundir sus funciones regias con las
sacerdotales (2 Crónicas 26:18-20). No obstante, como lo expresan los teólogos
sistemáticos, Dios sí puede llevar a cabos los oficios de Rey y Sacerdote en el
santuario celestial. Desde allí ministra como el Rey de todas las naciones. Fue
en ese templo donde se decidió castigar a Judá, Asiria, Filistea, Damasco,
Etiopía y Egipto (Isaías 6:11,
12; 14:24-27; 28-32; 15:1-9; 17:1-3; 18:1-7; 19:1-15). Fue ese santuario donde
se determinó el destino final de Satanás (Isaías 14:13-15) y donde se decretará
qué naciones recibirán las siete plagas de Apocalipsis 16 (ver Apocalipsis 15:5-8).
Las funciones
regias que el Señor realiza en su santuario ponen de manifiesto la veracidad de
esta declaración inspirada:
«En
los anales de la historia humana, el desarrollo de las naciones, el nacimiento
y la caída de los imperios, parecen depender de la voluntad y las proezas de
los hombres; y en cierta medida los acontecimientos se dirían determinados por
el poder, la ambición y los caprichos de ellos. Pero en la Palabra de Dios se
descorre el velo, y encima, detrás y a través de todo el juego y contrajuego de
los intereses humanos, poder y pasiones, contemplamos a los agentes del que es
todo misericordioso, que cumplen silenciosa y pacientemente los designios y la
voluntad de él» (Profetas y
reyes,
cap. 40, p. 331).
El santuario celestial: un lugar real
Según Elena G. de
White, el profeta Isaías tuvo la visión que registra en el capítulo 6 «mientras se hallaba en el pórtico del templo», es
decir, en la entrada al atrio (ver Profetas
y reyes, cap. 25, pp. 206, 211 cf. Obreros evangélicos, p. 21). Cuando visitó el templo terrenal «en el año
en que murió el rey Uzías, se le concedió una visión a Isaías en la que
contempló el Lugar Santo y el Lugar Santísimo del santuario celestial» (Reflejemos a Jesús, p. 330). El templo terrenal nos señala el camino que
nos lleva al templo celestial. El profeta visitó el templo terrenal, al que no
podía entrar, pero Dios le permitió ir más allá del velo, trascender los
confines de este mundo y contemplar por sí mismo la gloria del templo
celestial, donde Cristo intercede por nosotros (Hebreos 7:25; 8; 1). El libro de Hebreos declara sin ningún tipo de
ambages que el santuario celestial es un lugar real. Por lo menos en tres
declaraciones se destaca la existencia de un santuario en el cielo; Hebreos 8:2-5; 9: 11-12; 23-24.
También el libro
de Apocalipsis hace mención explícita del santuario celestial en 11:19. Según
Apocalipsis 14:15, desde el templo celestial se le ordena a un ángel: «¡Mete tu
hoz y siega, porque la hora de segar ha llegado, pues la mies de la tierra está
madura!». En Apocalipsis 15:5, Juan describe el momento en que se abrió en el
cielo el «santuario del tabernáculo del testimonio», expresión que en Números
1:50 se usa para describir el santuario del desierto, y de allí «salieron los
siete ángeles con las siete plagas» (versículo 6). Desde ese mismo templo se ordena 3 los ángeles que derramen «sobre la tierra la siete
copas de la ira de Dios» (Apocalipsis 16:1). En otros pasajes el Apocalipsis
hace mención de algunos de los objetos que forman parte del mobiliario del
templo celestial: el candelabro (1:12-13; 4: 5), el altar del incienso (8:3) y el «arca de su pacto» (11:19). A propósito de
esto Elena G. de White declara: «Así como en el santuario terrenal había dos
compartimientos, el santo y el santísimo, así hay dos lugares santos en el
Santuario celestial y el arca que contiene la ley de Dios, el altar del
incienso y otros instrumentos de servicio que se encontraban en el Santuario
terrenal también tienen su contraparte en el Santuario de arriba» (Cristo en su santuario, introducción, p. 19).
Resumiendo
la enseñanza bíblica en cuanto a la existencia de un santuario en el cielo, la
señora White escribió: «Moisés hizo el santuario
terrenal según el modelo que le fue enseñado. San Pablo declara que ese modelo
era el verdadero santuario que está en el cielo. Y San Juan afirma que lo vio
en el cielo» (El conflicto de los siglos, cap.
24, p. 410).
El
santuario celestial:
Lugar
donde se define mi destino
En el santuario
celestial no solo se define el destino de las naciones, sino también el destino
de los seres humanos; el mío, el suyo, el de todos. Cuando el profeta se vio a
sí mismo ante la ígnea gloria del Rey del universo, creyó que su sentencia de
muerte era inevitable. ¿Acaso no murió el rey Uzías por haber penetrado al
interior del santuario?
Es probable que
Isaías creyera que le sucedería lo mismo. Después de todo, el mismo Señor le
había dicho a Moisés: «Ningún hombre podrá verme y seguir viviendo» (Éxodo
33:20). Por eso, al saber que se hallaba ante la presencia del gran Rey, el
profeta tan solo atinó a decir: «¡Ay de mí, voy a morir!» (versículo 5, DHH).
Cuando quedamos envueltos por la atmósfera de santidad que se respira en la
presencia de Dios, no nos queda más que reconocer nuestra total insignificancia
y pecaminosidad; de hecho, el Señor «habita con el quebrantado y humilde de
espíritu» (Isaías 57:15). La escena de Isaías 6 no puede ser un contraste mayor. Mientras que en el
templo celestial todos exclaman: «¡Santo, santo, santo!» (versículo 3), Isaías
se considera un hombre de «labios inmundos», indigno de unir su voz al coro
celestial. La impureza de la boca es una manera de referirse a la degeneración
del corazón. Más adelante el mismo profeta admitirá que nosotros «proferimos
las mentiras concebidas en nuestro corazón» (Isaías 59:13). Como dijo Jesús,
«de la abundancia del corazón habla la boca» (Mateo 12:34).
Así como la lepra
se manifestó en Uzías mediante el deterioro de su piel, nuestras enfermedades
espirituales salen a la luz a través de lo que fluye de nuestros labios. Por
eso al entrar en el santuario de Dios lo mejor que podríamos hacer es asumir
una postura de humildad ante la santidad que allí se palpa (cf.
Job 22:29; Salmo 10:17; Lucas 1:52). Cuando Josué, el sumo sacerdote, estuvo delante
de Dios, puso de manifiesto una completa sumisión y humildad, y ni siquiera
articuló palabra (Zacarías 3:1-8). Por medio de Habacuc el mismo Señor declara:
«Yo estoy en mi santo templo; ¡ante mí debe callar toda la tierra!» (Habacuc
2:20, TLA). Al entrar a la gloria del santuario celestial resulta oportuno el
consejo de Jeremías: «Bueno es esperar en silencio la salvación de Jehová» (Lamentaciones
3:26); y si acaso tenemos que abrir la boca, que sea para susurrar esta
oración: «¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!» (Lucas 18:23).
Tengamos en cuenta que, como dice la señora White, «nada es más esencial para
la comunión con Dios que una profunda humildad» (Testimonios para la iglesia, tomo 5, p. 47).
Cuando Isaías
reconoció su indignidad, voló hacia él «uno de los serafines, trayendo en su
mano un carbón encendido, tomado del altar con unas tenazas» y tras haber
tocado los labios del profeta, le dijo: «He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa y limpio tu pecado» (versículos 6, 7). Aquí tenemos una escena llena de elementos
cúlticos. Este es el único pasaje bíblico donde se menciona a «los serafines».
En hebreo esta expresión significa «los que arden». Cuando Juan recibió una
visión del trono/templo celestial también vio a seres con «seis alas» que, como
en Isaías 6, exclamaban:
«¡Santo, santo, santo!» (Apocalipsis 4:8).
El vidente de Patmos describe a los «seres vivientes» como «llenos de ojos»
(versículo 6), un
modismo hebreo que alude a seres deslumbrantes, llenos de colores. En la visión
que Ezequiel tuvo del trono de Dios, también menciona a «cuatro seres vivientes
[...] que centelleaban a manera de bronce bruñido» (Ezequiel 1:5, 7). En el
capítulo 10, Ezequiel los llama «querubines». Elena G. de White identifica a
«los serafines» de Isaías 6
como los «querubines [que] a ambos lados del trono brillaban con la gloria que
los rodeaba por estar en la presencia de Dios» (La verdad acerca de los ángeles, cap. 11, p. 140). Por tanto, en el capítulo 6 de su
libro, Isaías está describiendo la contraparte celestial de «los querubines»
que cubrían el arca en el santuario terrenal (ver Éxodo 25:18-20; 37:9).
Mientras que en el
santuario terrenal los serafines/querubines eran seres inanimados, la realidad
celestial los describe como «seres vivientes» que actúan en favor del «quebrantado
y humilde de espíritu» (Isaías 57:15; cf.
Mateo 5:3). Uno de estos personajes tomó un carbón del «altar». La construcción
en hebreo del versículo 6 hace
énfasis en que el serafín tomó el carbón antes de «volar» hacia donde estaba
Isaías. Este movimiento podría sugerir que «el altar mencionado en el texto
probablemente sea el altar del incienso localizado en el templo celestial» [6] que Juan menciona en Apocalipsis 8:3.
Ahora bien, lo
relevante para nosotros es que en el interior del santuario celestial, frente a
querubines, serafines, seres vivientes, ante su mismo trono, Dios pone de manifiesto su deseo de
perdonar. [7] La confesión de impureza de Isaías hace que todo el
santuario celestial se movilice a fin de quitar la inmundicia del profeta.
Mientras que los ministros del santuario terrenal evitaban por todos los medios
entrar en contacto con todo lo que fuera inmundo, Isaías, a pesar de su
inmundicia, fue tocado. ¿Y qué sucedió? El pecado confesado del profeta no
contaminó a Dios, sino que Dios purificó al ser humano de la contaminación del
pecado. El Señor es el único que puede tocar al pecador, «llevar el pecado y
aun así permanecer santo». [8] El santuario celestial es como un manantial abierto en
el que podemos sumergirnos y lavarnos de la contaminación del pecado y de la
inmundicia (Zacarías 13:1).
No podemos obviar
el hecho de que el proceso de purificación es resultado de la obra que lleva a
cabo el Señor. Él es quien inicia la obra de purificación en el profeta. El
pecado fue quitado y perdonado porque Dios desempeñó un papel activo y a su vez
Isaías asumió una postura pasiva, de completa sumisión. En Isaías 6:7 aparece la palabra hebrea kaphar, un término que en el Antiguo Testamento se usa en estrecha relación con
la eliminación y la purificación del pecado. Habláremos más de este vocablo en
otro capítulo de este libro. Pero no podemos dejar de mencionar aquí que kaphar conlleva la idea de cubrir y expiar. Su uso sugiere que el Señor
cubrió y perdonó, gracias a su misericordia, el pecado de Isaías. El profeta
Miqueas se refirió a esto cuando escribió: «Él volverá a tener misericordia de
nosotros; sepultará nuestras iniquidades y echará a lo profundo del mar todos
nuestros pecados» (Miqueas 7:19). Como dice Robert L. Cate, cuando Dios
«perdona el pecado, lo cubre». [9]
Cuando
Dios quita y perdona el pecado los
resultados se dejan ver de inmediato. En hebreo los dos verbos están en tiempo
perfecto coordinado; es decir, «ambas cosas sucedieron simultáneamente». [10] Por lo
tanto, en Isaías 6 «el santuario celestial emerge como
el lugar donde el Señor perdona el pecado del profeta» [11] y donde
quedó demostrado «que por el fuego del amor divino fue quemada en la boca y el
corazón del profeta toda impureza pecaminosa». [12] En el
santuario celestial se decidió el destino del profeta: ser perdonado para que
cumpliera con poder y denuedo su misión como mensajero del Rey del universo. En
el santuario celestial Isaías recibió el perdón, y ese perdón lo capacitó para
cumplir la tarea para la cual Dios lo había destinado (versículos 8-13). En
otras palabras, el privilegio del perdón conlleva también la responsabilidad de
una misión.
El
santuario celestial: un lugar para todos
Cuando escribía
este capítulo una de las noticias más comentadas de la semana había sido el
rechazo del gobierno de Guatemala a la petición de asilo político hecha por el
millonario estadounidense, John McAfee. La justicia beliceña quería investigar
a McAfee con respecto a la muerte de uno de los vecinos del laureado
especialista en seguridad informática. Si fue culpable o no, no lo sabemos. Lo
que quiero resaltar aquí es que, en medio de una situación de apremio, McAfee
no encontró la ayuda que buscaba y Guatemala rehusó asilarlo.
¿Sabía que usted y
yo estamos siendo buscados a fin de que respondamos por nuestros pecados? El
diablo anda como «un león rugiente» presto para devorarnos (1 Pedro 5:8). Nuestros problemas parecen haber erradicado del
diccionario de nuestra vida la palabra «esperanza». Vivimos turbados,
atribulados, sedientos de disfrutar de un presente y un mañana mejores. Nos
sentimos acorralados ante las garras de nuestro adversario y quizá no tenemos
más alternativa que decir: «¿Ahora quién podrá defendernos?». Pero hemos de
saber algo. El apóstol Juan nos dice que en Isaías 6 el profeta «vio su gloria [la de Jesús], y habló
acerca de él» (Juan 12:41). Jesús es el Rey y Sacerdote que ministra en el
santuario celestial. El libro de Hebreos registra estas confortadoras palabras:
«Por
tanto, teniendo un gran sumo Sacerdote que traspasó los cielos, Jesús el Hijo
de Dios, retengamos nuestra profesión. No tenemos un sumo sacerdote que no
pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo
según nuestra semejanza, pero sin pecado. Acerquémonos, pues, confiadamente al
trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno
socorro» (Hebreos 4: 14-16).
¡El Jesús que
vivió como nosotros traspasó los cielos! Podemos acercarnos confiadamente al
santuario celestial. Podemos acudir a Dios y pedirle que nos dé un lugar en su
templo. Nuestro amante Salvador no nos negará el asilo y refugio que
necesitamos. Allí encontraremos el «socorro» que ansiosamente andamos buscando.
Él nos enviará «ayuda desde el santuario» (Salmo 20:2).
Es cierto que la
entrada al templo terrenal estaba limitada a un grupo concreto de personas; sin
embargo, nosotros «ahora podemos entrar con toda libertad en el santuario
gracias a la sangre de Jesús» (Hebreos 10:19, DHH). Por medio de Cristo «tenemos
entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes, y nos gloriamos en
la esperanza de la gloria de Dios» (Romanos 5:2). Todos hemos recibido «amplia y
generosa entrada en el reino de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2 Pedro
2:11). Gracias a la obra del Espíritu «los unos y los otros tenemos entrada» al
Padre (Efesios 2:18). Elena G. de White expresó: «Vivimos demasiado apegados a
lo terreno. Levantemos nuestros ojos hacia la puerta abierta del santuario
celestial, donde la luz de la gloria de Dios resplandece en el rostro de
Cristo» (El camino a Cristo, cap. 11, p. 152). ¡Sí, el templo celestial nos puede
recibir a todos!
Muchos, como el
publicano, queremos acercarnos al templo, pero permanecemos «lejos» al pensar
que nuestros pecados nos impedirán ser «aceptos en el Amado» (Efesios 1:6). Pero, si Dios tuvo compasión 4e Isaías, ciertamente
también tendrá misericordia por nosotros (Salmo 117:2; Lamentaciones 3:22, 23).
No podemos olvidar bajo ninguna circunstancia que «la verdad de Dios nos ha
sacado de la cantera del mundo con el fin de integrarnos al templo celestial»
(Elena G. de White, Sermones
escogidos, tomo 1, p. 46).
Concluyamos este
capítulo reflexionando en esta declaración inspirada:
«La visión dada
a Isaías representa la condición de los hijos de Dios en los últimos días.
Tienen el privilegio de ver por fe la obra que se está desarrollando en el santuario
celestial. "Y el templo de Dios fue abierto en el cielo, y el arca de su
pacto se veía en el templo". Mientras miran por fe en el Lugar Santísimo,
y ven la obra de Cristo en el santuario celestial, perciben que son un pueblo
de labios impuros, un pueblo cuyos labios a menudo han hablado vanidad y cuyos
talentos no han sido santificados y empleados para la gloria de Dios. Con razón
podrían entregarse al desaliento al comparar su propia debilidad e indignidad
con la pureza y hermosura del carácter de Cristo. Pero hay
esperanza para ellos si, como Isaías, reciben el sello que el Señor
quiere que se imprima sobre el corazón y si humillan su alma delante de Dios.
El arco de la promesa está sobre el trono y la obra realizada a favor de Isaías
se realizará en ellos. Dios responderá las peticiones provenientes del corazón
contrito» (Conflicto
y valor,
p. 234; la cursiva es nuestra).
Siendo que las
puertas del santuario celestial se hallan abiertas para todos, ¿acaso
seguiremos postergando nuestra entrada? Lope de Vega, el insigne poeta y
dramaturgo del Siglo de Oro español, escribió un bellísimo soneto que bien
puede ilustrar nuestra postura ante la invitación que hemos recibido de acudir
por fe al santuario celestial:
¿Qué
tengo yo, que mi amistad procuras?
¿Qué
interés se te sigue, Jesús mío,
que
a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las
noches del invierno oscuras?
¡Oh,
cuánto fueron mis entrañas duras,
pues
no te abrí! ¡Qué extraño desvarío,
si
de mi ingratitud el hielo frío
secó las llagas
de tus plantas puras!
¡Cuántas
veces el ángel me decía:
«Alma,
asómate ahora a la ventana,
verás con
cuánto amor llamar porfía»!
¡Y
cuántas, hermosura soberana,
«Mañana
le abriremos», respondía,
para lo mismo
responder mañana!
¿Mañana?
¿Esperaremos hasta mañana para entrar al templo celestial? ¿Y mañana diremos
nuevamente que lo haremos mañana?
[1]
Siegfried Herrmann, Historia de Israel en
la época del Antiguo Testamento (Salamanca: Sígueme, 1979), pp. 313, 314.
[2] John H.
Walton, Victor H. Matthews y Mark W. Chavalas, Comentario del contexto cultural de la Biblia: Antiguo Testamento
(El Paso, TX: Mundo Hispano, 2006), p. 499.
[3] «The Heavenly
Sanctuary in the Old Testament» en Arnold Wallenkampf y W. Richard Lesher, eds.
The Sanctuary and the Atonement:
Biblical, Historical, and Theological Studies (Washington, D. C.: Review
and Herald Publishing Association, 1981), p. 75.
[4] Francis
D. Nichol, ed. Comentario bíblico
adventista (Buenos Aires: ACES, 1992), tomo 1, p. 843.
[5] Elias Brasil de
Souza, The Heavenly Sanctuary / Temple
Motif in the Hebrew Bible (Adventist Theological Society Dissertation
Series, vol. 7), p. 241. Paul R. House, «Isaiah's Call And Its Context in
Isaiah 1-6» en Criswell Theological
Review 6.2 (1993), p. 217.
[6] De
Souza, obra citada, p. 241.
[7] House, obra citada, p. 219.
[8] Julian Price Love,
«The Call of Isaiah: An Exposition of Isaiah 6» en Interpretation, tomo 11, N°
53 (1957), p. 292.
[9] «We Need to Be
Saved (Isaiah 1: 1-2; 5: 1-2; 6: 1-13)» en Review
and Expositor 88 (1991), p. 148.
[10] J. A.
Motyer, Isaías (Barcelona: Andamio,
2009), p. 106.
[11] De
Souza, obra citada, p. 243.
[12] Ross E.
Price, «El libro del profeta Isaías» en Comentario
bíblico Beacon (Kansas City: Casa Nazarena de Publicaciones, 1966), t. 4,
p. 54.
Un Santuario para todos
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9/30/2013
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