Una iglesia, ¿para qué?
Capítulo 9
Una iglesia, ¿para qué?
¿Q
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ué significa para usted,
amable lector, la palabra «sacramento»? Como aficionado al baloncesto, cuando
yo escucho dicho vocablo primero que viene a mi mente es un equipo de la NBA: The Sacramento Kings (Los Reyes de Sacramento).
De hecho, entre los adventistas esta palabra apenas se usa. En cambio, para el
católico romano, «los sacramentos» es una expresión muy común, puesto que,
según la teología católica, estos constituyen la «medicina principal de la
Iglesia», la única capaz de brindar santificación a los hombres y edificación
al cuerpo de Cristo. De acuerdo con el Concilio de Trento, que siguió la propuesta de Hugo de San Víctor, los sacramentos que
imparten fuerza espiritual en la vida del creyente son siete: Bautismo, Confirmación,
Santa Eucaristía, Penitencia, Extremaunción, Ordenación sacerdotal y
Matrimonio. El Concilio, además, se aseguró de declarar anatema a cualquiera
que manifestara algún tipo reticencia a estos sacramentos.
Aunque los
adventistas rechazamos que los sacramentos sean medios de gracia o de
santificación, la realidad es que la palabra «sacramento» en sí misma es
inocua. Proviene del vocablo latino sacramentum cuyo significado básico es "algo puesto aparte como
sagrado". El problema radica en, como hizo Agustín de Hipona, considerar
el sacramento como «una señal visible de una gracia invisible», [1] o aceptar lo que dijo el papa Pablo VI el 3 de septiembre de 1965 en
la encíclica Mysterium
fidei (El misterio de la fe):
«Nadie ignora,
en efecto, que los sacramentos son acciones de Cristo, que los administra por
medio de los hombres. Y así los sacramentos son santos por sí mismos y por la
virtud de Cristo: al tocar los cuerpos, infunden gracia en la almas». [2]
Para los adventistas solo hay dos sacramentos, es decir, dos ceremonias
sagradas, mejor conocidas como ordenanzas o ritos, que fueron establecidos por
el Señor a fin de que desempeñaran un papel clave dentro de nuestro crecimiento
espiritual: el bautismo y la Cena del Señor. A estos dos pilares espirituales
dedicaremos este capítulo.
El bautismo: inicio de una nueva creación
La Biblia
identifica la restauración de la relación del creyente con Dios como un
acontecimiento que da inicio a una nueva etapa en la vida de los seres humanos.
Esta restauración no solo implica una simple mejora de la vida antigua, sino
una renovación completa. A esto se refirió el apóstol Pablo cuando declaró:
«Si alguno está en Cristo, nueva criatura es: las cosas viejas pasaron; todas
son hechas nuevas» (2 Corintios 5:17). Como esta nueva creación habría de ser
visible para el mundo, el mismo Jesús la vinculó simbólicamente con el bautismo, es decir, con el momento en que el creyente se
apropiaba frente a los demás de la salvación que había recibido por gracia. Según
nuestro Señor, esta nueva etapa espiritual se halla íntimamente vinculada con
el nacimiento de agua y del Espíritu (Juan 3:3, 5).
Cuando en la
conversación con Nicodemo Jesús hizo mención tanto del agua como del Espíritu,
probablemente evocaba los sucesos que ocurrieron durante el primer día de la
semana de la creación. En Génesis 1:1 se hace mención del movimiento del
Espíritu de Dios sobre las aguas. Los escritores antiguos consideraron esta
declaración como una tipología de la obra que lleva a cabo el Espíritu de Dios
en las aguas del bautismo. [3] De modo que el Espíritu que dio vida física al mundo (Job 33:4) es el
mismo Espíritu que ahora opera en nosotros una nueva vida espiritual (Juan
6:63; 2 Corintios 3:6). La condición del mundo al inicio de la creación era sin
forma y vacía, pero en la medida en que la Deidad iba ejecutando su voluntad,
este planeta fue convirtiéndose en un lugar perfecto para el encuentro entre el
Creador y su criatura. De igual modo, la vida del ser humano sin Cristo carece
de forma y está vacía, pero al llevar a cabo la obra regeneradora en nuestros
corazones, el Espíritu de Dios se mueve en las aguas bautismales y da inicio a
un proceso que hará de nosotros templos de Dios en esta tierra y, finalmente,
nos permitirá habitar en el futuro templo de Dios, el Edén restaurado (1 Corintios
3:16; 6:19; 2 Corintios 6:16). Al unirnos a Cristo por medio del rito
bautismal, damos evidencia frente al mundo de que somos la casa donde habita el
Espíritu de Dios.
El profeta
Ezequiel también hizo referencia a esta relación entre el agua y el Espíritu en
el proceso del nuevo nacimiento espiritual. He aquí la promesa: «Los rociaré
con agua pura, y quedarán purificados. Los limpiaré de todas sus impurezas e
idolatrías. Les daré un nuevo corazón, y les infundiré un espíritu nuevo; les
quitaré ese corazón de piedra que ahora tienen, y les pondré un corazón de
carne. Infundiré mi Espíritu en ustedes, y haré que sigan mis preceptos y
obedezcan mis leyes» (Ezequiel 36:25-27, NVI). El lavamiento del cual habla el
profeta constituye un símbolo de las «nuevas relaciones entre Jehová y su pueblo.
Es una alianza renovada, marcada por una ruptura previa con la impureza y la
idolatría. Del lado de Jehová no está solo la iniciativa, sino que él también es
el autor de la» purificación. [4]
El apóstol Pablo sigue esta misma línea de pensamiento al escribir:
«Él [Cristo] nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho,
sino conforme a su misericordia, por medio del lavamiento de la regeneración y
la renovación por el Espíritu Santo» (Tito 3:5, LBA). Fíjese que la salvación
no solo es resultado del «lavamiento», es decir, del bautismo, sino que además
debe producirse una renovación que es realizada por el Espíritu Santo. El bautismo
es un testimonio
visible de que somos nuevas criaturas, pues
nos hemos bautizado para «unirnos con Cristo Jesús» y al hacerlo comenzamos a
disfrutar de «una nueva vida» (Romanos 6:3, 4, NVI). Elena G. White captó ese significado del bautismo cuando declaró: «Han sido
bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Se han
levantado del agua para vivir en novedad de vida, para vivir una nueva vida. Han nacido para Dios y están bajo la sanción y el poder de los tres
Seres más santos del cielo» (Sermones escogidos, tomo 1, capítulo 39, p. 321, la cursiva es nuestra).
El bautismo: pertenecemos a Cristo
Así como el
rito bautismal marca el inicio de una nueva creación, también es la celebración
de nuestra entrada a la familia de Dios y de nuestra ruptura con el mundo.
Somos bautizados «en Cristo» (Romanos 6:3), por tanto le pertenecemos, puesto
que el poderío satánico ha sido derrotado en nosotros. Bien lo dijo Elena G. de
White: «Cuando
alguien es bautizado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, estos
tres grandes poderes se comprometen a obrar en su favor. El hombre, por su
parte, al descender al agua, para ser sepultado imitando la muerte de Cristo,
y levantarse en forma similar a su resurrección, se compromete a adorar al
Dios vivo y verdadero, a salir del mundo y mantenerse apartado, y a guardar la
ley de Jehová» (Sermones
escogidos, tomo 1, capítulo 34, p. 279).
Ser bautizado
conlleva ser miembro de la familia divina. Este sentido de pertenencia del
bautizado queda evidenciado en esta declaración paulina: «Pues todos los que
habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos. Ya no hay judío
ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer, porque todos
vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente
descendientes de Abraham sois, y herederos según la promesa» (Gálatas 3:27-29). Ser «bautizados
en Cristo» equivale a «ser de Cristo». El bautismo, entonces, es la ceremonia
de bienvenida a nuestra nueva familia, pues ya no somos «hijos de ira» (Efesios
2:3), sino que ahora somos «hijos de Dios» y, por lo tanto, «Jesús comparte su
posición de Hijo con el bautizado». [5] Wilhelm Heitmüller
está en lo cierto cuando declara que ser bautizados en el nombre de Cristo
significa que ahora hemos sido traspasados al Señor. Mediante la ceremonia
bautismal el bautizado pasa a «pertenecer, a ser propiedad de Jesús», [6] pues en ese momento de la fe «la adopción [del creyente en Cristo] es
realizada». [7]
Este cambio
de propiedad queda evidenciado en el hecho de que al bautizarnos hemos sido
revestidos de Cristo. Ser revestido de Cristo significa vivir una vida moldeada
por el carácter de nuestro Señor. [8] Como bien lo expresa Roberto Badenas, esta imagen es muy apropiada
para describir «la nueva vida en simbiosis con Cristo y en comunión con todos
los creyentes». [9] La expresión "revestidos de Cristo" también evoca pasajes
del Antiguo Testamento en los que el cambio de vestimenta era un símbolo del
cambio de carácter (Isaías 52:1). Al bautizarnos nos vestimos de Cristo, puesto
que en ese momento ponemos de manifiesto al mundo que Dios nos ha ataviado con
«ropas de salvación» (Isaías 62:1, NVI). Ya vimos que la vestimenta de Cristo
nos identifica como soldados de su ejército. Por ello «el bautismo era la profesión
pública, el sacramentum del soldado, el juramento de lealtad a Cristo, la toma de posición
por Cristo, la imagen simbólica del cambio obrado ya por fe». [10] Al ser bautizado y ser revestido por Cristo el creyente da testimonio
de que está listo para pelear contra las fuerzas del mal con la armadura del
Señor. [11]
Es necesario
que jamás olvidemos que el bautismo en sí mismo no es un baño en un halo de
piedad. No es un rito que nos imputa santidad de forma automática. Mediante el
acto bautismal el creyente testifica que vive bajo la autoridad y el control de
Dios. Al ser bautizados en el nombre de Dios somos colocados en la esfera donde
Cristo ejerce su hegemonía, pero ahora es necesario que el Espíritu Santo dé
continuidad y haga eficaz la obra que comenzó en nosotros. El bautismo es un
testimonio público de que finalmente Dios ha levantado su altar en el
santuario de nuestras almas y el poder del enemigo ha sido echado por tierra.
Hace poco
Dios me concedió el privilegio de bautizar a mis tres hijos, Lizangelys, Hasel
y Mariangelis, en la Iglesia Adventista Central de Miami. Cuando ellos entraron al bautisterio, y justo antes de sumergirlos en
el agua, leí las palabras que Philip Henry, padre del famoso predicador Matthew
Henry, escribió para sus hijos y que se
convirtieron en su voto bautismal:
«Recibo a Dios
como mi fin principal y bien supremo. Recibo a Dios el Hijo como mi príncipe y
Salvador. Recibo a Dios Espíritu Santo para que sea mi santificador, maestro,
guía y consolador. Recibo la Palabra de Dios para que sea la regla de todas mis
acciones. Recibo al pueblo de Dios como mi pueblo. Por lo tanto, dedico y
consagro al Señor todo lo que soy, todo lo que tengo y todo lo que hago. Todo
esto lo hago deliberadamente, voluntariamente y para siempre». [12]
¿Cuándo volverán mis niños a renovar su compromiso con Dios? Le recomiendo
que siga leyendo el resto del capítulo.
La Cena del Señor: somos un pueblo bendecido
Aunque no es
necesaria una repetición de nuestro voto bautismal a menos que hayamos caído en
apostasía abierta, Dios nos dejó la Cena del Señor como una ceremonia que
testificaría la renovación constante de nuestra consagración a él. A principios
de la era cristiana hubo un grave malentendido respecto al uso de los emblemas
del pan y el vino en la Cena. Cuando los no cristianos escuchaban que el pan
era el cuerpo de Cristo, y el vino, su sangre, tildaron a los cristianos de
caníbales y muchos le dieron crédito al esperpento de que los cristianos comían
y bebían carne y sangre humana. Ahora bien, ¿qué significado tiene para
nosotros esta antigua ordenanza?
Poco antes de
su muerte, Jesús ordenó a sus discípulos que celebraran la Cena del Señor de
forma permanente hasta su segunda venida (Lucas 22:19-21; Mateo 26:26-29). Varias décadas después de la muerte de Cristo, el apóstol
Pablo repitió las palabras de Cristo y agregó que había enseñado lo que él
mismo había recibido como una instrucción directa del Señor (1 Corintios
11:23). En este sentido, el apóstol deja bien claro que al tomar parte activa
en la Cena del Señor, estamos obedeciendo un mandato explícito del Salvador.
Elena G. de White hace mención
de que en su tiempo la Cena del Señor se celebraba por lo menos cuatro veces al
año (Primeros escritos, p. 303).
Hablando de
la Cena del Señor, ella escribió lo siguiente el 25 de junio de 1892:
«Qué
extraordinario Lugar para superar las controversias y perdonar a los que nos
han hecho daño. Este es el momento, para quien tiene algo contra su hermano, de
aclararlo y arreglar toda diferencia. Hagamos que el perdón sea mutuo. No
dejemos que ningún fuego extraño sea llevado ante el altar, y que quienes se
congregan alrededor de la mesa de la comunión no acaricien ninguna maldad u
odio. Que encumbrados y humildes, ricos y pobres, sabios e ignorantes se reúnan
como quienes han sido comprados con la sangre de Cristo» (Manuscript Releases, tomo 21, p.
119).
No he
olvidado el momento cuando escuché por primera vez que habría una «santa cena»
en mi iglesia local. Lo primero que no lograba comprender era que cenaríamos el
sábado a las once de la mañana. Y mayor fue mi chasco al descubrir que no era
el banquete que yo estaba esperando. Para mi sorpresa la «cena» fue bastante
ligera: un poquito de pan sin levadura y un poquito de vino sin fermentar.
¡Tengo que confesar que no disfruté nada de aquella cena! Precisamente, por no
conocer el significado y la importancia de esta ordenanza nos perdemos el gozo
de recordar la muerte de Jesús, renovar nuestro pacto con él y poner en
evidencia nuestra fe de que muy pronto participaremos del banquete que nuestro
Señor ofrecerá cuando lleguemos al cielo. Por tanto, la Cena encierra elementos
que tienen que ver con nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro. Pero,
¿qué significan el pan y el vino?
En la
antigüedad, el pan y el vino solían ser símbolos de la aprobación divina.
Cuando Melquisedec bendijo a Abram, el pan y el vino estuvieron presentes (ver
Génesis 14:17-19). Cuando la gente tenía pan y vino consideraba que ya no le
faltaba nada (Jueces 19:19). Con el objetivo de persuadir a Judá para que se rebelará
contra Ezequías, el rey de Asiría le ofreció al pueblo llevarlo a una «tierra
de grano y de vino, tierra de pan y viñas» (2 Reyes 18:32). Jeremías profetizó
el momento en que los redimidos correrían tras los bienes del Señor, y los
primeros que menciona son el «el pan y el vino» (Jeremías 31:11-13). Estos pasajes
demuestran que el pan y el vino constituían ejemplos reales de bendición. Al
participar de una comida especial, los judíos alababan a Dios por haber creado
tanto el pan como la vid. [13]
Cuando Jesús ofrece pan y vino a sus discípulos, está compartiendo con
ellos su bendición. Al recibir dicha bendición, queda manifestada «cuán íntima
es la unión entre el cristiano que participa de la Cena y Cristo». [14] Por ello, el que participa de la mesa del Señor ya no forma parte de
la mesa de los demonios (1 Corintios 10:21). Pablo dice sin ningún tipo de
ambages que la «copa de bendición» y el «pan que partimos» durante la
celebración de la Cena del Señor, nos pone en comunión con Cristo (1 Corintios
10:16). Al comer el pan y el vino estamos proclamando que nuestro pacto con
Dios sigue vigente y que el rompimiento con nuestros antiguos «compañeros de
mesa», es decir, los demonios, es definitivo.
Mediante los emblemas del pan y del vino, Jesús pone al alcance de
todos la mayor bendición que podría recibir el ser humano: el don de la vida
eterna. Esta bendición es mucho más grande que cualquier riqueza terrenal,
puesto que nos asegura vivir para siempre (Juan 6:51). Por supuesto, no somos
salvos por comer el pan o beber el vino, y no hay nada mágico en ellos. El pan
y el vino que comemos no se transmutan literalmente en el cuerpo o la sangre de
Cristo, como afirmó el Concilio de Trento al imponer el dogma de la transubstanciación. No hay gracia salvífica
en estos elementos. Son símbolos, no la realidad. La gracia se encuentra en
Cristo, y al ingerir el pan y el vino simplemente estamos dando testimonio de
que nos apropiamos por fe de la gracia salvadora de Cristo.
Puesto que el
pan y el vino representan el cuerpo y la sangre de Cristo, Elena G. de White consideró que la Cena del Señor constituye un «monumento conmemorativo
de su muerte» (Review
and Herald, 22 de junio
de 1897), pues «es el medio por el cual ha de mantenerse fresco en nuestra
mente el recuerdo de su gran obra en favor nuestro» (El Deseado de todas las gentes, capítulo 72, p. 624).
Como la Cena era un símbolo
del pacto de Dios con su pueblo (Lucas 22:20), cada vez que la celebramos
estamos ratificando nuestro pacto con Cristo. ¿Por qué es necesaria la
renovación del pacto? ¿Alguien habrá fallado? Pablo le dijo a Timoteo: «Si
sufrimos, también reinaremos con él; si lo negamos, él también nos negará; si
somos infieles, él permanece
fiel, porque no puede negarse a sí mismo»
(2 Timoteo 2:12, 13).
Dios se mantiene leal al pacto. Quienes fallan somos nosotros; de ahí la
necesidad de que, al comer el pan y beber el vino, testifiquemos que seguimos
siendo parte del pueblo del pacto y que muy pronto participaremos en el
banquete celestial que Cristo ofrecerá a todos aquellos que hayamos permanecido
en él (Apocalipsis 19:9; cf. Mateo 26:29).
Dos columnas de nuestra fe y nuestro crecimiento
A principios
del siglo XX, Elena G. de White declaró: «Los ritos del bautismo y la Cena del Señor son dos pilares
monumentales [...]. Sobre estos ritos Cristo ha inscrito el nombre del
verdadero Dios» (Manuscrito 27, 1900). El bautismo y la Cena del Señor han de
celebrarse diariamente si de verdad queremos avanzar en nuestro crecimiento en
la vida cristiana. Pero usted se preguntará: ¿Cómo puedo ser bautizado diariamente
y de igual modo celebrar la Cena del Señor? ¿De qué manera estas ordenanzas
contribuyen a mi crecimiento espiritual hoy?
El bautismo
de agua es un acontecimiento ocasional. Sin embargo, hemos de recibir
diariamente el bautismo del Espíritu Santo (Hechos 1:5; 11:16). «Cada obrero
debiera elevar su petición a Dios por el bautismo diario del Espíritu» (Los hechos de los apóstoles, capítulo 5, p. 39). De esta manera, la experiencia del nuevo
nacimiento y de nuestra unión con Cristo se tornan reales todos los días de
nuestras vidas. En la unción diaria del Espíritu Santo radica la garantía de
que estamos recibiendo «el crecimiento que da Dios» (Colosenses 2:19).
Puesto que cada
miembro «recibe su crecimiento para ir edificándose en amor», resulta
indispensable el «bautismo cotidiano del amor que en los días de los apóstoles
los mantenía en común acuerdo. Este amor le dará salud al cuerpo, a la mente y
al alma» (Testimonios para la iglesia, tomo 8, p. 203).
Y la Cena,
¿la celebraremos cada día? Mi respuesta comienza con dos preguntas: ¿Acaso
solo somos bendecidos por Dios cuatro veces al año? ¿Renovaremos nuestro pacto
cada vez que fallemos o únicamente lo haremos cuando se convoque la Santa Cena
en la iglesia? ¡Por supuesto que no! ¿Entonces cómo podremos celebrar la Cena
cada día? He aquí una de mis declaraciones favoritas de la sierva de Dios:
«A la muerte
de Cristo debemos aun esta vida terrenal. El pan que comemos ha sido comprado
por su cuerpo quebrantado. El agua que bebemos ha sido comprada por su sangre
derramada. Nadie, santo, o pecador, come su alimento diario sin ser nutrido
por el cuerpo y la sangre de Cristo. La cruz del Calvario está estampada en
cada pan. Está reflejada en cada manantial. Todo esto enseñó Cristo al
designar los emblemas de su gran sacrificio. La luz que resplandece del rito
de la comunión realizado en el aposento alto hace sagradas las provisiones de
nuestra vida diaria. La despensa familiar viene a ser como la mesa del Señor, y
cada comida un sacramento» (El Deseado de todas tas gentes, capítulo 72,
p. 630).
Si, día tras día recibimos el
bautismo del Espíritu y damos gracias a Dios por la bendición que nos ha dado
al comer nuestro pan diario, muy pronto llegaremos a «alcanzar la estatura de
la plenitud de Cristo» (Efesios 4:13).
[1] De la catequización de los rudos, 26. Citado por Justo L. González, Breve historia de las doctrinas cristianas (Nashville,
Tennessee: Abingdon, 2007), p. 171.
[2] Pablo VI, Encíclica "Mysterium fidei" sobre la doctrina y culto de la Sagrada
Eucaristía,
disponible en: http://www.vatican.va/holy_father/paul_vi/enqrdicals/documents/hf_p-vi_enc_03091965_
mysterium_sp.html, consultado en 4/6/12.
[3] Everett Ferguson, «The Typology of Baptism in the Early Church», Restoration Quarterly, 8, n° 1 (1965), pp. 41-52.
[4] Ganoune Diop, «El bautismo: Significado veterotestamentario y extrabíblico» en
Teología y práctica del
bautismo. Estudios de Eclesiología
Adventista, vol.
III (Comité de Investigación Bíblica de la
División Euroafricana, 2010), pp. 10, 11.
[5] G. R.
Beasley-Murray, «Baptism»
en Dictionary of Paul and His
Letters,
Gerald F. Hawthorne, Ralph P. Martin y Daniel G. Reid, eds. (Downers Grove, Illinois: InterVarsity,
1993), p. 62.
[6] Citado por Gerhard Barth, El bautismo en el
tiempo del cristianismo primitivo (Salamanca:
Sígueme, 1986), p. 55.
[7] G. R.
Beasley-Murray, Baptism in the New Testament (Grand Rapids, Michigan: Eerdmans, 1961), p. 151.
[8] Charles B. Cousar, Reading Galatians, Philippians, and 1 Thessalonians. A Literary and
Theological Commentary (Macon, Georgia: Smyth & Helwys, 2001),
p. 67.
[9] «El bautismo en las Epístolas de Pablo» en Teología y práctica del bautismo. Estudios de Eclesiología Adventista, vol. III (Comité de Investigación Bíblica de la División Euroafricana,
2010), p. 96.
[10] Archibald Thomas Robertson, Imágenes verbales del Nuevo Testamento, t. 4 (Barcelona: CLIE, 1989), p. 404.
[11] J. Louis Martyn, Galatians. A New Translation with Introduction and
Commentary. The
Anchor Yale Bible, vol. 33 (New Haven/Londres: Yale University, 2010), p. 376.
[12] Citado por Charles R. Swindoll, Growing Deep in the
Christian Life
(Grand Rapids, Michigan: Zondervan, 1995), pp. 363, 364.
[13] Herbert Kiesler, «Los ritos: bautismo, lavamiento de pies y cena del Señor» en Teología: Fundamentos bíblicos de nuestra fe, t. 6 (Doral, Florida: APIA, 2007), p. 68.
Material
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Reviewed by FAR Ministerios
on
12/02/2012
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