Dios con/en nosotros
Dios con/en nosotros
Anatole France, el escritor francés ganador del Premio
Nobel de Literatura en 1921, decidió escribir su primer libro cuando apenas
tenía siete años de edad. Tras mucha reflexión, lo primero que hizo fue definir
el título de la prematura obra: Quién
es Dios. Lleno de emoción le
comunicó a su padre sus planes literarios. Sin querer desmotivar al escritor en
ciernes, el papá le dijo que dicho título, en realidad, era muy ambicioso y le
sugirió que lo planteara en forma de pregunta: ¿Quién es Dios?
—¿Por qué? —le preguntó Anatole.
—Pues, porque creo que tú no sabes quién es Dios y,
cómo quieres saberlo, lo mejor es formular tu deseo a manera de pregunta.
En tono desafiante, la reacción del pequeño no se hizo
esperar:
—¿Y quién te ha dicho que no lo sé?
—Si lo sabes, entonces dime, ¿quién es? —le preguntó el
padre.
—Bueno, esa es una pregunta difícil y no se puede
responder con pocas palabras. Tendrás que leer mi libro si quieres conocer la
respuesta.
La verdad es que Anatole nunca escribió la obra Quién es Dios; pero la cuestión que pretendía responder sigue
ocupando un lugar significativo en la mente humana.
Creo
que al estudiar el tema del santuario podremos adquirir una mejor noción
respecto a quién es nuestro Dios. No obstante, si hay una verdad que se yergue
imponente como el Everest al tratar de abordar dicha interrogante basándonos
en el estudio del santuario, es esta: Dios es un ser que quiere vivir cerca de
sus hijos. Los teólogos se refieren a esto cuando hablan de la inmanencia
divina; es decir, que nuestro Señor no está ausente ni alejado de nosotros,
sino que «él está presente y activo» [1] en
nuestro medio. El Dios de la Biblia no es un ser impersonal que se mantiene
apartado tanto de su creación como de sus criaturas. Las Escrituras contienen
incontables referencias a la presencia histórica de Dios tanto en el planeta
como en la vida de los seres humanos (Salmo 68:8; 16: 11; Éxodo
33:13-23; Mateo 28:20). [2] Según
el apóstol Pablo, el Dios trascendente, el Creador de todo el universo,
«ciertamente no está lejos de cada uno de nosotros» (Hechos 17:27). Él ha
condescendido a morar con y en nosotros. Y el
santuario da evidencia plena de ello.
Un Dios que busca al pecador
Es innegable que la separación entre Dios y sus hijos
ha sido una de las más terribles consecuencias que el pecado ha provocado (Isaías
57:17; 59:2). Al alejarnos del Creador, la única fuente de vida (Salmo 36:9;
Juan 10:10), hemos quedado bajo el dominio despiadado de la muerte (Romanos
5:12; Hebreos 2:14; Santiago 1:15). Un vistazo rápido al relato de la caída de
Génesis 3 nos permitirá descubrir que cuando nuestros primeros padres transgredieron
el mandato divino, su reacción natural fue esconderse de su Creador (Génesis 3:8, 10). En contraste con la actitud humana, la reacción
natural del Señor no consistió en rechazar o condenar a los pecadores, sino en
buscarlos y perdonarlos (Génesis 3:8,
21).
El muro que nos
aísla de nuestro amante Creador es de manufactura humana, de principio a fin.
Dios no trazó esa ominosa línea divisoria que separa el cielo de la tierra;
fuimos nosotros. Lo paradójico de todo esto es que nuestro bondadoso Creador no
ha escatimado esfuerzo alguno para tratar de cerrar la sima que existe entre nosotros
y él, y aun cuando por causa del pecado hemos llegado a ser sus acérrimos
enemigos (Romanos 1:30), Cristo sigue siendo «el amigo del pecador» (Testimonios para la iglesia, tomo 3, p. 204). En el santuario nos encontramos con
un Dios que se muestra cerca y que ha decidido habitar con nosotros. Veamos
esto un poco más de cerca.
Dios habita con nosotros
Como todos sabemos, la salida del pueblo de Israel de
Egipto y su posterior entrada a Canaán marcarían no solo la finalización del
nomadismo de la nación hebrea, sino que también le proporcionaría el derecho de
adorar a Dios en toda su plenitud (Éxodo 8:27-29; 10:25). La adoración es un privilegio que
recibimos como fruto directo de nuestra liberación. Israel ya no andaría
errante de un lado para otro, pues el Señor lo asentaría en «una tierra buena y
ancha» (Éxodo 3:8). Como
el pueblo estaría ubicado permanentemente en una zona geográfica concreta,
resultaba ineludible centralizar el culto al verdadero Dios en un lugar fijo, y
no donde le pareciera a cada quien. Si el pueblo iba a disponer de un lugar
estable para vivir, Dios, el dueño del pueblo, ¿acaso no merecía tener su
propio espacio? ¡Por supuesto que sí! Y él mismo se encargaría de ello.
He aquí sus palabras: «Háganme un santuario para que yo
habite entre ellos» (Éxodo 25:8, DHH). Este fue el primer santuario que se construyó
en la tierra obedeciendo a una orden explícita del Señor. No hay palabras que
puedan expresar lo grandioso que debió haber sido para un grupo de ex esclavos
recién liberados, escuchar que el Monarca celestial establecería su morada «entre ellos». De hecho, este deseo divino de que le construyan una
morada permanente en medio de su pueblo, constituye una verdad tan relevante y
de tanta riqueza espiritual que el Pentateuco «le dedica más versículos al
tabernáculo que a cualquier otro tema». [3]
¿Qué sentido tenía que Dios quisiera habitar entre los
israelitas en una pequeña tienda? Al fin y al cabo, en la literatura religiosa
del Próximo Oriente antiguo resulta común encontrar relatos de presuntas
deidades que, supuestamente, desean habitar entre los seres humanos. La
literatura cananea contiene varios poemas en los que se menciona a El,
su dios principal, como un personaje que habita en una tienda. [4] No obstante, esos textos dejan bien claro que la
morada de estas deidades no se hallaba entre los hombres, sino en el cielo o en
alguna montaña de trascendencia cósmica. Cuando se les construía un templo
terrenal a cualquiera de estas deidades, lo que habitaba en dichos santuarios
era un ídolo de la deidad en cuestión. [5] Además, en esas culturas la construcción de un
santuario terrenal tenía el objetivo explícito de que los seres humanos
satisficieran los antojos, caprichos y glotonerías de los dioses. Si los mortales
cumplían su parte, ellos estarían dispuestos a bendecirlos. En otras palabras,
si los hombres eran agradecidos, los dioses mostrarían su benevolencia para con
ellos.
A pesar de las similitudes, la enseñanza bíblica
difiere radicalmente de su entorno cultural y religioso. La construcción del
tabernáculo del desierto, en primer lugar, constituye un ejemplo contundente de
que Dios siempre ha sido el agente activo en la obra de reconciliación con el
pecador. Él tomó la iniciativa de acercarse personalmente a su pueblo aunque
Israel había rehusado tener contacto directo con él (ver Éxodo 20:18, 19). A
diferencia de los dioses cananeos, Dios primero bendijo a Israel librándolo de
la esclavitud y declarándolo su pueblo especial (Éxodo 19:1-5). Si bien el
Señor es quien da el primer paso, espera que el ser humano actúe con
generosidad y no con apatía ante su bondadosa condescendencia. Aunque él
anhelaba habitar entre ellos, a los israelitas correspondía rechazarlo o
aceptarlo como su excepcional vecino. Además, para que el Señor pudiera habitar
en medio del pueblo se necesitaba un santuario; y para establecer el santuario
era indispensable que Israel decidiera apoyar su construcción, puesto que Dios
no impondría de forma arbitraria su presencia entre el pueblo. En otras
palabras, el deseo divino de entrar en contacto con sus criaturas quedaba
supeditado a la voluntad de Israel.
El Señor era consciente de todo esto cuando le dijo a
Moisés: «Di a los hijos de Israel que recojan para mí una ofrenda. De todo
hombre que la dé voluntariamente, de corazón, recogeréis mi ofrenda» (Éxodo 25:1,
2). Al pedirle a Israel que le construya una morada para estar en medio del
pueblo, Dios demostró que lo había aceptado como su «especial tesoro» (Éxodo
19:5); y al donar los elementos que servirían para la construcción del
santuario, Israel lo reconoció como su Dios. Así, en el santuario se estrechan
la mano los dos signatarios del pacto: el Señor y el pueblo. En el santuario
tenemos «una extensión perpetua del lazo que se había creado en el Sinaí». [6] El Sinaí quedaría atrás y, como Egipto, formaría parte
de la experiencia pasada de Israel; pero el santuario sería una realidad que se
mantendría siempre presente, en medio de ellos, a fin de salvaguardar en la
memoria de todos el pacto que habían concertado en el Sinaí.
El vocablo hebreo traducido como ofrenda en Éxodo 25:1,
terumá, describe «aquello que se aparta con fines sagrados». [7] En Deuteronomio 12:6, 11, 17 el mismo vocablo es
traducido como «ofrenda reservada». La principal característica de esta ofrenda
es que debía entregarse «voluntariamente, de corazón». Nadie estaba obligado a
entregarla. Dios solo se reservó el derecho de pedir qué quería que le
ofrendaran, pues él era el que mejor conocía qué se necesitaba para la
construcción del tabernáculo. De acuerdo con Elena G. de White, «la generosidad
de los judíos en la construcción del tabernáculo y del templo ilustra un
espíritu de dadivosidad que no ha sido igualado [...] en ninguna ocasión
ulterior» (Testimonios para la iglesia, tomo 4, p. 81).
Resulta interesante que todos los materiales que los
israelitas debían ofrendar, y que se mencionan en Éxodo 25:1-7, se pueden
agrupar en siete grupos: metales, tinturas, telas, madera, aceite, especias y
piedras preciosas. La presencia del siete nos remite a una construcción que
apuntaba hacia la perfección. Detrás de estos elementos subyace la idea de que
Dios siempre merece lo mejor, lo completo; y hemos de estar dispuestos a
dárselo. Pablo R. Andinach está en lo cierto cuando escribe que «de un modo u
otro, toda la creación está representada en estos siete grupos». [8] Los mismos elementos que formaron parte de la creación
del mundo, ahora serán utilizados para construir el santuario. De ahí que el
santuario llegó a ser considerado como una pequeña creación.
El propósito de la construcción es expresado de forma
explícita: «Para que yo habite entre ellos» (Éxodo 25:8, NBLH). El santuario serviría como el medio por
excelencia a través del cual se restituiría en la tierra lo que el pecado había
arrebatado: la presencia de Dios entre seres humanos. Allí el Creador se
encontraría con su pueblo. Era un nuevo Edén donde Dios podría «pasear» de la
mano con sus hijos (Génesis 3:8).
Su construcción constituyó un testimonio elocuente del cumplimiento de la
promesa: «Caminaré entre ustedes. Yo seré su Dios, y ustedes serán mi pueblo»
(Levítico 26: 12, NVI). Con razón el tabernáculo llegó a ser como una especie
de restauración del Edén perdido. [9] Allí podía acercarse todo el que quisiera (1)
disfrutar de un encuentro real con el Señor, (2) recibir el perdón por sus
pecados y (3) acogerse al amparo de la misericordia divina. Dios estableció el
santuario para encontrarse con el pecador.
Por
otro lado, la presencia de Dios «en el tabernáculo aseguraba [a los israelitas]
que él supliría cualquier necesidad ya sea espiritual o material, incluyendo el
cumplimiento de la promesa de que ellos recibirían la tierra de Canaán». [10]
Nuestro Señor decidió tomar el camino itinerante de su pueblo al levantar su
carpa cual peregrino que buscaba un lugar para habitar (Deuteronomio 12:5). Sin
embargo, llegaría el momento en que el Creador pondría en acción un plan mejor.
No solo habitaría entre los
hombres, sino que él mismo habitaría con los hombres, haciéndose hombre. Esto
último se hizo real cuando Cristo, el verbo de Dios, «habitó [levantó su
tienda] entre nosotros lleno de gracia y verdad» (Juan 1:14).
Conforme al modelo
Ese santuario en el que Dios y su pueblo se
encontrarían se tendría que erigir siguiendo el modelo divino que se le había
mostrado a Moisés en el monte Sinaí. La orden no podía ser más precisa:
«Conforme a todo lo que yo te muestre, así harás el diseño del tabernáculo y el
diseño de todos sus utensilios»; «Mira y hazlos conforme al modelo que te ha
sido mostrado» (Éxodo 25:9, 40; cf.
26:30; 27:1-8; Números 8:4). La
pregunta clave aquí es: ¿qué significa que el santuario haya sido construido
conforme al «modelo»?
Resulta evidente que el «modelo» mencionado en estos
pasajes de Éxodo nos confronta cara a cara con la existencia de un templo que
sirvió de patrón arquitectónico para la construcción del tabernáculo; pero al
mismo tiempo el uso de la palabra «modelo», por ejemplo, en Éxodo 27:1-8, no
puede significar que en el cielo haya un altar con sus calderos, paletas,
garfios y braseros... ¿O sí?
Hablando sin rodeos, lo que queremos precisar aquí es
que no podemos suponer que la expresión «modelo» implique una correspondencia
exacta, metro por metro, mueble por mueble, material por material, entre el
tabernáculo del desierto y el templo que sirvió de parámetro para su
construcción. [11] Hacerlo nos puede llevar por un desfiladero tan
peligroso que acabaríamos desbocándonos y ridiculizando el vasto mensaje que
Dios nos ha legado por medio del santuario y sus servicios. Así las cosas,
usted se estará preguntando cómo hemos de entender la relación que existe entre
el tabernáculo y su «modelo».
Dios le dijo a Moisés que le mostraría todo lo que
debía formar parte del santuario. De ahí que podemos deducir que Moisés recibió
una visión a través de la cual pudo contemplar con sus propios
ojos el «modelo» de lo que el Señor esperaba que contuviera el santuario. El
término hebreo traducido como «modelo» en Éxodo 25:9 es tabnit, un vocablo que deriva de una palabra cuyo significado básico es «edificar».
Según Ángel Manuel Rodríguez, «en el AT [Antiguo Testamento], tabnit se refiere a la estructura (Salmo 144:12), un diseño o modelo para un
edificio (2 Reyes 16:10; 1 Corintios 28:11-19), una imagen o figura de algo
(Deuteronomio 4:16, 18; Salmo 106:20; Isaías 44:13; Ezequiel 8:10; 10:8),
o una réplica o símil (Josué 22:28). Generalmente describe un objeto tridimensional y
en la mayoría de los casos presupone la existencia de un original». [12]
Pablo cita Éxodo 25:9 para explicar a los creyentes
hebreos la existencia de un santuario que, a diferencia del de Éxodo 25, lo
«levantó el Señor y no el hombre» (Hebreos 8:5, 2). Define el santuario terrenal como una «figura y
sombra» del verdadero santuario. Como bien lo expresa Richard Davidson: «Una
"figura" se corresponde con su "original" y una
"sombra" revela los contornos básicos de su "sustancia"». [13] Por tanto, según Pablo, el «modelo» (griego typos) que Moisés vio en visión era nada más y nada menos que
el santuario celestial. Más adelante Pablo explicará que el santuario terrenal
era «figura del verdadero» (Hebreos 9:23). Elena G. de White escribió que «Dios
presentó ante Moisés en el monte una
visión del santuario celestial» (Patriarcas y profetas, cap. 30, p. 313; la cursiva es nuestra). Ya vimos en el
capítulo anterior que la Biblia está repleta de referencias a dicho santuario.
Como hemos dicho, tabnit tanto se puede referir a una estructura concreta como a sus planos. Esta doble carga semántica de la palabra es evidente en
los textos de Éxodo. A parte de haber visto el «modelo» celestial, Moisés
también recibió «el plano de esa estructura, con instrucciones detalladas
acerca de su tamaño y forma, los materiales que debía contener» (Patriarcas y profetas, cap. 30, p. 313). En otras palabras, Dios le mostró una
visión del santuario celestial en todo su esplendor y, además, le proporcionó
un plano de todo lo que debía construirse. Probablemente, en dicho plano Moisés
recibió las instrucciones relacionadas con la construcción de los muebles y
utensilios que no tenían una correspondencia exacta con el templo celestial,
pero que desempeñaban un papel funcional dentro del mensaje de salvación
simbolizado por los servicios que se celebraban en el santuario.
Cabe preguntarnos si todos los elementos que Moisés
menciona en Éxodo 25-31 se hallaban en el santuario celestial que había servido
de modelo para construcción del terrenal. Esa es la cuestión que ha suscitado
inquietud y confusión en mucha gente. Permítame explicarle cómo entendemos este
asunto.
Volvamos al ejemplo que ya mencionado. ¿Hay un altar de
sacrificio en el cielo? La respuesta es obvia: no. De hecho, Cristo no murió en
el cielo, sino en la tierra; no fue sacrificado en un altar ubicado en medio de
la santidad que adorna al santuario celestial, sino en una profana cruz
levantada en las afueras de la corrupta Jerusalén. [14] Por tanto, aunque en el cielo Moisés no vio ningún
mueble que tuviera una correspondencia tipológica con la muerte de Cristo en
la cruz, sí recibió un plano en el que Dios le especificaba cada detalle
relacionado con el altar que día tras día anunciaría al mundo la muerte del
verdadero Cordero de Dios. Un ejemplo similar lo podemos encontrar en el Arca
del Pacto. Creo que nadie se atrevería a afirmar que el Arca del Pacto del santuario
celestial también guarda una vara como la vara de Aarón que reverdeció y que sí
fue incluida en el Arca del Pacto del santuario terrenal (Números 17:10; Hebreos
9:4). Aunque la vara se hallaba en el santuario terrenal no tenía relación
alguna con el Arca del Pacto que Moisés vio dentro del templo celestial.
A propósito de esto Elena G. de White nos pone en la
perspectiva correcta mediante esta significativa declaración: «El santuario
terrenal y sus servicios revelaban
importantes verdades relativas al
santuario celestial y a la gran obra que se llevaba allí a cabo para la
redención del hombre» (El
conflicto de los siglos, cap. 24,
p. 410; la cursiva es nuestra). Para nosotros lo más relevante es conocer la
verdad que nos ha sido transmitida por medio del santuario terrenal, y no saber
con exactitud qué contiene el santuario celestial.
Lo que
sí resulta claro es que la expresión «modelo/tabnit» pone de manifiesto
la estrecha relación que existe entre el tabernáculo del desierto y el templo
celestial, y que Pablo consideraba el primero como un tipo, una copia, del
segundo. [15] En las
tradiciones religiosas del Próximo Oriente antiguo, «el templo terrenal era un
símbolo, un eco, una sombra de la residencia celestial». [16] Tras
analizar Éxodo 25: 40, el respetado filólogo Leonhard Goppelt llegó a esta conclusión: «Hay un [santuario]
original en el cielo, un typos que,
incluso, está por encima del tabernáculo, y que ahora es el lugar donde
se ofrece la gracia Dios». [17]
Dios
habita en nosotros
La Biblia dice que, cuando el santuario terrenal fue
inaugurado, «la gloria de Jehová llenó el Tabernáculo. Moisés no podía entrar
en el Tabernáculo de reunión, porque la nube estaba sobre él, y la gloria de
Jehová lo llenaba» (Éxodo 40:34, 35). Como diría el salmista: «Dios vino del
Sinaí a su santuario» (Salmo 68:17). Lo mismo sucedió durante la inauguración
del Templo de Salomón: «Al salir los sacerdotes del santuario, la nube llenó la
casa de Jehová. Y lo sacerdotes no pudieron permanecer para ministrar a causa
de la nube, porque la gloria de Jehová había llenado la casa de Jehová» (1 Reyes
8:10, 11). Dios llenaba por
completo su santuario. Por eso este era el lugar perfecto para contemplar «la
hermosura de Jehová» (Salmo 27:4). Desde el altar del sacrificio hasta el Arca
del Pacto, «en su templo todo proclama su gloria» (Salmo 29:9).
Lo mismo sucedió con Cristo. Él fue el templo de Dios
hecho hombre. Incluso usó la metáfora del templo para referirse a sí mismo
(Juan 2:19). Así como la gloria de Dios se manifestó en los santuarios
terrenales, también se reveló en Cristo: «Y vimos su gloria» (Juan 1:14) y él
mismo «manifestó su gloria» por las ciudades que pasaba (Juan 2:11). Dios llenó
por completo la vida de Cristo. Cuando la gloria de Dios ocupa un santuario, lo
llena todo. Nada queda fuera de su control.
¿Y qué tiene esto
que ver con nosotros? Mucho, puesto que cuando Cristo ascendió para servir en
el santuario celestial, se tornó imprescindible que Dios tuviera un santuario
en la tierra donde él pudiera habitar. Y la buena noticia es que ahora ese
santuario somos nosotros. Como dijo Pablo: «Somos santuario del Espíritu Santo»
(1 Corintios 6:19; RV77). Y como «templos del Dios viviente» en nosotros se
cumple la promesa:
«Habitaré y andaré entre ellos;
Yo
seré su Dios
Y ellos serán
mi pueblo» (2 Corintios 6:16).
¡Grandioso! No tenemos las piedras preciosas que
adornaban el tabernáculo del desierto, no ostentamos la majestuosidad del
templo de Salomón; sin embargo, el Dios del cielo ha decidido establecer su
morada en nosotros, simples pecadores, gente llena de debilidades y defectos.
¡Qué afortunados somos! En nuestro caso lo más significativo es que podamos
vivir a la altura de lo que somos: una «casa espiritual» (1 Pedro 2:5); y que
podamos empeñarnos en crecer «para ser un templo santo en el Señor; [...] para
morada de Dios en el Espíritu» (Efesios 2:21, 22).
Este mismo sentir fue expresado en los escritos de los
primeros cristianos. La Didajé o
Enseñanza
de los doce apóstoles, una obra
datada a finales del siglo I y principios del siglo II, contiene una oración
que formaba parte de la liturgia de la iglesia primitiva: «Te damos gracias,
Padre Santo, por tu santo nombre, porque tú has puesto tu tabernáculo en nuestros
corazones» (capítulo 10; la cursiva
es nuestra). [18] En la Epístola
de Bernabé encontramos la
siguiente exhortación: «Seamos espirituales, seamos un templo perfecto para
Dios» (capítulo 4). [19] Más adelante, tras comentar la desaparición del
antiguo templo de Jerusalén, el mismo autor declara que ahora «Dios reside verdaderamente
en nuestra habitación dentro de nosotros»; somos «el templo espiritual
edificado al Señor». [20] A principio del siglo II, Ignacio de Antioquía
escribió a los efesios que ellos eran «piedras del templo del Padre, preparados
para la construcción de Dios Padre». [21]
Volvemos a la pregunta de inicio. ¿Quién es Dios? Dios
es un Ser extraordinario que no se conforma en habitar con nosotros, sino que
quiere habitar en nosotros. Por eso, como declaró Elena G. de White, «la morada
humana, el edificio de Dios, requiere tutela estrecha y vigilante. Con David
podemos exclamar: "Porque tú formaste mis entrañas; me hiciste en el
vientre de mi madre. Te alabaré; porque formidables, maravillosas son tus
obras" (Salmo 139:13, 14). La hechura de Dios ha de ser preservada, para
que el universo celestial y la raza apóstata puedan ver que somos templos del
Dios viviente» (Dios nos
cuida, p. 325).
Mientras andamos debatiendo sobre qué hay o qué no hay
en el santuario celestial, ¿los incrédulos ven en nosotros «que somos templos
del Dios viviente»? Si el estudio de este tema solo nos impulsa a concentrar a
nuestros esfuerzos en conocer detalladamente el significado de cada elemento
utilizado en la construcción del santuario y no captamos la solemnidad de la
presencia de Dios en nosotros, de nada servirá. El tema del santuario, más que
cualquier otra cosa, ha de llevarnos a experimentar la presencia del Señor en
nuestra propia vida. Esta no es
una verdad para ser memorizada ni debatida; sino para ser experimentada y vivida.
Se dice que cuando Dwight L. Moody no era más que un
jovencito escuchó a alguien que decía: «El mundo todavía no ha visto lo que
Dios puede hacer con una persona que se consagre por completo a él». Cuando
Moody oyó estas palabras se desafió a sí mismo a fin de llegar a ser un hombre
completamente consagrado a Dios. En cierta ocasión los dirigentes de una
iglesia debatían al respecto de una campaña de evangelización. Como no lograban
ponerse de acuerdo, algunos de ellos pidieron que se llamara a Moody para
escuchar su opinión sobre el tema. Uno de los presentes dijo con un tono muy
alterado:
—¿Acaso Moody tiene el monopolio del Espíritu Santo?
—Claro que no. Nadie cree eso. Lo que sí creemos es que
el Espíritu Santo tiene el monopolio sobre la vida de Moody.
Reflexionemos un
momento en estas preguntas: ¿Dios gobierna por completo el santuario de
nuestras almas? ¿No le gustaría que de usted también se diga que el Espíritu
Santo tiene el monopolio total sobre su vida? Deseo que cuando a usted le
pregunten quién es Dios pueda responder sin vacilación: «Dios es alguien que
habita en mí».
[2] Fernando Canale, «La doctrina de Dios» en Teología: Fundamentos bíblicos de nuestra fe
(Doral, Fl.: APIA, 2005), tomo 2, p. 67.
[3] Ralph W. Klein, «Back to the Future: The Tabernacle
in the Book of Exodus» en Interpretation
50, N° 3 (julio de 1996), p. 24.
[4] Jeffrey J. Niehaus, God At Sinai. Covenant & Theophany in the Bible and Ancient Near
East (Gran Rapids: Zondervan, 1995), pp. 116, 117.
[5] Ibid., p. 116; Ángel Manuel Rodriguez, «Sanctuary
Theology in Exodus» en Andrews University
Seminary Studies, vol. 24, N° 2 (1986), p. 130.
[6] (J. A. Motyer, Éxodo (Barcelona: Andamio, 2005), p.
322. Brevard
S. Childs, El libro de Éxodo: Comentario
crítico y teológico (Estella: Verbo Divino, 2003), p. 516.
[7] Félix
García López, Éxodo. Comentarios a la
Nueva Biblia de Jerusalén (Bilbao: Desclée Brouwer, 2007), p. 165. H. Haag
y otros, «Terumá» en Diccionario de la
Biblia (Barcelona: Herder, 1976), pp. 1921, 1922.
[8] El libro de Éxodo (Salamanca: Sígueme,
2006), p. 405.
[9] John H. Sailhamer, The Pentateuch As Narrative: A Biblical-Theological Commentary
(Gran Rapids, Michigan: Zondervan, 1992, pp. 300, 301. Para
más detalles sobre la estrecha relación que existe entre el santuario y el
Edén, ver G. K. Beale, The Temple and the
Church's Mission. A Biblical Theology of The Dwelling Place of God (Downers Grove, Illinois: InterVarsity, 2004), pp.
66-80.
[10] Samuel J. Schultz, Leviticus: God Among His People (Chicago: Moody, 1983), p. 30.
[11] Angel
Manuel Rodriguez, «La doctrina del santuario» en Teología: Fundamentos bíblicos de nuestra fe (Doral, FL: APIA,
2006), tomo 4, p. 111.
[12] Rodríguez, obra
citada, p. 109.
[13] «Typology in the Book of Hebrews» en Frank B.
Holbrook, ed., Issues in the Book of
Hebrews (Silver Spring, MD: Biblical Research Institute, 1989), p. 175.
[15]
Davidson, p. 175. Para más detalles sobre el significado de tabnit ver Richard M. Davidson, Typology In Scripture. A Study of hermeneutical
typos Structures. Andrews University Seminary
Doctoral Dissertation Series, vol. 2 (Berrien Springs, Michigan: Andrews
University, 1981), pp. 367-388.
[16] John H. Walton, Ancient
Near Eastern Thought and the Old Testament (Gran Rapids: Baker Academic,
2006), p. 113.
[17] Leonhard Goppelt, «typos» en G. Kittel y G.
Friedrich, eds., Theological Dictionary
of the New Testament (Grand Rapids: Michigan: W. B. Eerdmans, 1972), t. 8,
p. 257.
[21]
Ignacio de Antioquia, Carta a los efesios,
9; disponible en http://es.catholic.net/conocetufe/633/2741/
articulo.php?id=27840; consultado el 29 de abril de
2013.
Dios con/en nosotros
Reviewed by FAR Ministerios
on
10/09/2013
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Gracias a DIOS y a usted hermano, no hay motivo para dudar de nuestra salvación si vivimos como sacrificio vivo porque nuestro cuerpo es santuario para Él. Debemos conocerle y amarle cada día mas.
ResponderEliminarGracias a DIOS y a usted hermano, no hay motivo para dudar de nuestra salvación si vivimos como sacrificio vivo porque nuestro cuerpo es santuario para Él. Debemos conocerle y amarle cada día mas.
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