Hacer discípulos

La futilidad y la desesperanza caracterizaron toda su existencia. Otros hijos habían retozado y jugado, mientras con anhelo mira­ba por la vent
ana de su dormitorio. Al crecer, miraba, impotente, cómo los vecinos adolescentes pasaban con éxito a la adultez, mientras aceptaban ser aprendices en los oficios que habían elegido. Esos sueños y tareas acompañaban a las personas que tenían sus cuerpos en­teros, no a los incapacitados y desfigurados como él. Los sones de casa­mientos llenaban el vecindario periódicamente, recordándole que él no era deseable. ¿Qué mujer consideraría unirse con un defectuoso, que no podía ser empleado, como lo era él? Sostener una esposa e hijos era abso­lutamente imposible. La normalidad era, en el mejor de los casos, un sueño destrozado; o en el peor, una molesta pesadilla. ¿Lo había elegido Dios a él, intencionalmente, para sufrir un tormento penosísimo en lo físico, social y mental, como castigo?
Sin duda, los descendientes de los “amigos” de Job le habían insinuado que su pecaminosidad había provocado esas circunstancias lamentables. Familiares que sentían pena, pero tal vez estaban avergonzados, lo ayuda­ban en sus necesidades físicas, proveyéndole alimentos, ropa y otras nece­sidades básicas. Sin embargo, el alimento para el alma era diferente.
¿Qué conversación podría mantener que pudiera interesar a personas normales que trabajaban, criaban familias.se disgustaban por los impuestos, asistían a casamientos, plantaban huertas y asistían semanalmente a la sinagoga? La vida giraba alrededor de la limitada rutina de arrastrarse por la casa, comer lo suficiente para no morir... y con hemorragias espirituales, en medio de una existencia sin sentido.
También, lo traicionaban mitos erróneos. Muchos creían que ángeles agitaban periódicamente el agua del estanque de Betesda. La leyenda pos­tulaba que, cuando eso ocurría, la primera persona que entrara en el agua sería sanada. Personas sin mejores perspectivas que las de él se amonto­naban en esos lugares, buscando con desesperación una curación mila­grosa. Habiendo consultado a los médicos, usado medicinas tradicionales y agotado los recursos financieros disponibles, tontamente abrazaban esa posibilidad implausible. Tal vez la familia, o hasta unos amigos, lo habían lle­vado a la orilla de ese supuesto santuario. Lo habían depositado allí. Tal vez, esperaron varios días, pero finalmente sus responsabilidades personales los llamaron, y se fueron.
En esos momentos, nadie lo ayudaba; y su perspectiva de tocar el agua primero había desaparecido completamente. Tal vez hambriento, y deci­didamente asilado, ansiosamente se aferraba de la superstición. Treinta y ocho años de anhelos no correspondidos terminarían pronto, dramática e instantáneamente... pero en circunstancias totalmente inesperadas.
Jesús, el Mesías, entró. “¿Te gustaría estar sano?”, inquirió Cristo. ¡Obvia­mente! No obstante, había obstáculos predecibles. Las personas completa­mente inválidas eran incapaces de ganarles a otros que tenían menos im­pedimentos para llegar hasta el agua; esto disminuía grandemente sus posi­bilidades de restauración. Tal vez.se preguntó por qué Jesús le preguntaba eso. ¿Cuál era su motivación: curiosidad o preocupación genuina? ¿Podría, tal vez, Jesús ayudarlo en sus esfuerzos por llegar primero al agua? Antes de que pudiera especular más, Jesús le ordenó: “¡Levántate!” De inmediato, cruzaron su cuerpo sensaciones que nunca había experimentado antes. Músculos for­talecidos, tejido nervioso vigorizado y un sistema esquelético rejuvenecido lo impulsaron hacia arriba, respondiendo a la directiva del Creador. Juntando su estera, saltó, gritando alabanzas. Cristo desapareció silenciosamente entre la multitud que se agolpaba, que había presenciado este evento asombroso.
Posteriormente, Jesús se encontró con este hombre dentro del recinto del Templo. Nota la curiosa declaración de Cristo: “No peques más, para que no te venga alguna cosa peor”. Qué advertencia interesante. ¿Qué conexión posible existiría entre la incapacidad física [enfermedad] y la integración espiritual? ¿Cómo pasó Jesús de la restauración física a la integridad espiri­tual? ¿Qué conexión existe entre el bienestar físico y el discipulado cristia­no? Dicho de otro modo: ¿De qué modo el ministerio de curación de Jesús produce discípulos dedicados?
Primero, la enfermedad produce inseguridad y dependencia. ¿Recuer­das a Nabucodonosor, del libro de Daniel? Arrogante, jactancioso, autosuficiente, se daba el crédito de haber creado el incomparable Imperio Babi­lónico. Personalmente, atribuía su magnífico esplendor a su creatividad e ingenio. ¿Reconocía a Dios? ¿Reconocía la providencia divina? El orgulloso Nabucodonosor se reconocía solamente a sí mismo. Entonces, cambiaron las circunstancias. La licantropía, o algo semejante.se apoderó de Nabuco­donosor. Durante siete años el insolente monarca se arrastró como un ani­mal silvestre. No teniendo cualidades humanas, sufriendo una vergüenza regia, el potentado en desgracia había llegado a estar totalmente humillado. Había caído de ser un soberano favorecido a ser el ridículo. Aun los cam­pesinos y los siervos gozaban de más respetabilidad que él. Esta situación trágica habría sido innecesaria, si el rebosante egotismo de Nabucodonosor hubiese permitido a Dios una pequeña elección: ya sea abandonarlo eter­namente, o humillarlo de manera que pudiera redimir su alma.
Nuestro Salvador compasivo, no dispuesto a que nadie perezca, eligió el sufrimiento, a fin de que Nabucodonosor pudiera arrepentirse y recibir la salvación. Después, el humillado monarca fue restaurado. En vez de ig­norar a Dios, el rey exaltó y alabó a Dios por el resto de su vida. De allí en adelante, reconoció su dependencia del favor misericordioso de Dios, y humildemente reconoció el dominio y la autoridad de Dios. La enferme­dad eliminó de Nabucodonosor la dependencia e importancia propias, y le ofreció una oportunidad para la redención. Sin duda, los años más felices de Nabucodonosor fueron los que siguieron a su enfermedad, curación y reorientación espiritual.
Lamentablemente, la enfermedad no produce siempre resultados simi­lares. Un caso curioso de enfermedad que tuvo el efecto opuesto sucedió durante el reinado de Asa. El relato de 1 Reyes 15 alaba su reinado sin vacila­ción. La narración paralela de 2 Crónicas 14 al 16, sin embargo, ofrece detalles adicionales interesantes. Durante las etapas finales de su administración, Asa contrajo una enfermedad severa en los pies, pero no buscó la intervención divina, sino que confió exclusivamente en sus médicos. Trágicamente, el una vez humilde soberano temeroso de Dios tropezó, y agregó ese comentario negativo a su registro, cerca de la conclusión de su reinado. La enfermedad y la adversidad, esencialmente, revelan el auténtico carácter de la persona.
Segundo, la enfermedad a menudo expone violaciones de la ley natural. Las víctimas de cáncer del pulmón, con mayor frecuencia, lo son por su par­ticipación voluntaria en el hábito de fumar; aunque, por supuesto, algunos que nunca fumaron ni una sola vez en su vida también se enferman. Las enfermedades venéreas, los accidentes evitables, algunos tipos de obesidad y numerosas otras condiciones pueden revelar transgresiones espirituales y morales. Algunas veces, estas transgresiones se cometen por ignorancia. Mi padre, que ahora tiene más de noventa años, fumó cigarrillos antes de que el cirujano general de los Estados Unidos declarara sus propiedades productoras de cáncer. No obstante, el fumar perjudicaba su salud, hasta que finalmente lo abandonó.
Desgraciadamente, quienes sufren no son solo los transgresores. Cuan­do Satanás emite facturas por las transgresiones, incluye a las familias de los culpables, a las comunidades y a los países. Los fumadores perjudican a sus hijos con humo contaminado de segunda mano. Los temperamentos violentos generan úlceras a la persona airada, y diseminan indigestión emocional entre sus cónyuges, hijos y otros miembros de su familia. Algu­nas veces, más de una generación paga por pecados cometidos por otras personas. La enfermedad, sea social, mental, física, emocional u otra, indi­ca la presencia del pecado. No podemos confirmar la declaración vertida por los “amigos" de Job, de que la pecaminosidad de la persona causa necesariamente cada mal; pero, esto no niega el principio de que la trans­gresión causa enfermedades. La transgresión puede ser la de algún otro.
Estos principios característicos de la enfermedad (que la enfermedad fomenta dependencia divina y que la pecaminosidad causa enfermeda­des) nos comunican nuestra comprensión del ministerio sanador de Cristo. Comprenderlos protege contra la fascinación fanática de las curaciones espectaculares; y nos protege enteramente de despreciar la intervención di­vina. Además, dan forma a la perspectiva cristiana respecto de la curación, la medicina y la restauración. La comprensión que tenía Cristo de la calidad humana de la persona era holística: los aspectos físicos estaban entretejidos con los aspectos espirituales y emocionales, en vez de estar separados. La interpretación dualista grecorromana de la persona humana, que radical­mente separa el alma del cuerpo, es extraña al pensamiento y la enseñanza de Cristo. Aquella interpretación consideraba al “alma espiritual” separada del “cuerpo degenerado”.
Lógicamente, esta percepción conducía a dos conclusiones diferentes, pero igualmente dañinas. Primero, el cuerpo, degenerado, malo, necesaria­mente debe ser disciplinado, castigado severamente, reformado, a fin de que la naturaleza espiritual no sea impedida o manchada. Esto podía lograrse huyendo de la sociedad inmoral [monasticismo] o con castigos personales, mediante la autoflagelación, la propia inculpación o torturas psicológicas autoinfligidas. Otra conclusión sugería que, por cuanto el cuerpo era insig­nificante comparado con la naturaleza espiritual, y estaba realmente sepa­rado de ella, podía participar en incontables formas de engaño, sin afectar en esencia al ser espiritual. La confesión religiosa, ante sacerdotes terrena­les, con frecuencia llegaba a ser la “válvula de salida” para aliviar la presión psicológica que se acumula mediante una vida tan atroz. La enseñanza de Cristo proponía una construcción totalmente diferente. La personalidad humana, en sus diversas dimensiones -física, emocional, espiritual, mental y social-, estaba interrelacionada; indicando que cada faceta afectaría pro­fundamente a las otras. Así, en el pensamiento de Cristo, la curación física nunca estaba, esencialmente, separada de la restauración espiritual.
La palabra griega más frecuentemente traducida como “salvar”, en la Escritura (sózo), incorpora numerosos conceptos que comúnmente no se identifican con la idea de “ser salvo”. Hablando en general, estos conceptos no son religiosos. Están comprendidas la conservación y la recuperación de peligros naturales, la liberación, el sanar de una enfermedad; y conjugado en pasivo, florecer, prosperar, alcanzar el bienestar. Obviamente, hablando en un sentido religioso, la salvación espiritual está incluida. Por cuanto “sózo” representa tanto la restauración física como la espiritual, la vinculación en­tre estos dos aspectos de la naturaleza humana debería ser clara. La libera­ción física y la limpieza acompañan a la liberación y la limpieza espiritua­les. La declaración de Jesús a quienes él sanó: “Vete, y no peques más” revela la conexión entre la enfermedad espiritual y la dolencia física. Las historiéis médicas documentan casos múltiples de enfermedades físicas causadas por disfunciones espirituales. El odio, la culpa, la vergüenza y la ansiedad han contribuido a desórdenes emocionales, insomnio, obesidad y suicidio. El dualismo contradice la realidad, al desafiar lo obvio: nuestras naturalezas están entretejidas; y los esfuerzos por no considerar este hecho fundamen­tal innecesariamente obstruyen la restauración completa que Dios provee.
Al efectuar la restauración espiritual completa de la salud y la sereni­dad, Jesús vino para quitar la miseria de las enfermedades y la carga de la inmoralidad. El flirteo ebrio de la humanidad con la ilegalidad requería el castigo máximo. Así como las transfusiones de sangre conservan la vida física, la transfusión de vida por medio de la sangre de Cristo proporciona salvación eterna. Los bancos de sangre, sin embargo, son inútiles, a menos que haya receptores de sangre; el sacrificio de Cristo no tendría sentido sin receptores de vida. Por lo tanto, Cristo llegó a ser un dador celestial, que ilustra la salvación, divinamente provista, por medio de la curación física.
La gente entendía las dolencias físicas; veía que sus amigos perecían. Enfermedades largas, tragedias inesperadas, guerras, desastres naturales y la violencia humana caracterizaban el siglo primero, no menos de lo que sucede en el siglo XXI. Por medio de la dolencia física, sentían su necesidad, su impotencia y su desesperanza. La sombra amenazadora de la muerte exigía su atención. Por medio de restauraciones parciales, ilustradas por la curación física, Jesús, el Mesías, señalaba hacia la restauración completa, hecha posible por medio del perdón divino y el poder sobrenatural para vencer las tentaciones del pecado.
Las curaciones milagrosas nunca fueron el objetivo principal. Tales ma­ravillas eran señales que guiaban a los viajeros espirituales, de los déficits físicos reconocidos, a la integridad del cuerpo; a reconocer sus imperfec­ciones espirituales; a comprender la transformación espiritual completa y la curación disponibles en el almacén del Cielo. Lamentablemente, los sanadores populares, en forma regular, desprecian esta dotación divina, sus­tituyendo con la espectacularidad y el entretenimiento el reavivamiento y el arrepentimiento auténticos. Tales programas dirigen la atención hacia el así llamado sanador, desviando efectivamente la atención del Dios sanador, que demanda una entrega, con arrepentimiento y reforma.
El ejemplo de Cristo debería instruir a los creyentes sinceros. Si el Me­sías no estaba satisfecho con atraer la atención sobre sí mismo como un sanador obrador de milagros, ¿por qué los creyentes modernos se enamora­rían de los autoproclamados sanadores? ¿Deberían las curaciones especta­culares conseguir la lealtad humana, cuando tales eventos no alcanzan los objetivos mayores del arrepentimiento y la auténtica conversión espiritual? Cuando estas curaciones llegan a ser un fin en sí mismo, su valor disminuye en forma inmediata.
Recuerda, sin embargo, que los así llamados sanadores por fe no son los únicos en perder de vista la amplia visión que tenía Cristo de la curación. La secularización de la práctica médica fue causada, principalmente, por médicos que rápidamente querían distanciarse de los charlatanes médicos comunes; que, irónicamente, compartían con ellos su ceguera espiritual. Aunque con el correr del tiempo “vistieron” de manera diferente, el error es casi idéntico. Los así llamados sanadores por fe hacen de sus campañas un fin en sí mismo. Su objetivo es la curación física, nada más (excepto, tal vez, ofrendas de sus asistentes “fieles”, que no sospechan de nada). La medicina moderna ha sustituido, mayormente, a estos “doctores” con credenciales pro­pias; pero, ha establecido la salud física como su objetivo limitado. Una vez que sanaron los huesos o se detuvo el cáncer, el objetivo se ha alcanzado. El cuadro mayor, la restauración total.es ignorado: se olvidó la espiritualidad.
Cuán terriblemente irónico. Durante generaciones, el progreso médico y el establecimiento de hospitales tuvieron, como pioneros, a sociedades misioneras, organizaciones paraeclesiásticas, instituciones religiosas de caridad y a la iglesia misma. Hospitales, clínicas y sanatorios difícilmente existirían sin ellas. Su misión, claramente, no se limita a enmendar huesos rotos y reducir las fiebres violentas. Siguiendo el ejemplo de Cristo, exis­ten para emplear la curación física como el medio por el cual se puede lograr la restauración completa. El cuadro más amplio queda sumergido bajo la fascinación por la tecnología médica, las ansiedades con respecto a la compensación médica y al consenso naciente de que la medicina es científica, más bien que espiritual. Las organizaciones fundadoras sucum­ben ante ese consenso emergente con poco más que escasos gimoteos. Las iglesias abandonan la medicina, y la dejan para el Gobierno civil y las organizaciones cívicas.
No obstante, el cristianismo moderno puede todavía emular el modelo original, en vez de admitir la sustitución secularista. Ciertos conceptos ca­racterizan los enfoques de los creyentes contemporáneos que reconocen el increíble potencial del ministerio de la salud.
1)   Reconocen el cuadro más amplio del ministerio de curación, cuyo ob­jetivo último alcanza, mucho más allá de la restauración física, a la transfor­mación espiritual. Dejar de fumar, soldar miembros quebrados, estimular el ejercicio físico y luchar contra los tumores cancerosos son piezas importan­tes del rompecabezas dentro del esquema divino; pero, independientemen­te, son expresiones insuficientes del propósito más amplio. Hoy, el “médico evangelista” comprende que las verdades espirituales mayores deben ser compartidas. Erradicar los tumores cancerosos puede extender la longe­vidad quince años más. Y entonces, ¿qué? Posponer la muerte no equivale a eliminar la muerte. Los cristianos tienen mucho que ofrecer, más allá de los arreglos médicos temporarios. Si un indigente hambriento y sin hogar recibe veinte dólares de un extraño que pasa, puede entusiasmarse mucho, hasta que observa cómo ese extraño desaparece en un automóvil de lujo; entonces, nuestro malhumorado indigente puede quejarse por haber reci­bido tan poco de alguien con una riqueza increíble. Cuando los creyentes ocultan las dimensiones espirituales de la curación porque temen el recha­zo personal o profesional, retienen el tesoro espiritual que la divina Provi­dencia les ha confiado. ¿Cómo podrían nuestros amigos o clientes revaluar nuestra generosidad, si descubren que retuvimos de ellos los aspectos más importantes de la curación?
2)   Reconocen que el pecado causa enfermedades. Los gérmenes, los accidentes, la herencia genética y otras cosas son decididamente factores contribuyentes. No obstante, nuestra pecaminosidad debe ser considerada como la máxima culpable. La curación genuina está incompleta sin una invitación al arrepentimiento. Una salud cabal no se logra aparte de la lim­pieza espiritual. Algunas veces, el sentido de responsabilidad por la divul­gación directa pone al creyente en la posición desagradable de corregir a otros. Cuando esto llega a ser necesario, la bondad y la humildad descritas en Gálatas 6:1 y 2 es vital:
“Hermanos, si alguno fuere sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradle con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado. Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo”.
3)   Los cristianos involucrados en los ministerios de curación son sensibles a la ocasión. Comprenden que la enfermedad abre ventanas de oportunidad que no quedarán abiertas siempre. Durante los momentos de dependencia espiritual, el creyente debe actuar con rapidez y juicio, a fin de presentar la verdad espiritual mientras existan las circunstancias favorables. Las fuerzas del mal actúan continuamente para cerrar esas ventanas. Los agricultores siguen cuidadosamente los avisos sobre el tiempo, evalúan las condiciones del suelo y mantienen a punto sus máquinas sembradoras, pues esos ele­mentos son críticos para tener una cosecha abundante. La semilla individual, adecuadamente nutrida, produce resultados generosos. Después de la res­tauración de la suegra de Redro, en Mateo 8, “trajeron a él muchos endemo­niados" (versículo 16). En Hechos 28, Lucas escribe: “El padre de Publio estaba en cama, enfermo de fiebre y de disentería; y entró Pablo a verle, y después de haber orado, le impuso las manos, y le sanó. Hecho esto, también los otros que en la isla tenían enfermedades, venían y eran sanados” (versículos 8, 9).
Nuestra familia ha presenciado el poder sanador y transformador de Dios, que restaura la vida física y espiritual. En la conclusión del capítulo 3, presenté un breve bosquejo acerca de un accidente que sufrió mi hijo. La tarde del accidente, nuestra familia había planificado una cena, en celebra­ción del cumpleaños de nuestro hijo menor. Esa tarde, recibimos el mensa­je telefónico que cada padre detesta. Mientras volvía de su lugar de trabajo, nuestro hijo mayor había afrontado vientos huracanados y perdió el con­trol de su vehículo. Fue arrojado al pavimento, después de haber dado tres tumbos. Los paramédicos que llegaron no creían que sobreviviría. Algunos amigos personales llegaron al lugar del accidente y nos previnieron. Una vez que llegó la ambulancia, los médicos de emergencia nos informaron que el extenso trauma requería transportarlo a otro hospital, donde había disponibles cuidados avanzados. No se nos permitió ir en el helicóptero. El viaje en auto que siguió fue, fácilmente, el más largo de nuestra vida.
¿Estaría vivo cuando llegáramos? Había asfalto profundamente incrus­tado en su cráneo, casi cada costilla estaba fracturada, la mitad de su cara parecía un trozo de carne molida y los rayos X revelaron daños en la co­lumna vertebral. Nuestra ansiedad aumentó por causa de su condición es­piritual. ¿Lo separaría la muerte para siempre? Contemplar la muerte de tu hijo es sumamente difícil, incluso cuando tienes esperanza de vida eterna; pero, es virtualmente insufrible si su condición espiritual es dudosa. Mila­grosamente, sobrevivió. Siguieron semanas dolorosas de rehabilitación. Tres hospitales después y centenares de miles de dólares más tarde, finalmente fue dado de alta. Después de seis meses, sus médicos de rehabilitación le permitieron un empleo limitado, de tiempo parcial.
Como Nabucodonosor, nuestro hijo había llegado a ser absolutamente dependiente. Durante semanas, alguien tenía que darle de comer; durante varios meses, alguien tenía que transportarlo; otros hacían los pagos por él, estando desempleado. Su horario también le posibilitaba tiempo abundan­te para la reflexión personal. Las preguntas exigían respuestas. ¿Qué podría haber ocurrido, si hubiera perecido? ¿Qué destino eterno lo esperaba? Las oraciones de conocidos y extraños lo impresionaron por igual. El Consola­dor divino estaba ablandando su corazón, produciéndole una renovación, así como el divino Sanador estaba restaurando activa, aunque gradualmen­te, su ser físico. Las fracturas se soldaron, la presión craneana alcanzó la normalidad, le extrajeron el asfalto y la espina dorsal sanó. Hoy, este antiguo peregrino te contaría alegremente cuán agradecido está por el accidente que casi lo mató.

Tal vez, otros hijos extraviados deberían experimentar ese abrazo. ¿Eres tú, tal vez, el Ananías de Dios del siglo XXI, llamado a restaurar la salud y la vista espiritual a otro hijo descarriado? Ananías fue el instrumento humano para restaurar la ceguera del apóstol Pablo. ¿Qué evangelista exitoso, misio­nero futuro o dinámico ganador de almas puede estar esperando que le transmitas el toque sanador de Dios? ¿Estás listo para descubrirlo?
Hacer discípulos Hacer discípulos Reviewed by FAR Ministerios on 1/27/2014 Rating: 5

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