La autoestima

Desde su niñez Graciela tuvo problemas con su autoestima. No obstante, ella era capaz, diligente y agradable en su tra­to. Sus calificaciones escolares eran consistentemente bue­nas hasta en la universidad. Cuando se graduó, consiguió trabajo en una gran compañía de seguros y poco después estableció su propia agencia.
Después de un año de trabajo, Graciela contrató a una asisten­te para ayudarla con sus papeles. Eligió a Ángela, que había tenido una puntuación muy alta en los tests de habilidad para oficinas, era buena con las computadoras y parecía muy segura de sí misma. Al principio Ángela era muy puntual. Pero pronto, ocasionalmente, lle­gaba al trabajo 15 ó 20 minutos tarde. Con el tiempo llegaba tarde con más frecuencia. También comenzó a pasar tiempo en llamadas telefónicas personales y a descuidar su trabajo. Graciela estaba muy frustrada, pero no tomó la iniciativa de decirle a Ángela cuáles eran sus expectativas, acusándose a sí misma por sentir que no era buena jefa.
La raíz del problema de Graciela era su baja estima propia. Ella era la jefa, sus expectativas para Ángela eran válidas, y ella tenía el derecho legal y ético de reprender a Ángela por su conducta inapro­piada, pero no hizo nada respecto a ello. Dejó que sus sentimientos negativos aumentaran y meramente deseaba que el problema se co­rrigiera solo. Finalmente, sin embargo, tuvo una larga conversación con una de sus amigas, quien la instruyó acerca de cómo confrontar a Ángela de una manera amable pero firme y la animó a seguir ade­lante. Graciela habló con Ángela acerca de sus preocupaciones. Pero aunque la conversación terminó con ese problema de Ángela, no resolvió el asunto de la baja estima de Graciela, que continuó hasta que buscó ayuda profesional.
Una autoestima inadecuada degrada las relaciones, las reali­zaciones académicas y las actividades ocupacionales. También nos hace pasar por la incomodidad psicológica de dudar constantemen­te de nosotros mismos. Ese es un extremo. El otro extremo, una esti­ma propia artificialmente inflada, hiere seriamente las interacciones sociales y es considerada inmoral por la Biblia. Una estima propia adecuada –un análisis justo y exacto de nuestras cualidades y atribu­tos– trae un equilibrio razonable a nuestra conducta.
Algunas personas están más predispuestas a tener una autoes­tima más adecuada que otras, pero una gran proporción de la au­toestima que tenemos proviene de influencias externas. En realidad, la autoestima es una de nuestras características más maleables.
Cuando estudiaba psicología, alguien hizo un estudio que pro­bablemente no sería aprobado por una comisión de ética universita­ria actual. El estudio era para determinar el efecto de las declaracio­nes verbales sobre la autoestima. En este estudio se observó a pares de jóvenes. Uno del par era miembro del equipo investigador, un "cómplice". El otro era un participante voluntario, un estudiante al que se le pagaba una pequeña suma de dinero por participar en el experimento pero que no sabía lo que estaba involucrado en él.
El participante voluntario debía tomar unos "tests psicológicos" –realmente eran tests de autoestima– y el cómplice pretendía estar allí con el mismo propósito. Al estar sentados en la sala de espera antes de tomar la prueba, el cómplice alababa al otro participante o hacía comentarios cínicos y observaciones desdeñosas dirigidos al otro estudiante y sus ideas. Los investigadores encontraron que la manipulación del cómplice definidamente influía en los resultados que obtenía el participante voluntario en la prueba de autoestima.
Todas las personas se han sentido inferiores en algunas ocasio­nes, y más bien eufóricas acerca de sí mismas en otras, dependiendo de si eran reprendidas o alabadas. Esta es la forma en que las per­sonas edifican o destruyen a las demás; a veces sin darse cuenta, y otras, en forma intencional. Sabiendo cuan poderosas son nuestras declaraciones mutuas, Pablo amonestó: "Ninguna palabra corrom­pida salga de vuestra boca, sino la que sea buena para la necesaria edificación, a fin de dar gracia a los oyentes" (Efesios 4:29, la cursiva fue añadida). Nota que este texto supone que hay personas -tal vez na­turalmente inseguras- que necesitan un poco más de alabanza que otras. A diferencia del color de nuestros ojos, la manera en que nos sentimos se mantiene cambiante al experimentar diferentes eventos y procesos internos y externos. Examinemos las diversas maneras en que se nutre la autoestima de la gente.
Qué influye en nuestra autoestima
Las experiencias tempranas en la vida. Se cree ampliamente que el núcleo de la autoestima de las personas es modelado durante los años preescolares y escolares. Los niños a esa edad no saben mucho acerca de sí mismos, y están muy ansiosos de observar sus propias cualidades, compararse con otros y escuchar lo que la gente dice acerca de ellos. Los padres, maestros, amigos y vecinos tienen mucho que hacer con la formación de la autoestima de los jovencitos. Observaciones tales como: "¡Siempre mantienes tu pieza or­denada!", o "¡Tú eres demasiado lento, y siempre lo serás!", tienen su efecto. Cuando nuestros niños están en esta edad tenemos que decidir si queremos que posean un concepto adecuado de sí mismos y lo que queremos que consideren valioso.
Una variedad de estudios conducidos con niños de edad escolar muestran que las características que alimentan su estima propia son: primero, su apariencia; segundo, su aceptación social/popularidad; tercero, logros en la escuela; cuarto, comportamiento; quinto, habi­lidad en los deportes y juegos. ¿No es interesante que lo que tiene mayor influencia sea cuan atractivos somos físicamente? Tenemos poco control sobre nuestra apariencia, y sin embargo si alguien es naturalmente atrayente, es probable que reciba más alabanzas y ter­mine con una mayor autoestima que alguien que no ha sido agra­ciado con rasgos placenteros. Nota también que en la lista dada sólo hay un rasgo de carácter: la conducta, y es el penúltimo de la lista. ¡Rasgos como la compasión por otros y el amor a Jesús aparente­mente no producen recompensas! Aquí está la diferencia entre lo que Dios comprende como una autoestima válida y las maneras en que el mundo la entiende.
Los medios. Mientras la gente mira los espectáculos de la TV, las películas, la Internet y los carteles exteriores, ven lo que la socie­dad valora. La apariencia está bien en primer lugar. Los modelos y las modelos, los anunciadores y las personas famosas determinan lo que la sociedad valora más, y nos propone a nosotros alcanzar esa norma, si podemos. Los que la obtienen son considerados de éxito, y los que no, son considerados perdedores.
El dinero casi siempre entra en el paquete que determina nues­tro valor. Permite que la gente compre ropa de marca, automóviles y casas costosos, y sofisticados ambientes de trabajo; el dinero produ­ce el respeto de la multitud.
Los medios exaltan el poder. Sea un personaje de películas que es altamente considerado y por ende influyente, o un científico que es tan respetado que todos deben aceptar lo que él diga, las personas que tienen el poder son altamente admiradas. Es desafortunado que muchas personas piensen de sí mismas como fracasadas porque no son personas poderosas como estas otras (o por lo menos que pre­tenden serlo).
Los mensajes de otras personas. Algunos han llamado a la gente que nos rodea el espejo de nuestra autoestima. Lo que estas personas nos dicen a nosotros o acerca de nosotros y cómo lo di­cen, añade o resta a nuestra estima propia. Pero nosotros también tenemos influencia, y la mayoría de nosotros no entendemos cuán­ta influencia ejercemos sobre el autoconcepto de los miembros de nuestra familia, de los amigos y los conocidos cuando hacemos co­mentarios sobre ellos o los que ellos hacen.
Recuerdo claramente una visita que hice a una pareja de media­na edad en Madrid, España, cerca de donde vivía mi madre. Acababa de regresar de Estados Unidos con un grado doctoral en psicología educativa y tenía mi primer trabajo profesional. La conexión vino porque la señora había llegado a ser adventista del séptimo día re­cientemente y mi madre se había hecho amiga de ella en la iglesia.
El esposo de esta mujer no estaba interesado en la religión. Tan pronto como habíamos conversado lo suficiente para pasar los salu­dos iniciales, él me dijo:
–Así que, ¿cuánto gana usted en su nuevo trabajo?
Debo detenerme para decir que aunque esta pregunta parezca muy brutal de parte de una persona apenas conocida, tales pregun­tas son bastante comunes en la cultura de España, especialmente si una persona mayor las hace.
–Bueno –contestó en un tono condescendiente–, no puedo creer que usted fue a Estados Unidos para obtener un título de posgrado y está ganando sólo eso.
Era obvio que, sacando toda la rudeza, su sistema de valores era muy diferente del mío. Yo traté de explicarle que aunque sabía que el dinero era necesario, no lo consideraba como lo más importante, y que consideraba el servicio, la satisfacción y el desarrollo personal como recompensas muy importantes del trabajo que estaba hacien­do. Juzgando por la expresión de su rostro, supe que él no entendía mis valores. Pronto dejó nuestra conversación y se ocupó con sus rutinas en la casa.
Aunque yo conocía poco a ese hombre, su pregunta me sacudió. Me sentí un tanto inadecuado porque no estaba ganando más dine­ro. Él había afectado mi concepto propio. Pero él era un vendedor de antigüedades cuyo lema, filosofía de la vida y principio guiador eran uno y el mismo: "Compra barato y vende caro". ¿Qué otra cosa podía valorar fuera del dinero? No obstante, él había lastimado mi autoestima. Es una cosa buena que el sentimiento me abandonó uno o dos días después, ¡porque hubiera tenido mucha dificultad en en­contrar un trabajo que pagara mucho en mi profesión!
Los logros personales. Esta es otra área íntimamente relacio­nada con el desarrollo y el mantenimiento de la autoestima. Cuan­to más realizamos y más elevados consideramos nuestros logros, mayor es la estima propia que sentimos. Otra vez, esta no es una medida objetiva, sino una evaluación estrictamente personal. Me he encontrado con jóvenes que recibían calificaciones excelentes, ha­cían trabajos de calidad y ejecutaban música hermosa, pero que se consideraban inferiores. No apreciaban lo que tenían. Algunos de ellos tenían una visión distorsionada porque algún problema pro­fundamente arraigado del pasado les impedía considerarse valiosos. Otros se consideraban como que algo les faltaba sencillamente por­que querían los dones que tenían otros, en lugar de los que ellos tenían. En cualquier caso, podrían haber obtenido mejores perspec­tivas de sí mismos sólo por medio de mucha afirmación y de mucha oración.
A la imagen de Dios
La Biblia presenta diferentes medidas para nuestro valor y di­ferentes valores para nuestra autoestima. Una rápida mirada al li­bro de Proverbios revela que Dios no asigna valor a nuestro aspecto atrayente, a nuestras posesiones o a nuestros logros. En cambio, ese libro asocia nuestro valor con cualidades como la sabiduría, la obe­diencia a Dios, la pureza, la diligencia, la corrección, la preocupación por los demás, la honestidad, la benevolencia, el gozo, la temperan­cia, la humildad, la integridad, la equidad, etc. Estas son las cosas a las que la Biblia considera como atributos que deberían constituir la fuente de la autoestima.
El origen de nuestra especie debería aclarar nuestro valor. La Escritura dice: "Creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó" (Génesis 1:27). Los seres humanos fueron hechos a imagen de Dios y a su semejanza. Fueron creados como seres altamente inteligentes que tenían cuerpos perfectos y estaban dotados de poderes espirituales y con la capacidad de seguir desarrollándose. Es cierto que la entrada del pecado truncó las posi­bilidades interminables que una vez fueron nuestras, pero también es cierto que el sello del Creador, aunque ahora limitado, todavía está presente en nosotros.
Podemos ver esto aun hoy. En medio de nuestro mundo malo, encontramos personas compasivas que ayudan a otros a pesar de que hacerlo les resulta en una pérdida importante, personas que se alegran con los que están alegres y que sufren con los que sufren; personas que aman el bien y odian el mal y todas sus consecuencias. ¿Cuál es la raíz de estas conductas en seres humanos que tienen la tendencia a pecar? Aparentemente, todavía tenemos suficiente de la imagen de Dios que sentimos el impulso de hacer obras piadosas. Este es uno de los pensamientos que más enigmáticos les parecen a los evolucionistas. ¿Por qué una persona muestra una conducta al­truista hacia un desconocido sin la esperanza de recibir algo a cam­bio? Esto no cabe en la idea de la supervivencia del más apto, pero tiene mucho sentido en el contexto de un Creador amante que ori­ginalmente pasó su bondad y su carácter a sus criaturas, en quienes todavía permanecen estos rasgos.
Además de ser creados a la imagen de su Creador, los seres hu­manos recibieron la autoridad de gobernar toda la Tierra, adminis­trar sus recursos sabiamente para traer felicidad a la familia humana. Este es otro privilegio que debería fortalecer nuestra autoestima, la confianza que Dios nos ha otorgado a cada uno para administrar la Tierra. Desdichadamente, no hemos hecho eso muy bien, pero nece­sitamos recordar que todavía poseemos el poder y la autoridad que Dios nos dio. Ambas son excelentes fuentes de autoestima.
Tenemos un origen divino. Somos hechos a la imagen del Dios del universo. Aunque el pecado nos ha dañado y arruinado la ima­gen original, todavía tenemos el sello de Dios. Y, como si esto no fuera suficiente, nuestro Creador nos considera merecedores de la salvación y que tendremos el potencial de crecer durante la eterni­dad. Estos son razones infinitamente mejores para la autoestima que los que la sociedad nos presenta.
Lo que vemos en nosotros mismos
La gente a menudo tiene una imagen distorsionada de sí mis­ma. No evaluamos nuestras fortalezas y debilidades en forma exacta, y esto tiende a causarnos problemas. Nuestro perro Beni a menudo calculaba mal su tamaño. Aunque era un perro pequeño, tendía a creer que era muy grande, especialmente bajo ciertas condiciones: por ejemplo, cuando un miembro de nuestra familia estaba cerca y Beni veía un perro grande que corría solo. Beni se acercaba al perro grande, se paraba sobre sus patas traseras, ponía sus patas delan­teras a ambos lados de la cabeza del perro grande, y entonces, casi nariz con nariz, gruñía. Los perros grandes suelen ser nobles y perdonadores, de modo que la mayoría ignoraba a Beni. Pero uno lo atacó y le dejó una cicatriz en su cuerpo.
La Biblia nos habla de personas que no evaluaron correctamen­te sus dones. Tomemos el caso de Moisés. Estaba bien educado y maduro, y por sobre todo tenía el respaldo de Dios, No obstante, tuvo serias dudas acerca de sí mismo. Suplicó a Dios que no lo en­viara al faraón sino que encontrara a otro porque él no era elocuente. "¿Quién soy yo para que vaya a Faraón?" (Éxodo 3:11; ver también 4:10). Inversamente, Jesús tuvo que advertir a sus seguidores que la percepción que tenían de sí mismos era equivocada, pero de una for­ma diferente."¿Cómo puedes decir a tu hermano: Hermano, déjame sacar la paja que está en tu ojo, no mirando la viga que está en el ojo tuyo?" (Lucas 6:42).
Así que, mientras algunos no pueden ver lo que hay de malo en sí mismos, otros -como Moisés- no pueden ver el bien que hay en sí mismos. Pero está allí. Cuando Jesús resumió la ley, dijo que el segundo gran mandamiento era que debíamos amar a nuestros prójimos como nos amamos a nosotros mismos (Mateo 21:39), lo que implica que deberíamos dirigir una cantidad razonable de amor ha­cia nosotros mismos. Deberíamos sentir satisfacción por un trabajo bien hecho y por cualquier cosa buena que haya en nosotros, reco­nociendo todo el tiempo a Aquel que es la fuente de todo bien. Este es un punto muy crítico: Satanás rehusó reconocer a esta Fuente y se puso en el camino equivocado.
Al juzgar nuestras habilidades, rasgos, carácter, apariencia, etc., existe la probabilidad de que estemos equivocados en algunas cosas. Esto conlleva serios riesgos de alcanzar un extremo o el otro: po­demos no estar dispuestos a afrontar los desafíos que Dios permite que nos vengan porque tenemos poca confianza propia, o por ser tan arrogantes que Dios no nos dará sus bendiciones porque nos empujaría aún más en esa dirección. Para prevenir ambos extremos, debemos estar en constante comunión con Dios, manteniendo con­tinuamente una actitud de oración.

Lo que otros ven
Cuando Samuel fue a la casa de Isaí para ungir al nuevo rey de Israel, la altura de Eliab y su apariencia inmediatamente captaron su atención. Basado en la apariencia del joven, Samuel pensó que él era el que Dios había elegido para ser el siguiente rey (1 Samuel 16:6). La apariencia exterior nos hace formar un fuerte juicio preliminar acerca de la persona que está ante nosotros.
Samuel era un gran profeta, un impecable juez, lleno de integri­dad y con mucha más influencia sobre la gente que el rey Saúl. Su registro de fidelidad llegaba hasta el comienzo de su vida. Pero esto no le impidió usar el criterio del mundo en este caso. Lo hizo, pero se equivocó. Elena de White nos dice: "Eliab no temía al Señor. Si se lo hubiera llamado al trono, habría sido un soberano orgulloso y exigen­te".
Si las personas elegidas por Dios pueden cometer errores al juzgar a otros, las personas comunes pueden cometer grandes erro­res. Por eso las Escrituras repetidamente nos desaniman de juzgar a otros. Pablo nos recuerda que por medio de la fe en Cristo Jesús, todos los hijos de Dios han de aprender que "ya no hay judío ni grie­go; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer" (Gálatas 3:28). Aquí Dios específicamente prohíbe tener prejuicios, lo que ha sido una reacción innata de todos los seres humanos a través del tiempo. El prejuicio puede devastar la autoestima de las personas. Hacer juicios preconcebidos no le da a la gente la oportunidad de demostrar quié­nes son.
Mi familia y yo hemos vivido y trabajado en cuatro países dife­rentes en tres continentes. A pesar de pasar un tiempo considerable en todos esos lugares, nunca hemos sido víctimas del prejuicio, con una sola excepción pequeña. Tan pronto como llegamos a un país, compramos un automóvil y rápidamente solicitamos el seguro. De­jamos todos los documentos necesarios con un agente de seguros, incluyendo copias de nuestra licencia de conductor y pasaportes. Al día siguiente recibimos una llamada del agente de seguros in­formándonos que nuestra solicitud de seguros había sido negada. Luego nos preguntó si por casualidad mi esposa tenía un pasaporte español como el mío. Cuando preguntamos más, nos explicó que la reglamentación de la compañía era no asegurar a norteamericanos porque era probable que harían un juicio si no les gustaba el arreglo de algún accidente cubierto por el seguro.
Lo que ve Dios
La consideración que Dios hace de sus hijos está basada sobre valores diferentes que los que la sociedad considera importantes. La sociedad impulsa a las personas a considerarse sin ningún valor si son pobres o no educados o parte de un grupo étnico o una minoría religiosa equivocados, o si pasaron por algún evento trágico o han sido víctimas de abusos. El capítulo 15 del Evangelio de Lucas es una joya que revela qué es lo que Dios valora, o a quién valora. Presenta tres historias –la oveja perdida, la moneda perdida y el hijo perdi­do– que tienen un tema en común. La preocupación de Dios por los que tienen desventajas, los parias, los pecadores, los inferiores. Cualquiera que se siente dejado afuera por causa de las expectativas de la sociedad debería recordar que aquellos que el mundo conside­ra como inferiores pueden gozar de un modo especial e íntimo del cuidado de Dios y de sus ángeles. En esas tres historias, los prota­gonistas –el pastor, la mujer y el padre– se interesaron más por lo perdido que por los que estaban con ventajas. Y cuando se encontró lo perdido, todo el universo se alegró.
Dios ve un potencial tremendo en cada una de sus criaturas y en todos nosotros. No nos deja luchar solos sino que ofrece conducirnos, guiarnos, ayudarnos. "Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes andar" (Salmo 32:8). Él cuida tanto de nosotros que anhela cuidarnos como "a la niña de [sus] ojos" (Salmo 17:8).
Un nuevo yo
El apóstol Pablo anima a sus lectores: "Vestíos del nuevo hom­bre" (Efesios 4:24). La gente tiene opiniones diferentes de lo que cons­tituye un nuevo yo. Recientemente me estaba acercando a Los Án­geles, California, en mi vehículo, en dirección al oeste en camino a Woodland Hills para una reunión de ex alumnos. No conociendo el área, marqué mi destino en mi GPS (instrumento que guía los au­tomovilistas con mapas satelitales) y luego escogí la ruta más corta. El GPS me sacó de la autopista interestatal y me envió al Boulevard Ventura. Esta ruta era lenta, pero muy interesante, Mientras andaba, podía observar a personas que caminaban a lo largo de la calle y di­versos comercios y negocios por el camino. Esto me dio una idea de los servicios a los que recurría la gente de ese vecindario. Me parecía que había un número muy alto de peluquerías, tiendas de ropa, con­sultorios de odontólogos estéticos y cirujanos plásticos, tiendas de decoración especializada y concesionarios de automóviles extranje­ros. Llegué a la conclusión de que la gente que vivía alrededor de Hollywood tenía que cuidar más su apariencia y la impresión que harían sobre otros de lo que lo hacemos nosotros.
En contraste, el nuevo yo del que escribió Pablo es el producto de un método piadoso de edificar la autoestima. De acuerdo con los criterios bosquejados en las Escrituras, las cosas no nos hacen más hermosos. En cambio, el carácter es la clave de la verdadera belleza y del valor propio. Efesios 4:25 al 32 enumera actividades que Dios considera importantes. Él quiere que...
  • seamos honestos y veraces con la gente que nos ro­dea;
  • guardemos nuestro genio bajo control y que si nos enojamos, procuremos resolver las cosas rápida­mente;
  • trabajemos fuerte y que tengamos suficiente para compartir con los que tienen necesidades;
  • edifiquemos a otros con lo que decimos;
  • evitemos contristar al Espíritu Santo; eliminemos la amargura, las pendencias, la maledi­cencia y toda clase de rasgos malos;
  • seamos bondadosos, compasivos y perdonadores.
Tanto Dios como las personas espirituales consideran todas es­tas acciones y cualidades como de verdadero valor.
Si tienes problemas con la estima propia, reflexiona sobre tus orígenes: ¡fuiste creado a la imagen de Dios! Y medita en tu destino: ¡eres salvado por gracia! Entonces pide fervientemente a Dios que te dé sabiduría para que pienses de ti "con cordura, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno" (Romanos 12:3).

Un seudónimo.
Elena de White, Patriarcas y profetas (Florida, Buenos Aires: ACES, 2008), p. 692.

La autoestima La autoestima Reviewed by FAR Ministerios on 2/27/2011 Rating: 5

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