En ella no vi templo
«En ella no vi templo»
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ace unos meses
atrás volví a leer detenidamente una de las obras más significativas de la
vasta producción literaria que Dios nos ha legado a través de la pluma de Elena
G. de White: La educación. Es la cuarta vez que leo dicho libro; sin embargo, no dejo de
asombrarme al continuar encontrando declaraciones que me parece haberlas leído
nunca. Me he topado con gemas espirituales que hacen de esta obra un cofre
repleto de tesoros que no se descubren a menos que uno la lea varias veces.
Debido a que en ese momento mi mente estaba empeñada en atesorar todo lo que me
fuera útil para la redacción del libro que usted tiene en sus manos, me propuse
estar muy atento a cualquier declaración relacionada con el tema que estamos
abordando aquí.
Comparto con usted una cita que para mí resultó totalmente nueva:
«Pero
el pueblo era tardo para aprender la lección. Acostumbrado en Egipto a las
representaciones materiales más degradantes de la Deidad, era difícil que concibiera
la existencia o el carácter del Invisible. Compadecido de su debilidad, Dios le
dio un símbolo de su presencia. "Me erigirán un santuario, y habitaré en
medio de ellos" (Éxodo 25: 8)» (La
educación,
cap. 5, p. 35).
Según lo dicho por la sierva de Dios aquí, ¿qué justificó la necesidad
de establecer un santuario del verdadero Dios en la tierra? La respuesta es
sencilla: las debilidades que tenía el pueblo de representar a la deidad por
medio de objetos visibles. Así como los egipcios concebían a Osiris a través de
símbolos como el pez, el cocodrilo o el perro, Dios permitió que Israel lo
conociera mediante el objeto que simbolizaba su presencia en nuestro mundo: el
santuario. En otras palabras, para curar al pueblo de la peligrosa enfermedad
de la idolatría, a la cual era proclive por causa de los cientos de años que
vivió alrededor de ella en Egipto, el Señor levantó el santuario no para que
fuera adorado, sino para que a través de sus muebles y los servicios que se
celebraban allí, Israel pudiera obtener una mejor comprensión de quien lo había
sacado de esa tierra de servidumbre. Si la nación hebrea no hubiera puesto en
evidencia sus debilidades por las representaciones materiales de la Deidad,
entonces no habría sido necesario la creación de un lugar que simbolizara la
presencia divina en medio de la nación.
Ahora bien, tan pronto tal debilidad sea erradicada por completo de la
vida de los seres humanos, entonces ya no será necesario que el Creador se
valga de un símbolo para habitar en la tierra que él mismo creó, puesto que su
presencia se manifestará de forma concreta, sin representaciones materiales.
Cuando eso ocurra «lo veremos tal cómo él es» (1 Juan 3). Por causa de nuestras
debilidades y propensiones pecaminosas únicamente podemos verlo «por espejo,
oscuramente» pero muy pronto, cuando nos reunamos con él en la tierra nueva,
tendremos el privilegio de participar de un encuentro con el Señor «cara a
cara» (1 Corintios 13:12; Apocalipsis 21-22). ¿No le gustaría tener parte en
ese glorioso momento? Con gozo indescriptible podremos contemplar sin ningún
tipo de limitaciones «las maravillas del poder creador, los misterios del amor
redentor» (Cristo nuestro salvador, p. 175).
Cuando Cristo
aparezca en las nubes del cielo «todos seremos transformados» (1 Corintios
15:51). En un instante, en un «abrir y cerrar de ojos», nuestra naturaleza
corrupta, mortal y pecaminosa será cambiada por una que será pura,
inmortal y espiritual (1 Corintios 15:52-53). En otras palabras, justo antes de
que hagamos nuestra entrada triunfante a las moradas celestes, Dios erradicará
todas las debilidades que se han incubado en nosotros a lo largo de este
conflicto milenario entre el bien y mal. Esto nos sirve de advertencia para que
no cantemos victoria antes de que el partido concluya. Todavía no somos
perfectos ni inmaculados. Todos tenemos una naturaleza humana caída, y será así
hasta que suene la trompeta final.
Por supuesto, al
ser transformados ya no habrá en nosotros nada que pueda inducirnos a
comprender a Dios a través de objetos materiales; por tanto, no habrá necesidad
de un templo que represente su presencia en medio nuestro. Esto suscita una
interrogante: ¿Habrá un santuario en la tierra nueva? Esa es una buena
pregunta, ¿no le parece? Fíjese bien en estas dos declaraciones que provienen
del último libro de la Biblia:
«Por
eso están delante del trono de Dios, y día y noche le sirven en su templo. El que está sentado
en el trono los protegerá con su presencia. Ya no sufrirán hambre ni sed, ni
los quemará el sol, ni el calor los molestará; porque el Cordero, que está en
medio del trono, será su pastor y los guiará a manantiales de aguas de vida, y
Dios secará toda lágrima de sus ojos» (Apocalipsis 7:15-17, DHH).
«Y
oí una gran voz del cielo, que decía: "El tabernáculo de Dios está ahora con los hombres. Él
morará con ellos, ellos serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos como su
Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá más
muerte, ni habrá más llanto ni clamor ni dolor, porque las primeras cosas ya
pasaron. [...] En ella no vi
templo, porque el Señor Dios Todopoderoso es su templo, y el Cordero» (Apocalipsis
21: 3, 4, 22).
A primera vista podemos tener la impresión de que estos pasajes se
contradicen. El primero dice que los redimidos «sirven» en el templo de Dios.
Pero el segundo declara sin ambigüedad que en la nueva Jerusalén Juan no vio un
«templo». Entonces, ¿habrá o no habrá templo?
Ella es el templo
Juan no vio un «templo», un santuario, en la nueva Jerusalén porque ella
misma hará la función de santuario divino para todo el universo. [1] Como
veremos en este apartado, la iconografía que Juan utilizó para describir a la
«santa Jerusalén» tiene sus raíces en el santuario.
Luego de ver a la santa ciudad que descendía desde el cielo, Juan oyó
una voz celestial que proclamaba una serie de promesas, he aquí la primera: «El
tabernáculo de Dios está ahora con los hombres. Él morará con ellos, ellos
serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos como su Dios» (Apocalipsis 21:3).
El profeta Ezequiel usó la misma fraseología cuando dijo: «Y pondré mi
santuario entre ellos para siempre. Estará en medio de ellos mi tabernáculo;
yo seré el Dios de ellos, y ellos serán mi pueblo» (Ezequiel 37:26, 27; cf. Levítico 26:11, 12; Jeremías 24:7).
La nueva Jerusalén que desciende a la tierra está dando cumplimiento a las
promesas del pacto que el Señor había hecho con sus hijos: Dios vendrá,
establecerá su santuario y morará personalmente con nosotros. Tanto Juan como
Ezequiel subrayan que todo esto es posible ¡porque Dios lo ha hecho posible!
No obstante, pensará usted para sus adentros: ¡Pero Vladimir acaba de
decir que no habrá necesidad de un santuario tras la erradicación del pecado!
Bueno, no olvide que dije eso y un poco más: no habrá un templo que represente
a Dios. La nueva Jerusalén será el santuario de Dios, pero no será un símbolo
de la presencia divina entre nosotros. Ya no será preciso que el Creador sea
representado por ningún objeto puesto que él mismo habitará allí y su presencia
nos «protegerá» (Apocalipsis 7:15). Apocalipsis declara que Dios establecerá su
«tabernáculo», su skené
entre nosotros. Skené es
un vocablo estrechamente relacionado con Shekina, el
elemento que denotaba «la presencia y la gloria de Dios» por medio de la nube y
la columna de fuego en el antiguo santuario. [2] Pero
ahora no es la shekina
de Dios la que estará entre nosotros, sino el Creador mismo en persona.
Otros elementos que vinculan a la nueva Jerusalén con el santuario
incluyen los siguientes:
· Como el Lugar Santísimo del templo de Salomón, la
nueva Jerusalén es un cuadrado perfecto (1 Reyes 6:20; Apocalipsis 21:16).
· Así como en el Lugar Santísimo todo estaba
recubierto de oro puro, la nueva Jerusalén es de oro puro (1 Reyes 6:20-22; 2
Crónicas 3:4-8; Apocalipsis 21:18).
· El trono de Dios que siempre ha estado en su
santuario (Salmo 11:4; Apocalipsis 7:15, 16:17), ahora es colocado en la nueva
Jerusalén (Apocalipsis 22:3).
· Las piedras preciosas que adornan la santa ciudad
evocan en nuestra mente las joyas que engalanaban el pectoral del sumo
sacerdote (Apocalipsis 21:19, 20; Éxodo 28:15-21). [3]
· El
«río limpio, de agua de vida» que fluye desde «del trono de Dios» es una
reminiscencia del «río» cuyas «aguas salen del santuario» (Apocalipsis 22:1,
2; Ezequiel 47:12).
En fin, aunque la erradicación del pecado pondrá fin a
las funciones del santuario tal y como lo conocemos ahora, todo parece indicar
que la nueva Jerusalén, como morada de Dios, será el centro de operaciones del
universo. Hay algo más que no podemos pasar por alto antes de finalizar esta
sección. Mientras que el templo era motivo de orgullo para la Jerusalén
terrenal, en la nueva Jerusalén las cosas serán diferentes. La grandeza de la
santa ciudad no radicará en la suntuosidad de un edificio, sino en que en ella
habitará el Señor de señores y Rey de reyes, ¡y para nosotros hay espacio allí!
Incluso, desde ahora podemos disfrutar por fe de ese momento glorioso, puesto
que nuestros nombres ya «están inscritos en el libro de la vida del Cordero»
(Apocalipsis 21:27).
La solución al problema del dolor
Luego de asegurar que Dios habitará con nosotros en la nueva Jerusalén,
Juan menciona una serie de promesas que dependen directamente de que Dios esté
en nuestro medio. Como lo expresa Joseph L. Trafton, Apocalipsis 21: 3 es la clave
de los versículos 1-4. [4] Sin la
presencia de Dios sería imposible que felizmente se lleve a cabo todo lo que se
promete en el versículo 4. Antes de fijar nuestra atención en estas promesas, permítame llamar su atención a lo siguiente.
El santuario terrenal era la esfera donde habitaba, por medio de la shekina, el
Dios de la vida. La presencia de Dios convierte lo perecedero en imperecedero.
Él es una fuente inagotable de vida y luz. Por eso en el santuario terrenal la
luz ardía continuamente, la vara de Aarón no se secaba, ni el maná se
agusanaba. Fuera del santuario encontramos exactamente lo contrario: oscuridad,
destrucción y podredumbre. Como en el tabernáculo habitaba el Dios de la vida,
los escritores bíblicos no dejaban de expresar su inmenso deseo de habitar en
dicho lugar. David declaró: «Mejor es un día en tus atrios que mil fuera de
ellos» (Salmo 84:10). «Mas yo entraré en tu casa por la abundancia de tu
misericordia; adoraré con reverencia hacia tu santo Templo» (Salmo 5:7; 49:8).
Salmo 65:4: «Bienaventurado el que tú escojas y atraigas a ti para que habite
en tus atrios. Seremos saciados del bien de tu Casa, de tu santo Templo».
Apocalipsis 21 y 22 describen el glorioso momento cuando los hijos de Dios finalmente
podremos morar junto a él en su templo, la santa ciudad.
Al habitar dentro del nuevo santuario de Dios los redimidos quedaremos
fuera del alcance del dolor y de la muerte. Juan declara que allá: 1) Nuestras
lágrimas serán enjugadas y 2) no habrá más muerte (Apocalipsis 21:4). En este
pasaje Juan pone al alcance de nuestro conocimiento los privilegios que
tendremos por vivir ante la presencia de Dios en la tierra nueva. Pero además
la Inspiración nos está diciendo que la solución al problema del dolor y del
sufrimiento no vendrá mientras este planeta permanezca en su condición caída.
A nosotros nos resulta cuesta arriba aceptar estoicamente y con fe todo lo malo
que nos ocurre, y que son incontables las veces que lloramos no solo por
nuestra impotencia, sino también por el aparente silencio que guarda la Deidad
en medio del dolor que sufrimos por vivir en un mundo que ha sido arruinado por
el pecado. Sin embargo, llegará el tiempo cuando todo será diferente, porque
Dios hará nueva todas las cosas. Pero hemos de aceptar que ese momento, cuando
el dolor no existirá más, no forma parte de nuestra experiencia en el mundo. El
dolor cesará cuando lleguemos a la nueva Jerusalén.
Como el salmista, alguno podrá decir: «Fueron mis lágrimas mi pan de día
y de noche, mientras me dicen todos los días: "¿Dónde está tu Dios?”»
(Salmo 42:3). ¿Se ha sentido así? ¿Ha llorado y se ha preguntado dónde estaba
el Señor en ese momento de dolor? Creo que la frase de Platón «Cada lágrima
enseña a los mortales una gran verdad» sigue siendo cierta. Cada una de nuestras
lágrimas nos enseña que vivimos en un mundo caído, pero muy pronto Dios mismo,
en persona, se encargará de enjugar cada gota segregada por nuestros ojos. A
propósito de esto, la mensajera del Señor nos ofrece esta consoladora
declaración:
«[Jesús]
Por medio de sus ángeles susurró a su oído: "No temas; estoy
contigo". "Yo soy [...] el que vivo, y estuve muerto; mas he aquí que
vivo por los siglos de los siglos" (Apocalipsis 1:17, 18). "Conozco
tus pesares; los he soportado. Conozco tus luchas; las he experimentado.
Conozco tus tentaciones; las he tenido que enfrentar. He visto tus lágrimas; yo
también he llorado. Tus esperanzas terrenales están destruidas, pero levanta la
vista por la fe, entra detrás del velo, y ancla allí tus esperanzas. Tendrás la
eterna seguridad de que puedes contar con un Amigo más íntimo que un
hermano"» (Testimonios para la iglesia,
tomo 2, p. 244).
Sin importar cuando lo dudemos debe fijarse en nuestra mente que el
Señor no ha sido indiferente a nuestro sufrimiento; sin que lo sepamos ha
contado cada una de nuestras lágrimas, ha llevado un registro exacto y
fidedigno de nuestros llantos y sollozos (Sal. 56: 8); y, muy pronto, cuando
entremos a su santuario y vivamos allí, todo nuestro dolor será disipado por el
bálsamo de su presencia. Juan contempló el momento cuando, con el cariño de una
tierna madre, «el Señor se encorva para secar los ojos llenos de lágrimas de
sus hijos». [5]
«No habrá más muerte»
Es innegable que nada puede provocarnos más dolor y sufrimiento que la
muerte. Por tanto, al enjugar nuestras lágrimas el Señor también destruirá a la
muerte, nuestro último gran enemigo. Por supuesto, este triunfo «sobre la
muerte no es un fin en sí mismo; es una bendición que fluye de la comunión con
Dios». [6] El
salmista escribió: «Del río sus corrientes alegran la ciudad de Dios, el
santuario de las moradas del Altísimo» (Salmo 46:4). ¿Cuál es ese río que
alegra la ciudad de Dios? Apocalipsis declara que es el río de la vida (Apocalipsis
22:2). Sí, del santuario de Dios fluirá el río de la vida. Delante de la
presencia divina la muerte no tiene poder. Cuando Dios descienda a vivir con
nosotros en la tierra restaurada, «no habrá más muerte».
Juan establece un contraste entre el «tabernáculo» final de Dios, la
nueva Jerusalén y nosotros. Como ya vimos en este libro, nosotros somos «el
templo de Dios» en esta tierra (1 Corintios 3:17; 2 Corintios 6:16). No
obstante, Pablo fue muy categórico al decir que «nuestra morada terrestre, este
tabernáculo, se deshace» (2 Corintios 5:1); y luego agrega: «Asimismo los que
estamos en este tabernáculo gemimos con angustia, pues no quisiéramos ser
desnudados, sino revestidos, para que lo mortal sea absorbido por la vida»
(versículo 4). En otras palabras, el tabernáculo de nuestro cuerpo es mortal,
tiene fin. Quizá a muchos nos vendría bien recordar algo que Filipo de
Macedonia se obligaba a sí mismo a escuchar diariamente. Este famoso rey, padre
de Alejandro Magno, tenía un esclavo cuya única función era presentarse ante el
monarca cada mañana y decirle: «Filipo, recuerda que vas a morir». Nuestro
tabernáculo mortal podría llegar a su final en cualquier momento.
A mediados de 2013 yo comprendí en carne propia el significado de las
palabras de Pablo. Estaba en Costa Rica, impartiendo la semana de oración en la
Universidad Adventista de Centroamérica, cuando a las seis de la mañana la
rectora llegó a mi habitación y me dijo: «Pastor Polanco, tiene una llamada de
Miami».
Al tomar el teléfono, la voz quebrada de mi esposa me advertía que algo
malo había sucedido:
—Vladimir, quédate tranquilo. José murió anoche en un accidente.
Tratando de negar lo que para mí ya era evidente, le pregunté:
—¿Qué José?
Su respuesta no se hizo esperar:
—José, tu hermano.
¿Cómo sucedió? Pues un aparatoso accidente le destrozó el cráneo y
varias costillas le perforaron uno de sus pulmones provocándole un paro
respiratorio. Mi hermana, que estuvo al lado de José durante las últimas horas
de su vida, escribió: «José, te vi luchar por la vida; te vi halar con garras
cada aliento de vida que pasaba por tu corazón, pero nada fue suficiente para
que te quedaras. Adiós, mi hermano. Nos veremos junto al río».
Desde entonces no ha habido un solo día en que no haya llorado a mi
hermano. Con él se fue una parte de mi vida que nunca más podré tener mientras
viva en este maldito planeta. Saber que el «tabernáculo» de José era mortal no
ha aminorado mi dolor; entiendo que sobre todos pesa una sentencia de muerte,
que nuestra cita con la muerte es ineludible, que este santuario que somos
nosotros en cualquier momento puede quedar deshecho. De hecho, lo único que me
ha dado las fuerzas para soportar tan inmensa tristeza es aferrarme a la
esperanza de volver a ver a mi hermano junto al río, ese río de vida que fluirá
del santuario de nuestro Dios. Creer de todo corazón que cuando entremos al
«tabernáculo de Dios», a la tierra nueva, nuestra mortalidad será absorbida
«por la vida» que fluye de la presencia divina ha sido un aliciente que me ha
ayudado a sobrellevar el dolor de ver a mi hermano morir. Cada día me consuela
saber que falta poco para que el Señor destruya "a la muerte para
siempre" (Isaías 25:8).
El 24 de octubre de 1886, mientras predicaba en Nimes, Francia, Elena G.
de White le dijo a su audiencia:
«Esta tierra es el lugar de preparación para el cielo. El
tiempo que pasamos aquí es el invierno del cristiano. Los vientos fríos de la
aflicción soplan sobre nosotros, y las olas de los problemas nos arrollan. Pero
en un futuro cercano, cuando Cristo venga, las penas y los lamentos habrán desaparecido
para siempre. Entonces será el verano del cristiano. Todas las pruebas habrán
concluido, y no habrá más enfermedad ni muerte. "Enjugará Dios toda
lágrima de los ojos de ellos: y ya no habrá más muerte, ni habrá más llanto ni
clamor ni dolor, porque las primeras cosas ya pasaron" (Apocalipsis 21:4)»
(Alza tus ojos,
p. 309).
En un libro devocional basado en Apocalipsis, Jon Paulien narra la
historia de una ancianita que, al saber que su muerte que solo le quedaban tres
meses de vida, mandó a buscar al pastor de su iglesia para organizar todo lo
relacionado con su funeral. Le dijo qué himnos debían cantar, que textos
bíblicos se debían leer, quiénes serían los herederos de sus posesiones,
etcétera. Por supuesto, el pastor le aseguró que todo se haría como ella lo
había previsto. Cuando el pastor estaba por retirarse, ella le dijo:
—Ah, quiero que haga algo más.
—¿Qué? —le preguntó el pastor.
—Quiero que me pongan una cucharita de postre en mi mano derecha.
El pastor, asombrado ante tan inusual petición, le pregunta la razón por
la que quiere que le pongan una cucharita en su mano derecha.
La ancianita le dijo que en cierta ocasión ella fue a una cena y
mientras recogían los platos alguien le dio este consejo: «Guarde su
cucharita... porque lo mejor está por venir».[7]
Sí, mi querido lector, ya «el invierno» de este mundo está llegando a su
final y lo «mejor está por venir». Muy pronto se dará inicio a nuestro eterno
«verano». Falta poco para que hagamos nuestra entrada triunfal por las puertas
de la nueva Jerusalén. Ya se aproxima el día cuando el Dios de la vida
establecerá su morada con nosotros y podremos decir con toda propiedad: «Aquí
habita el Señor» (Ezequiel 48:35).
[1] N. T. Wright, Revelation for Everyone (Kentucky: Westminster John Knox Press, 2011), p. 187.
[2] Robert H. Mounce, Comentario al libro de Apocalipsis (Viladecavalls: CLIE, 2007), p. 511; Leon Morris, Revelation:
An Introduction and Commentary. The Tyndale New
Testament Commentaries (Downers Grove, Illinois, 1987), p. 238.
[3] Para más detalles, ver el instructivo artículo de William W. Reader,
"The Twelve Jewels of Revelation 21:19- 20: Tradition History and Modern
Interpretations", Journal of Biblical Literature 100/3 (1981), pp. 433-457.
[4] Reading
Revelation: A Literary and Theological Commentary (Peake Road Macon, Georgia: Smyth & Helwys Publishing, 2005), p.
201.
[6] George
E. Ladd, El
Apocalipsis de Juan: Un comentario, (Miami, Florida:
Editorial Caribe, 1983), p. 247.
En ella no vi templo
Reviewed by FAR Ministerios
on
12/25/2013
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