El discipulado y la oración
Agotado,
y preocupado porque alguien pudiera llamar a la policía, acepté la derrota. Tocar
el timbre con insistencia no había funcionado. Golpear a la puerta en forma
incesante tampoco fue efectivo. ¿Dónde estaba papá? ¿Qué ocurría? ¿Qué más podría
hacer para despertarlo? Cansado por haber viajado durante la mayor parte de la
noche, consideré la posibilidad de cruzar la ciudad, para ir a la casa de mi
hermana. Acurrucándome en mi camioneta, finalmente me dormí. Pasaron las
horas, hasta que unos golpes en la ventanilla del lado del conductor me
despertaron. ¡Papá! La ansiedad se veía en su
rostro. Aturdido y agotado por los eventos de la semana anterior, mi padre
había colapsado sobre su colchón, completamente ajeno a mis gritos, golpes y
timbrazos. Había estado dentro de la casa todo el tiempo. Sin embargo, de
algún modo, algo estaba mal...
Ese debería haber sido un fin de
semana “inolvidable”, por razones positivas. Al vivir a cierta distancia de
mi escuela secundaria, pocas veces asistía a sus reuniones. Este año, se habían
hecho arreglos especiales con mi hermana menor, que se había graduado en la
misma escuela, para que pudiéramos asistir juntos. Como ella no llegó, descubrí
que los planes habían cambiado abruptamente, porque mi madre había
enfermado
repentinamente. Sin percibir la seriedad de su situación, conversé largamente
con mis antiguos compañeros, demorando así mi partida. Más tarde ese día, salí
para Pensacola, Florida, Estados Unidos, donde vivían tanto mi hermana como mis
padres. Habiendo llegado de madrugada, había tratado de despertar a alguien -a
cualquiera- de la casa de ellos. Realmente, la expresión de preocupación de mi
padre respondió a mis preguntas antes de que las formulara: “¿Dónde está mamá?
¿Cómo está ella?”
Mamá había sido hospitalizada.
Lamentablemente, su obstrucción intestinal había sido mal diagnosticada. Esta
condición, amenazante para la vida, había sido dejada a un lado como una
molestia no crítica y que se podía tratar con medicamentos comunes. Sin embargo,
la gangrena estaba envenenando su sistema. Su disposición, normalmente
enérgica, había sido desplazada por un letargo, no característico en ella. Este
fin de semana estaba llegando a ser “inolvidable”, pero por otras razones. Se
decidió practicarle una cirugía de urgencia. El partido de golf del cirujano
de ese domingo de mañana se interrumpió, cuando lo llamaron del hospital.
Nos derrumbamos sobre nuestras
rodillas. La oración no era ajena a nuestra experiencia. No obstante, había
ahora un marcado sentido de urgencia. En ese momento, nuestra madre y esposa
podía abandonar esta vida terrenal. Nada te prepara para esta situación.
Fervientemente, imploramos a Dios que la restaurara. Aunque la habilidad del
médico era grande, la curación dependía solo de Dios. La cirugía fue más larga
de lo esperado, lo que generó preocupación y ansiedad adicionales. Oramos
continuamente. Una vida estaba en la balanza. Aunque cansados, perseveramos en
la oración. Emocionalmente, estábamos acongojados, y nos poníamos cada vez más
escépticos acerca del éxito de la operación. Finalmente, el cirujano entró en
la sala de espera. Nos advirtió que la posibilidad de que mi madre sobreviviera
no era mejor que “50-50”. Más tarde, admitió que la situación era aún peor: la
gangrena estaba tan extendida que no se esperaba que sobreviviera.
La semana siguiente fue de
subidas y bajadas emocionales. Me puse en contacto con mis superiores,
solicitando una extensión de mi vacación, y cancelé todas las citéis previsteis
para esa semana. Todo lo demás dejó de tener importancia. La ansiedad me
acompañaba a cada paso. La muerte de mi madre parecía inminente. Elevamos al
Cielo nuestras fervientes súplicas: “¡Por favor, Dios! No estamos listos para
perder a mamá”. Gradualmente, su condición mejoraba. Cada progreso, por pequeño
que fuera, producía alegría. Estas vislumbres de esperanza estimularon nuestras
peticiones continuas. Una gratitud sincera acompañaba esas oraciones. Mejorías
adicionales alimentaron nuestra confianza creciente en que mi madre se recuperaría.
Aunque obviamente débil, mamá finalmente pudo hablar. Escuchar su voz aumentó
aún más nuestro valor. La providencia divina era evidente, por todo lo que
sucedía. Meses, aun años, pasarían antes de que mamá se recuperara
completamente; pero, la respuesta de Dios a nuestra intercesión era
inconfundible. Mamá todavía goza de una salud relativamente buena, ¡un cuarto
de siglo más tarde!
El destino eterno de mamá nunca
fue un problema. Su devoción a Dios, profundamente arraigada, emergió a través
de su carácter semejante al de Cristo. La certeza de su resurrección estaba más
allá de toda discusión. Nuestra inversión emocional giraba solo acerca de esta vida. Con fervor
oramos, porque deseábamos egoístamente su compañía en esta Tierra, durante unos
25 o 40 años más. Nuestro dolor, insomnio y apetito disminuido eran nuestra respuesta
sentimental hacia una pérdida temporaria, pero, esas respuestas eran
válidas y apropiadas. Ninguna persona compasiva cuestionaría o ridiculizaría
nuestras reacciones durante ese período difícil.
Hoy, me cuestiono por qué mi
rutina diaria no revela una inversión emocional
similar, con respecto a la potencial pérdida eterna de centenares de personas con
las que me encuentro cada semana. ¿Cómo está tu situación? ¿Estás preocupado
apasionadamente acerca de la salvación de quienes trabajan contigo, tus
compañeros de estudio, tus vecinos, tus colegas y asociados? ¿Estás
intercediendo constantemente, de mañana y de tarde, en favor de ellos? Aunque
un gran porcentaje de quienes estudiaron las Escrituras conmigo han entregado
su vida a Cristo, hay varios que no lo hicieron. Me examino a mí mismo, con
algunas preguntas: “¿Por qué no pierdo el sueño por aquellos que no se
entregaron? ¿He llegado a estar satisfecho porque ‘99’ aceptaron a Cristo? ¿Por
qué la compasión de Cristo no arde en forma incontrolable en mi corazón, por
causa del ‘uno’ perdido?
Juan registró la oración
intercesora más importante de Cristo:
“Mas no ruego solamente por éstos
[los doce discípulos], sino también por los que han de creer en mí por la
palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en
ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me
enviaste” (Juan 17:20,21).
Jesús oró para que las almas
perdidas pudieran ver una iglesia unida y, de ese modo, creer en Cristo. ¿Cuán
a menudo hemos pedido a Dios la unidad cristiana, y hemos sido lo
suficientemente humildes para sacrificar nuestras preferencias acariciadas por
lograr ese objetivo? ¿Sustituye la preocupación por los perdidos nuestro deseo
egoísta de reconocimiento y control?
Considera a tu congregación. ¿Se
refleja en ella la norma de unidad de Cristo? ¿Se reproduce en forma efectiva
el amante mensaje de Cristo, que atrae al Reino a las almas confundidas? ¿Ocupa
la intercesión un lugar central dentro de la iglesia o un lugar periférico?
Antes de responder estas preguntas, examinemos las características de la
oración intercesora.
La
característica principal de la oración intercesora efectiva es su tendencia
hacia afuera.
Demasiadas oraciones se orientan hacia adentro. ¡Los hijos de Dios reducen el
cielo al palacio de Santa Claus, y limitan la oración a realizar un “paseo de
compras” divino! “Señor, ¿no me comprarías un automóvil Mercedes Benz?” Los
deseos personales, las necesidades materiales y los pedidos centrados en
nosotros mismos dominan el escenario. El tiempo pasado en oración por la
condición espiritual de otros es mínimo.
Sin embargo, la oración
intercesora se concentra en los demás; nos aleja de centrarnos en el yo. Los
valores espirituales llegan a ser supremos, mientras que las cosas menores se
disipan. Esta oración evidencia un milagro divino. Los seres humanos son
naturalmente egoístas; se requiere la gracia divina para soltar a los pecadores
atados por el engrandecimiento propio, la absorción propia y la importancia
propia. Siempre que los creyentes interceden por otros mediante la oración,
demuestran el poder de Dios para transformar los corazones humanos. A menos que
el corazón del discipulador esté convertido primero hacia un enfoque exterior,
nuestro egoísmo natural socava todo esfuerzo por alcanzar a otros.
La
oración intercesora es persistente.
Pablo amonesta a los tesalonicenses: “Orad constantemente” (1 Tes.5:17, BJ).
Jesús ilustró este principio así:
“Les dijo también: ¿Quién de
vosotros que tenga un amigo, va a él a medianoche y le dice: Amigo, préstame
tres panes, porque un amigo ha venido a mí de viaje, y no tengo que ponerle
delante; y aquél, respondiendo desde adentro, le dice: No me molestes; la
puerta ya está cerrada, y mis niños están conmigo en cama; no puedo levantarme
y dártelos? Os digo, que aunque no se levante a dárselos por ser su amigo, sin
embargo por su importunidad se levantará y le dará todo lo que necesite. Y yo
os digo: Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá.
Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama.se le
abrirá” (Lucas 11:5-10).
La persistencia o la importunidad
no demuestran falta de fe. Alguno podría razonar:
“¿Por qué molestar a Dios repetidamente? ¿Necesita Dios que le recordemos
algo?” Esto sugiere que el propósito de la oración persistente es corregir
alguna deficiencia de Dios, como si Dios fuera olvidadizo. Sin embargo, el
propósito no reside en la necesidad de Dios sino, más bien, en la fragilidad
humana. La repetición aparece como redundante para alguien que lo mira
superficialmente. La repetición
parece redundante. La repetición parece redundante. La repetición parece
redundante. Sin
duda, “La repetición parece redundante” podría ser la única frase que pueda
repetir de este libro, si lo lee repetidamente. Pero, ese es realmente el punto.
Los atletas comprenden este
principio. Toma, por ejemplo, el salto con garrocha. Este evento constituye,
tal vez, la más compleja serie de movimientos en los deportes. Cada movimiento
debe fluir naturalmente hacia el siguiente. Los atletas practican los
movimientos individuales repetidamente, perfeccionando cada uno antes de
unirlos en sucesión. La memoria muscular capacita a los atletas para realizar
las transiciones complejas entre los movimientos individuales, sin fallas, a la
velocidad intensa necesaria para propulsar al atleta por sobre la barra. Sin
las repeticiones, el proceso sería torpe e inefectivo. De este modo, la
repetición parece llena de propósito, y necesaria para el participante activo,
aunque no para el observador superficial. La oración persistente no hace que
Dios esté más atento, pero prepara al discipulador para ser más eficiente en la
vida, la fe y el testimonio. La intercesión fluye naturalmente del corazón del
creyente, cuando se la practica persistentemente.
La
oración intercesora efectiva es corporativa. Jesús declaró: “Si dos de vosotros
se pusieren de acuerdo en la tierra acerca de cualquiera cosa que pidieren, les
será hecho por mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres
congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18:19,20).
Aun el sentido común enseña el valor de estar juntos. Salomón escribió:
“Mejores son dos que uno; porque
tienen mejor paga de su trabajo. Porque si cayeren, el uno levantará a su
compañero; pero ¡ay del solo! Que cuando cayere, no habrá segundo que lo
levante. También si dos durmieren juntos, se calentarán mutuamente; mas ¿cómo
se calentará uno solo? Y si alguno prevaleciere contra uno, dos le resistirán;
y cordón de tres dobleces no se rompe pronto” (Ecl.4:9-12).
El contexto inmediato de la
declaración de Cristo en Mateo es el desarrollo de discípulos cristianos. La
intención de la enseñanza de Cristo no era: “Si tres creyentes se ponen
de acuerdo en que necesitan automóviles exóticos, el Cielo se los concederá”. Sus
palabras trataban de corregir a los creyentes, efectuar una reconciliación y
restaurar las relaciones. Estos conceptos –corregir, reconciliar, restaurar– son
también fundamentales para la relación de cada uno de nosotros con Dios. De
algún modo, la intercesión de los creyentes influye sobre los resultados en
esos tres temas.
Deben evitarse algunas
interpretaciones extremas. Primero, orar por los incrédulos no garantiza automáticamente su
salvación. Aunque centenares pidieran a Dios con respecto a
ciertas personéis, él no fuerza el poder de estas de asumir sus elecciones. Las
personas por las cuales se intercede en oración tienen que aceptar a Cristo,
para recibir la salvación. La oración no puede forzar la conciencia de otra
persona ni imponer la conversión. Segundo, también debe evitarse la actitud de
que la oración intercesora es inútil. Algunos razonan: “Dios ya sabe que están
perdidos. Hablar a él acerca de ellos no aumentará su conocimiento. ¿Por qué
molestarse? Cristo ya los ama, y hace todo lo posible en favor de ellos. Orar
no generará actividad divina adicional”. Aunque la Escritura no ofrece una
explicación detallada de cómo la oración intercesora influye
sobre la conversión, apoya inequívocamente esas oraciones.
Además de Mateo 18,1a Biblia
dice:
“[Ustedes] desean algo y no lo
consiguen. Matan y sienten envidia, y no pueden obtener lo que quieren. Riñen y
se hacen la guerra. No tienen,
porque no piden,
y cuando piden, no reciben, porque piden con malas intenciones, para
satisfacer sus propias pasiones” (Sant.4:2,3, NVI; la cursiva fue añadida).
Pablo escribe a Timoteo,
diciéndole:
“Exhorto ante todo, a que se
hagan rogativas, oraciones, peticiones y acciones de gracias, por
todos los
hombres; por los reyes y por todos los que están en eminencia, para que vivamos
quita y reposadamente en toda piedad y honestidad. Porque esto es bueno y agradable
delante de Dios nuestro Salvador, el cual quiere que
todos los hombres sean salvos
y vengan al conocimiento de la verdad” (1 Tim. 2:1-4; la cursiva fue añadida).
Aparentemente, Dios libra a los
amados perdidos respondiendo específicamente a nuestras peticiones. La oración
marca una diferencia. Tal vez esa transformación suceda en la persona que ora.
El discipulador, posiblemente, llega a ser más deliberado en alcanzar a una
persona porque está orando por ella. Tal discipulador llega a ser más sensible
a las necesidades no satisfechas en la vida de los no creyentes, porque está
concentrado en ellos, mediante la oración. Podríamos conjeturar y especular sin
acabar, porque la Escritura no ofrece un análisis detallado con respecto al
mecanismo de la oración intercesora. Sin embargo, numerosos pasajes la
estimulan.
Los teléfonos satelitales están
claramente fuera de la experiencia técnica de la persona corriente. Esto es
solo una ilustración de los aparatos tecnológicos que la gente usa
frecuentemente, sin saber cómo operan. Podríamos incluir el
acceso a Internet de las computadoras portátiles, el sistema de posicionamiento
global (GPS), y otros objetos tan comunes como las cámaras fotográficas digitales
y los hornos de microondas. Aunque la gente no conoce el sistema interior de
funcionamiento de estas maravillas modernas, no vacila en usarlas. Las cámaras
sacan fotografías, los microondas calientan los restos de comida y los
teléfonos conectan a los consumidores irritados con los agentes del servicio a
los consumidores en Pakistán, que luego acceden a su cuenta de información
mediante vínculos de computación con los bancos estadounidenses en el Estado de
Florida; y la gente nunca pregunta cómo sucede esto. Pero, las cosas que
funcionan son dadas por sentado.
¿Quién come los restos de la
comida del mediodía estando fríos porque no puede explicar cómo los microondas calientan los
alimentos? No obstante, irónicamente, los creyentes abandonan la oración
intercesora porque no pueden explicar cada detalle. Tal vez haya llegado el
tiempo para que los discipuladores, meramente, acepten la invitación del Cielo
a orar, ¡y sencillamente la prueben!
La oración
intercesora efectiva incorpora la confesión. El texto del salmista instruye:
“Venid, oíd todos los que teméis
a Dios, y contaré lo que ha hecho a mi alma. A él clamé con mi boca, y fue
exaltado con mi lengua. Si en mi corazón hubiese yo mirado a la iniquidad, el
Señor no me habría escuchado. Mas ciertamente me escuchó Dios; atendió a la voz
de mi súplica. Bendito sea Dios, que no echó de sí mi oración, ni de mí su
misericordia” (Salmo 66:16- 20; la cursiva fue añadida).
El Nuevo Testamento asiente:
“¿Está alguno entre vosotros
afligido? Haga oración. ¿Está alguno alegre? Cante alabanzas. ¿Está alguno
enfermo entre vosotros? Llame a los ancianos de la iglesia, y oren por él,
ungiéndole con aceite en el nombre del Señor. Y la oración de fe salvará al
enfermo, y el Señor lo levantará; y si hubiere cometido pecados, le serán
perdonados. Confesaos vuestras ofensas unos a
otros, y orad unos por otros,
para que seáis sanados. La oración eficaz del justo puede mucho” (Santiago 5:13-16,
la cursiva fue añadida.)
La pecaminosidad humana
constituye una barrera entre Dios y la humanidad, y entre todas las personas
entre sí.
Durante mi niñez, mi padre
construyó un motor eléctrico, y me enseñó los principios básicos de la
electricidad. La aislación impedía que la corriente eléctrica llegara a
ciertos lugares, evitando así cortocircuitos. Las indulgenciéis pecaminosas
crean una aislación espiritual, que impide que las “corrientes celestiales”
lleguen a los corazones. Reconocer el pecado, arrepentirse sinceramente y
buscar el perdón capacita al discipulador a fin de eliminar eficazmente los
obstáculos ante la gracia divina.
La humildad de Daniel está
expresada, en forma elocuente, por medio de la sencillez de su confesión (Daniel
9:2-19). Esa confesión reconoce las transgresiones de Israel, busca el perdón
divino y acepta la responsabilidad por sus dificultades. No obstante, Daniel
también expresa confianza en la justicia y la misericordia de Dios. Su
apelación está basada en las promesas de Dios, más bien que sobre la inocencia
de Israel. Del mismo modo, la oración intercesora reconoce la pecaminosidad de
la persona que ora, las iniquidades de aquel por quien se ora, y acepta la
responsabilidad por las consecuencias. Los intentos por racionalizar, los
esfuerzos por aminorar la responsabilidad y cosas semejantes realizan una
enajenación, que resiste los efectos de la oración. Nuestra apelación nunca
debe basarse en la justicia o la inocencia humanas, sino solamente en la gracia
de Dios hacia sus hijos errantes.
El evaluar tu vida personal de
oración, o la de la iglesia, puede resultar doloroso. Esa evaluación es, no
obstante, el paso inicial hacia la corrección de su efectividad, y sus máximos
resultados.
FOCO: ¿Intercede tu iglesia por
personas específicas que, por ignorancia o activamente, se rebelan contra Dios?
¿Es el tema de su oración un techo con goteras o también aquellos corazones
abandonados? ¿Está tu congregación preocupada internamente, y ora solo acerca
de las limitaciones o los obstáculos que encuentran los creyentes? ¿Contempla
la oración de forma pesimista la degradación del mundo o espera de forma
optimista la conversión de los no creyentes? Hablando en general, ¿se concentra
la oración en nuestra liberación escatológica o en la
transformación espiritual de los no creyentes?
FRECUENCIA: ¿Practica tu familia
o tu congregación la oración intercesora regularmente o en forma esporádica?
¿Se produce la intercesión en forma natural o artificial? ¿Se sienten incómodos
al orar por otros? Siempre que la intercesión es sincera, instintiva y
espontánea, sucede sin esfuerzos. La oración persistente no puede ocurrir
cuando los cristianos dudan de su eficacia. La culpa y la vergüenza no pueden
fomentar la intercesión continuada. Acosar a los creyentes acerca de su
indolencia con respecto a la intercesión puede inducir reformas temporarias,
pero no cambios permanentes. Solo un corazón ansioso de la gloria de Dios y
compasivamente preocupado por las almas que se pierden intercederá
persistentemente. Solo la intercesión persistente produce cambios espirituales.
FORMA: ¿Están los creyentes
orando en forma independiente, pero no corporativamente? ¿Se presta atención a la
amonestación de Pablo: “Sobrellevad los unos las cargas de los otros” (Gálatas.6:2)?
¿Se entienden las promesas para los creyentes reunidos y se las apropian?
¿Falta unidad espiritual en tu iglesia? ¿Se reúnen los Grupos
pequeños
dentro de la iglesia regularmente, rogando por la salvación de alguno?
PERDÓN: “Si confesamos nuestros
pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de
toda maldad. Si decimos que no hemos pecado, le hacemos a él mentiroso, y su
palabra no está en nosotros” (1 Juan 1:9,10).
“Porque si perdonáis a los
hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial;
mas si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os
perdonará vuestras ofensas”(Mat.6:14,15).
¿Interfiere la justificación
propia, para no mencionar la justicia propia, con nuestra intercesión? ¿Son más
importantes las apariencias que la realidad? ¿Llega a ser un obstáculo para la
genuina confesión y la auténtica transformación el mantener fachadas
espirituales? ¿Cuán preferible es la humildad de la confesión honesta,
comparada con la pretensión que no busca el perdón?
¿Obra la intercesión? ¡Siempre!
Clayton Jepson es un pastor
retirado, cuyo vigor físico, por causa de su edad avanzada, no le permite
realizar las cosas en las cuales antes se gozaba. Esas limitaciones, sin
embargo, no impiden su vida de oración. Organizó un grupo de creyentes de su
comunidad, para orar regularmente por una lista de personéis que la iglesia les
brinda. Cada una de las personas con las que el pastor estudia la Biblia está
en esa lista. Las personas que luchan para sobreponerse a las barreras que les
impiden tener un compañerismo con Dios están anotadas. Casi cincuenta personas
en esa lista se han bautizado durante los tres últimos años, cuya mayoría el
pastor bautizó.
Más cerca de casa, está el
testimonio del hijo del autor. Como algunos hijos de pastores, se alejó de una
relación viviente con Cristo y se enamoró del mundo. Luego, ocurrió un accidente
casi fatal. Durante los siguientes meses de recuperación y rehabilitación, tuvo
suficiente tiempo para reflexionar y efectuar una evaluación propia. Dios no
lo abandonó, y lo trajo de vuelta al hogar, espiritualmente hablando. Un
componente integral de esa transformación fue la oración intercesora, no solo
de quienes se espera que lo hagan: sus padres y hermanos, sino además de
personas de todo el mundo que oyeron de su accidente. El que tantas personas
oraran por él tocó su corazón.
El discipulado y la oración
Reviewed by FAR Ministerios
on
1/15/2014
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