Un pueblo con una misión profética

Qué opinión tiene usted de Harold Camping? Por si no sabe quién es él, solo le diré que Camping enseñó que el fin del mundo habría de ocurrir el 21 de mayo de 1988. Como nada ocurrió, entonces cambió la fecha: 7 de septiembre de 1994. Por supuesto, el mundo llegó a su final, por lo que una vez más Camping hizo gala de obsesión por las fechas, y comenzó a proclamar que el juicio final se llevaría a cabo el 21 de mayo de 2011 y de inmediato comenzaría la gran tribulación. Nada de esto ocurrió.
¿Qué diríamos de este mensaje? Antes de que usted emita un juicio de valor sobre el hermano Camping, deténgase un momento y lea esta declaración emitida por William Miller en 1818:
«Concluí que los siete tiempos de supremacía de los gentiles debían comenzar cuando los judíos, tras el cautiverio de Manases, dejaron de ser una nación inde­pendiente. Según los especialistas en cronología esto ocurrió en el 677 a. C; el 457 a.C. marca el inicio de los 2.300 días y de las setenta semanas; los 1.335 días comenzaron en el 508 d. C. con la erradicación del continuo y el establecimiento de la abominación desoladora (Dan. 12: 11) y de la supremacía papal [...]. Reco­nocí que todos estos períodos proféticos [...] tendrían que terminar juntos en 1843. En 1818, tras concluir dos años de estudios de las Escrituras, llegué a la solemne conclusión de que en aproximadamente veinticinco años contados a par­tir de la fecha, nuestro mundo desaparecería, con todo su orgullo, poder, pompa, vanidad, maldad y opresión; y los reinos de este mundo serán destruidos por el pacífico y anhelado reino del Mesías que sería establecido bajo el cielo. Entendí que la gloria del Señor se manifestaría en tan solo veinticinco años». [1]

Según Miller, el desenlace final de la historia de este mundo llegaría en 1843. A pesar de la cercanía del «fin», él se mostraba radicalmente reticente a exponer en público tan atrevida aseveración. Pero en agosto de 1831, después de trece años de postergación, aceptó hacer públicas las conclusiones a las que había llegado tras largos años de estudio y meditación de la Palabra de Dios. Como era de esperar, la novedad de su mensaje cautivó la atención no solo de la gente sino también de las iglesias. Aunque Miller llegó a tener credenciales de ministro bautista, ello no evitó que otras confesiones cristianas abrieran las puertas de sus templos para escuchar sus fascinantes interpretaciones de los libros de Daniel y Apocalipsis. En la obra clásica Cristo en su santuario, Elena G. de White dice que «en muchos lugares se le abrían de par en par las iglesias protestantes de casi todas las denominaciones, y las invitaciones para trabajar en ellas le llegaban generalmente de los ministros de las diversas congregaciones» (cap. 4, p. 69).
Su mensaje encendió la llama de un despertar espiritual que impactó profundamente a la sociedad estadounidense. Se congregaban multitudes ávidas de conocer las señales de los tiempos; los pueblos y las aldeas quedaban transformados al oír la seguridad con que Miller pronosticaba la inminente llegada del «fin». Los ateos y deístas echaban mano del dardo de la fe. Miller no se detenía, predicaba por todas partes. El historiador ad­ventista C. Mervyn Maxwell comenta que el propio Miller trabajó «en la conversión de 6.000 almas». [2] Más tarde, con la ayuda de Joshua V. Himes el mensaje millerita comenzó a repercutir en las grandes ciudades norteamericanas, no solo por medio de la palabra hablada, sino también a través de la página impresa. El ambiente de expectación apo­calíptica que reinaba en aquellos tiempos era tan evidente que casi se podía palpar.
Cuando 1843 ya estaba a las puertas, los milleritas se abocaron a un estudio mucho más detenido de las profecías; lo cual los llevó a establecer una fecha más precisa para el fin: el 21 de marzo de 1844. Luego, Samuel S. Snow continuó profundizando el asunto y sugirió que el final de los 2.300 días debía ocurrir en el otoño de 1844. Final­mente, concluyeron que Cristo vendría a la tierra en gloria y majestad el martes 22 de octubre de 1844. Como usted ya sabe, el Señor no vino, lo cual ha sido motivo para que nosotros, los herederos del movimiento millerita, hayamos sido objeto de todo tipo de críticas y vejaciones.
Vale la pena que preguntemos si acaso los milleritas fueron los únicos en fijar una fecha de caducidad a nuestro mundo. La respuesta es simple: no. Cotton Mather, el influyente ministro puritano, sugirió que el fin del mundo ocurría en 1697, luego lo cambió a 1716 y posteriormente a 1736. Jonathan Edwards, uno de los grandes teólogos protestantes, ex rector de la Universidad Princeton, señaló el año 1886 como el fin de todo; Charles Finley, el famoso evangelista, declaró en 1835 que el milenio podría comenzar en solo tres años, es decir en 1838. [3] John A. Brown, como Miller, también fijó el final de los 2.300 días en 1843. El banquero inglés Henry Drummond dedicó la mayor parte de sus recursos financieros a advertir a la gente que la venida de Jesús ocurría en 1847, como también lo creyó el anglicano Joseph Wolff. William C. Davis creyó y enseñó que en 1843, 1844 o 1847 había de ocurrir algún gran acontecimiento relacionado con el fin del mundo. Incluso, un juez católico romano del Tribunal Su­premo de México, el magistrado José de Rozas, formaba parte de la plétora de perso­nalidades influyentes que esperaban con expectación el fin del mundo en esa época. [4]
Si todos estos personajes también fijaron fechas para la segunda venida de Cristo, ¿por qué fueron Miller y sus seguidores los que produjeron el Gran Despertar religioso del siglo XIX? La razón es que la obra de Miller y la de sus herederos directos, los adventistas del séptimo día, formaba parte de los designios proféticos de Dios. Su mensaje y experiencia habían sido predichos por el apóstol Juan en el capítulo 10 del libro de Apocalipsis. [5]
Un pueblo profético
La relevancia de Apocalipsis 10 se hace notoria por el personaje que entrega el mensaje al profeta. Juan lo describe como «un ángel fuerte, envuelto en una nube, con el arco iris sobre su cabeza. Su rostro era como el sol .y sus pies como columnas de fuego»; sus pies abarcan la tierra y el mar, y su voz es como el rugido del león (Apocalipsis 10:1-3). En Apocalipsis 1 se usa una fraseología similar para referirse a Cristo (Apocalipsis 1:12-16). La descripción del ángel de Apocalipsis 10 sigue muy de cerca la narración que hace Ezequiel de la «gloria de Jehová» (Ezequiel 1:26-28). Por tanto, en Apocalipsis 10 no tenemos a un ángel común, sino uno que posee atributos exclusivos de un miembro de la Deidad. Elena G. de White nos informa que «el ángel poderoso que instruyó a Juan era nada menos que Cristo» (El Cristo triunfante, p. 346).
Juan declara que el «ángel fuerte», que es Cristo, «clamó a gran voz, como ruge un león, y [...] siete truenos emitieron sus voces» (versículo 3). Cuando el profeta se prestaba a poner por escrito lo que había escuchado, «una voz del cielo» le ordenó: «Sella las cosas que los siete truenos han dicho, y no las escribas» (versículo 4). Como ya lo ha de­mostrado William H. Shea, en Apocalipsis los «truenos» siempre están ligados a escenas relacionadas con juicios. [6] Elena G. de White destaca que «la luz especial que se le dio a Juan, expresada en los siete truenos, era un bosquejo de sucesos que debían ocurrir bajo los mensajes de los ángeles primero y segundo. Los mensajes de los ángeles primero y segundo debían ser proclamados; pero no había de revelarse mayor luz antes que esos mensajes hubiesen hecho su obra específica» (El Cristo triunfante, p. 346). Tanto el mensaje del primer ángel como el del segundo son advertencias de juicio contra el mundo y contra Babilonia (Apocalipsis 14: 6-8).
Juan también declara que Jesús «tenía en su mano un librito abierto» (Apocalipsis 10:2). El profeta recibió la orden de tomarlo y comerlo. Tras haberlo hecho nos cuenta su experiencia: «En mi boca era dulce como la miel, pero cuando lo hube comido amargó mi vientre» (versículo 10). ¿Cuál es este libro que ahora permanece abierto en las manos de Cristo? A fin de ahorrar tiempo y evitarnos toda una perorata exegética para tratar de explicar este asunto, dejemos que Elena G. de White nos ofrezca la más autorizada repuesta a dicho interrogante:
«El libro que fue sellado no fue el Apocalipsis, sino la porción de la profecía de Daniel que se refería a los últimos días. La Escritura dice: "Pero tú, Daniel, cierra las palabras y sella el libro hasta el tiempo del fin. Muchos correrán de aquí para allá, y la ciencia se aumentará" (Dan. 12: 4). Cuando se abrió el libro se proclamó: "El tiempo no será más" (Apocalipsis 10:6). Ahora ha sido abierto el libro de Daniel, y la revelación hecha por Cristo a Juan debe llevarse a todos los habitantes de la tierra. Mediante el aumento del conocimiento debe prepararse a un pueblo para que resista en los últimos días» (Mensajes selectos, tomo 2, p. 120).
La profecía prescribía que una porción del libro de Daniel quedaría sellada única­mente «hasta el tiempo del fin» (Daniel 12:9). En Apocalipsis 10 Cristo proclama que ese «tiempo del fin» ha llegado a su conclusión y, por tanto, el sello que había limitado el entendimiento de esa «porción de la profecía de Daniel» tenía que ser eliminado. Por eso en lugar de estar sellado, el libro de Daniel está abierto en las manos del «ángel fuerte», ahora todos podrán entender su contenido. Como especifica Daniel 12, este sello sería quitado tras finalizar el período de los 1.260 años; es decir después de 1798. Entonces, el Señor suscitaría el nacimiento de un pueblo con vocación profética. Tanto Jeremías como Ezequiel al aceptar su llamamiento como mensajeros del Señor tuvieron que comer «la Palabra de Dios» (ver Jeremías 15:16; Ezequiel 3:5-11). En la figura de Juan, Dios saca a relucir un grupo escogido de hombres y mujeres que tendrían una relación tan especial con el libro de Daniel, que su estudio y su predicación sería su alimento. «Co­mer el libro» de Daniel no era más que un símbolo de «la comisión de proclamar» el mensaje de Dios. [7] Y ahí es donde interviene el movimiento millerita.
Miller desveló ante el mundo la «porción de la profecía de Daniel» que había quedado sellada: el significado de los periodos proféticos de Daniel 8, 9 y 12. Después de que durante años hubo pasado noches enteras estudiando y orando, se había preparado para exponer con denuedo y claridad el mensaje que ni siquiera el mismo Daniel pudo com­prender en toda su plenitud. Apocalipsis 10 nos enseña que Miller y su movimiento no fueron resultado del afán escatológico que imperaba en sus días, sino el fruto de lo que Dios ya había designado con siglos de antelación. Por eso su mensaje tuvo un impacto poderoso y perdurable en la mente de sus oyentes, y por eso la fecha que asignó para el fin del mundo no pasó desapercibida como la de muchos de sus contemporáneos.
El Gran Chasco de 1844
Y los primeros mensajes de Apocalipsis 14
Al disfrutar de la fase del librito que era «dulce como la miel», el movimiento mi­llerita se empeñó en cuerpo y alma en dar a conocer el mensaje del primer y segundo ángeles de Apocalipsis 14, precisamente los mensajes que fueron «bosquejados» en los «siete truenos». Al proclamar que la «hora del juicio» divino se concretaría en la segunda venida de Cristo que, según ellos, habría de ocurrir el 22 de octubre de 1844, Miller y sus seguidores divulgaron el contenido del mensaje del primer ángel. [8] Dicho mensaje fue presentado desde esta perspectiva histórica entre 1831 y 1843.
Sin embargo, puesto que Cristo no vino en 1844, el mensaje que había sido «dulce como la miel» se convirtió en una experiencia amarga y terrible. Los milleritas vivieron en carne propia lo que se conoce como el Gran Chasco de 1844. El fracaso del cumpli­miento profético no solo los desmoralizó sino que los convirtió en objeto de los más viles comentarios. Refiriéndose a esto, el 13 de diciembre de 1844 el propio Miller es­cribió a I. O. Orr que «parecía que todos los demonios del infierno se nos habían venido encima. Aquellos, y otros tantos, que solo hacía dos días lloraban pidiendo misericordia, ahora se unían a la chusma y se burlaban, escarneciendo y amenazando de una forma en extremo blasfema». [9]
Gran parte de la cristiandad supone que el Chasco fue provocado por los «errores» de la interpretación de la Iglesia Adventista, pasando por alto el hecho de que nuestra iglesia ni siquiera existía en 1844. Sin embargo, la verdad es que el movimiento millerita constituía un movimiento interconfesional que incluía «protestantes, episcopalianos, metodistas episcopalianos, metodistas primitivos, metodistas wesleyanos, bautistas cerrados o calvinistas, bautistas arminianos, presbiterianos, congregacionalistas, lute­ranos de la antigua y de la nueva escuela» y muchos más.[10]
Pero en la medida en que la fecha se iba acercando muchos de los dirigentes de estas iglesias comenzaron a revelar sus dudas y tomaron medidas disciplinarias contra los que aceptaban el mensaje millerita. Muchos miembros fueron expulsados bajo la acu­sación de «creer, enseñar, testificar y proclamar la esperanza adventista». [11] A pesar de la ostensible oposición de dichas iglesias, Miller nunca animó a sus seguidores a que abando­naran sus congregaciones de origen. Sin embargo, en 1843 ya era imposible que el millerismo coexistiera en armonía con tales iglesias [12] lo cual provocó que para octubre de 1844 más de cincuenta mil personas se habían separado de sus respectivas congre­gaciones. [13] La lucha entre Miller y las iglesias protestantes se hizo cada vez más ardua. Al rechazar el mensaje profético el protestantismo devino en un sistema apóstata gemelo del que imperó entre la cristiandad durante gran parte de la Edad Media (ver Apocalipsis 13).
El mensaje del segundo ángel confrontó directamente a esas iglesias y proclamó la caída de quienes hicieron oídos sordos al mensaje divino. [14]
Lo cierto es que había «detalles específicos» con respecto a los primeros dos mensajes de Apocalipsis 14 que iban a ser entendidos tan pronto quedara atrás esa amarga experiencia.
En resumen, la gran desilusión de los milleritas se debió a dos componentes esen­ciales: (1) Cristo no vino el 22 de octubre de 1844; (2) las iglesias protestantes, que otrora habían apoyado a Miller, finalmente acabaron rechazando su mensaje. Siendo así podríamos sugerir, basados en la declaración de Elena G. de White, que el mensaje de los «siete truenos» implicaba que Dios había preparado de antemano aquella expe­riencia «amarga» para los milleritas, pero a Juan no se le permitió que la contara. La pregunta oportuna aquí es por qué Dios permitió que el gozo del mensaje se convirtiera en «amargura» y desilusión.
«Es necesario que profetices otra vez»
No creo que sea conveniente que tratemos de procurar una explicación lógica a todas las acciones de la Deidad. Como bien dijera el apóstol Pablo: «¡Cuán insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos!» (Romanos 11:33). En otras palabras, no po­demos conocer a fondo todos los misterios que enmarcan las acciones divinas, por lo menos no ahora que nuestro conocimiento de Dios está limitado por nuestra condición pecadora. ¿Podría haber evitado Dios que esos milleritas vivieran una experiencia tan bochornosa? Creo que la respuesta es obvia; sin embargo, no lo hizo. Todos los que hemos atravesado situaciones decepcionantes que nos han llevado al borde de la de­sesperación, pero que, gracias a la bondad y el consuelo divinos, hemos logrado visua­lizar por lo menos una tenue luz en medio de la bruma que ha rodeado nuestra vida, sabemos que en ocasiones Dios convierte el dolor que nosotros mismos nos causamos en un eficaz curso intensivo de aprendizaje.
José llegó a ser un gran estadista solo después de haber experimentado las atroci­dades de la traición y del calabozo. Daniel vivió las incomodidades del exilio y la an­gustia del foso antes de convertirse en el primer ministro de Babilonia. Jesús tuvo que pasar por el Gólgota antes de que los ángeles lo escoltaran hacia el santuario celestial. Pablo cayó del caballo y luego fue el apóstol de los gentiles. En fin, en reiteradas oca­siones nos toca «volver a aprender en la escuela del sufrimiento la antigua lección de la confianza en Dios» (Mensajes selectos, tomo 2, p. 191). No me cabe la menor duda de que los mejores hombres que han pasado por este planeta se han graduado en la escuela de la aflicción.
El Señor aprovechó el Chasco de 1844 para enseñar a los milleritas a confiar en todo momento en él y mostrar al mundo quiénes estaban listos para asumir la respon­sabilidad que el cielo les había reservado. Como era de esperar, no todos aprendieron estas lecciones puesto que algunos abandonaron la fe y otros siguieron poniendo fechas. Sin embargo, algunos continuaron estudiando con el objetivo concreto de averiguar dónde habían fallado. Los adventistas somos ese tercer grupo. ¿Sabe usted por qué logramos salir fortalecidos de aquel chasco? Porque seguimos avanzando y aprendiendo hasta que el Señor, por medio del estudio de su Palabra, nos indicó cuál había sido el error de Miller. ¿Y cómo lo hizo? Llevando la mente y el corazón de nuestros pioneros al estudio del santuario: «El asunto del santuario fue la llave que reveló el misterio del chasco de 1844. Exhibió todo un sistema de verdades, relacionado y armonioso, que mostraba que la mano de Dios había dirigido el gran movimiento adventista y, al poner de manifiesto la situación y la obra de su pueblo, le indicaba cuál era su deber de allí en adelante» (Cristo en su santuario, cap. 8, p. 115).
El estudio del santuario los llevó a descubrir, como ya hemos visto, que en 1844 Cristo no vendría a la tierra sino que iniciaría la segunda fase de su ministerio en el santuario celestial. El fallo no estuvo en la cronología profética, sino en la ubicación de su acontecimiento cumbre. Conocer esto infundió en nuestros pioneros la certeza de que Dios mantenía control y que a ellos les correspondía dar a conocer la verdad del san­tuario al mundo. Por eso los adventistas nos identificamos con las palabras de Juan: «Él me dijo: "Es necesario que profetices otra vez sobre muchos pueblos, naciones, lenguas y reyes"» (Apocalipsis 10:11). De las cenizas del movimiento millerita Dios suscitó un pueblo que pondría en alto las verdades esenciales para el fin de los tiempos. El Gran Chasco nos enseñó a confiar en Dios y nos preparó para llevar a cabo la misión de predicar el triple mensaje angélico de Apocalipsis 14.
El cumplimiento de Apocalipsis 10 en la historia del movimiento adventista cons­tituye una prueba irrefutable de que «Dios no conduce nunca a sus hijos de otra manera que la que ellos elegirían si pudiesen ver el fin desde el principio, y discernir la gloria del propósito que están cumpliendo como colaboradores suyos» (El Deseado de todas las gentes, cap. 22, p. 202).
Quizá en estos momentos usted se encuentre atravesando la etapa en que el libro es «amargo», las cosas no salen de la mejor manera. Probablemente le está tocando vivir su propio «chasco». No se desanime, Dios lo está preparando para algo mucho más grande. Esos momentos de aparente incertidumbre más que evidencia de duda, son pruebas contundentes de que Dios purifica y refina la fe que usted ya tiene. Al final de todo usted saldrá fortalecido y preparado para contar al mundo las cosas maravillosas que Dios ha hecho en su vida.
Hace algunas semanas un amigo, Omar Medina, me mandó un poema muy bello, y me gustaría compartir con usted una de sus estrofas:
«Por algo pasan las cosas que más te cuesta aceptar,
fue oruga la mariposa antes de poder volar,
y esa angustia que hoy te quema, y que te causa desvelo,
mañana será la estrella que más brille en tu cielo».
Así sucedió con el movimiento adventista. Así sucederá con todo aquel que se aferre al brazo del Todopoderoso.





Referencias
[1] Joshua V. Himes, Memoirs of William Miller (1853), p. 76. Consultado el 27 de mayo de 2013 en http://centrowhite.org.br/files/ebooks/apl/all/Bliss/Memoirs%20of%20William%20Miller.pdf
[2] C. Mervyn Maxwell, Dilo al mundo (Miami: APIA, s.f.), p. 16
[3] George R. Knight, Nuestra identidad: origen y desarrollo (Doral, Florida: APIA, 2007), pp. 46, 44.
[4] Ver Los adventistas del séptimo día responden preguntas sobre doctrina, edición anotada por George R. Knight (Doral, Florida: APIA, 2008), pp. 264, 265.
[5] No disponemos de espacio ni de tiempo para abordar todos los detalles relacionados con Apocalipsis 10, pero si quiere ampliar lo expuesto en este capítulo, vea William H. Shea, «El ángel fuerte y su mensaje» en Frank. B. Holbrook, ed., Simposio sobre Apocalipsis (Doral, Florida: APIA, 2010), 1.1, pp. 333-386; Hans K. LaRondelle, Las profecías del fin (Buenos Aires: ACES, 1999), pp. 202-217; Mervyn Maxwell, El destino del planeta en rebelión (Miami, Florida: APIA 1993), pp. 269-368; Elena G. de White, «El mensaje de Apocalipsis 10» en Mensajes selectas (Miami, Florida: APIA, s.f.), tomo 3, pp. 123-133.
[6] Shea, artículo citado, p. 352; Joseph J. Battistone, Apocalipsis l: La iglesia de Dios en un mundo hostil (Miami, Florida: APIA, 1989), p. 114.
[7] Ranko Stefanovich, Revelation of Jesus Christ: A Commentary on the Book of Revelation (Berrien Spring, Michigan: Andrews University, 2009), 2ª ed., p. 335.
[8] Alberto R. Timm, El santuario y el mensaje de los tres ángeles: Factores integradores en el desarrollo de las doctrinas de la Iglesia Adventista (Lima: SALT & Escuela de Posgrado de la Universidad Peruana Unión, 2004), pp. 49-51.
[9] Citado por Knight, Nuestra identidad, p. 63.
[10] P. Gerard Damsteegt, Foundations of the Seventh-Day Adventist Mission (Berrien Springs, Michigan: Andrews University Press, 1995), p. 15.
[11] LeRoy E. Froom, The Prophetic Faith of Our Father: The Historical Development of Prophetic Interpretation (Washington, D.C.: Review and Herald, 1946-1954), tomo 4, p. 449.
[12] George R. Knight, William Miller and the Rise of Adventism (Boise, Idaho: Pacific Press, 2010), p. 129.
[13] George R. Knight, Millenial Fever and the End of the World. A Study of Millerite Adventism (Boise: Pacific Press, 1993), p. 157.
[14] Ver Don F. Neufeld, ed., «Three Angels' Messages» en Seventh-Day Adventist Encyclopedia (Hagerstown, Maryland: Review and Herald, 1996), vol. M-Z, pp. 773; Hans K. LaRondelle, «El remanente y el mensaje de los tres ángeles» en Teología: Fundamentos bíblicos de nuestra fe (Doral, Florida, 2008), t. 9, pp. 227.
Un pueblo con una misión profética Un pueblo con una misión profética Reviewed by FAR Ministerios on 12/09/2013 Rating: 5

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